26 Outubro 2018
El éxodo centroamericano saca la migración de la clandestinidad. El recorrido que antes se realizaba en pequeños grupos y a expensas de los coyotes, lo transitan ahora miles de personas a plena luz del día, a la visa de todos. Algo que no cambia: la muerte. Un hombre pierde la vida tras caer de un vehículo y ser arrollado por otro. Es la primera víctima de la que se tiene constancia.
El reportaje es de Alberto Pradilla, publicado por Plaza Pública, 23-10-2018.
“La verdad, pienso que una parte de Centroamérica acaba de hacer algo que no se va a olvidar y que va a quedar en la historia, porque esto es internacional, todo el mundo lo está viendo y dice: alguien vino, llegó y se paró y tuvo cojones para enfrentarse a los Estados Unidos, que es uno de los países más fuertes del mundo”.
“Esto es lo que pasa cuando se levanta una nación entera”.
“No solo los hondureños. Centroamérica, América Latina. Muchas personas tienen mucha ira. Todas las personas que hay aquí, de Guatemala, El Salvador, Honduras. Todos tienen ira hacia el Gobierno. Lo que estamos haciendo es bien grande, quedará en la historia”.
Cientos, miles de seres humanos exhaustos, hambrientos, con llagas en los pies y quemados por el sol, desafían las leyes migratorias y caminan, a pecho descubierto, por las carreteras mexicanas. Son hondureños, en su mayoría, pero también guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses. No tienen visa ni sello en el pasaporte, algunos ni siquiera documentación. Pero están ahí. En México. Entre Ciudad Hidalgo y Tapachula. 37 kilómetros. Entre Tapachula y Huixtla. 41 kilómetros. Avanzando hacia Estados Unidos. Van subidos en las palanganas de los picops, en tráileres hacinados, camionetas de las que cuelgan piernas y brazos, maleteros abiertos que llegan a albergar hasta a tres, cuatro personas. Y en el arcén, los que no alcanzaron a subirse a un vehículo. Mucha, muchísima gente. Si la carretera desciende un poco puede observarse en toda su magnitud: la larga marcha alcanza hasta que se pierde la vista. Impresionan las dimensiones e impresiona la determinación. Esto es algo histórico.
Los más pobres de una de las regiones más pobres e ignoradas del mundo sienten que están haciendo algo importante. Ahora sí, por fin, les están mirando. Es imposible no verlos.
De esa visibilidad es de lo que hablan Ayyi Collins, de 23 años y originario de Roatán, Isla de la Bahía; y Jonnis Hernández, de 30 y de Tegucigalpa. Collins es espigado, gorra calada, moreno. Hernández es rotundo, camiseta negra y piel oscura. Pasan algunos minutos de las 13:00 horas del domingo 21 de octubre, y ambos se encuentran en las inmediaciones del parque Hidalgo, en Tapachula. Preguntan por las otras caravanas. Se ha extendido el rumor de que hay más gente saliendo desde Honduras, de que otro grupo se organizó en el Salvador. Se sienten pioneros. A la caminata se le suma ahora otra de madres. Buscan a sus hijos desaparecidos mientras realizaban el mismo trayecto que ahora enfila esta romería del hambre.
Collins y Hernández están exhaustos porque han avanzado 37 kilómetros en México. Están orgullosos porque han avanzado 37 kilómetros en México y no han sido detenidos ni deportados, a pesar de que el presidente, Enrique Peña Nieto, aseguró que ese sería el destino de aquellos que cruzasen de forma irregular.
- “Nos conocimos en Esquipulas, Guatemala, el día en el que cruzamos la frontera. Le ayudamos a conseguir hotel al compañero”.
- “Venía con mi primo, pero ese jodío se me quedó atrás”.
- “Llegó él y, como los dos somos de color, creo que nos pudimos entender”.
Los dos se ríen. “Usted ya sabe, que la sangre…”
Horas antes, ambos jóvenes abandonaban el parque de Ciudad Hidalgo antes de que hubiese despuntado el sol. Dijeron que saldrían a las 7, pero lo hicieron a las 4. Por si acaso. Era un nuevo momento crítico porque, hasta el momento, les amparaba el Convenio Centroamericano de Libre Movilidad, firmado en 2006 y que permite a los habitantes de Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua transitar por estos países sin más requisito que su DPI (aunque algunos de los integrantes de la caravana ni disponen de identificación ni la han tenido nunca). Ahora era distinto. Estaban en México y quién sabe qué podía ocurrir después de haber sido gaseados y expulsados del pedacito de frontera que llegaron a pisar. Así que cruzaron en barca, celebraron, descansaron un rato al raso y retomaron la marcha. Metro avanzado es metro ganado.
Fue esa mañana cuando el éxodo se mostró en todas sus dimensiones.
¿De dónde salieron? por la noche no parecían tantos. ¿De verdad había tanta gente?
La visibilidad es lo que marca la diferencia. Existen. Podemos verlos. Todos pueden hacerlo. Es un padre con su hijo sobre los hombros, protegido del sol por una toalla como si fuese un beduino. Un tipo que camina con una muestra de arreglos florales, que trabaja artesanalmente, con sus propias manos, y que exhibe como prueba de que él no es un delincuente. Es una mujer que abronca a un chavalo porque intenta colarse en el último espacio de un tráiler que hace tiempo que superó el aforo. La caravana les ha sacado de la clandestinidad. Antes también migraban, solo que a escondidas. Hasta hace una semana, este camino se realizaba en pequeños grupos, endeudándose para toda la vida por tres intentos en una frontera norteamericana cada vez más militarizada, fiando su vida a un coyote y a expensas del crimen organizado. Ahora, en cambio, se transita a plena luz del día, a la vista de todos. “No somos delincuentes”, se reivindican.
Este es el éxodo centroamericano en vivo y en directo, en toda su crudeza, a 30 grados a la sombra.
Son las 13.00 horas del lunes, 22 de octubre. Kilómetro 238 de la carretera federal que une Tapachula con Huixtla, próximo destino de la caravana. Hay policía, demasiada. Algo ocurre. Sobre unos conos, la cinta amarilla. Esa maldita cinta amarilla que nos avisa de que alguien ha muerto. En el carril de la izquierda, cubierto por una sábana ensangrentada, yace un cadáver. Es un hombre, de entre 25 y 30 años, dirá después un agente de la Policía Municipal de Tapachula. Bajo la improvisada mortaja asoman unos tenis grises y unos pantalones vaqueros. Tras la parte rojo sucio de la sábana, una gorra. El hombre llevaba una gorra cuando debió caer del vehículo que le transportaba. En la escena de la tragedia, nadie sabe si fue un picop, un camión o una furgoneta. Lo único seguro es que cayó y que el carro que venía después lo arrolló. Dos doctoras de Médicos del Mundo que forman parte de una caravana de acompañamiento trataron de salvarle. Llegaron cuando era un cadáver sobre el piso. No saben qué ocurrió. El ya estaba así cuando se bajaron del carro.
Hay un muerto en la carretera.
Nadie se quedó para identificarlo.
El vehículo en el que venía desplazándose siguió adelante.
El vehículo que lo remató siguió adelante.
La nueva Bestia no es un tren, sino que va sobre ruedas, pero también mata.
Hay un cuerpo sobre el asfalto y nadie ha venido a reclamarlo. Quizás llegó solo. Quizás sus familiares estén más adelante. Puede, incluso, que viesen el cadáver cubierto por una sábana y siguiesen adelante. Nunca pensamos que la tragedia va a golpearnos a nosotros.
Mientras los policías acordonan la zona, decenas de migrantes caminan por el arcén derecho. Algunos se quedan unos segundos, observando. Otros prosiguen, mirada baja, paso apretado. La policía monta un pequeño retén y baja de los tráileres y camiones a las decenas de personas que se aferran a cualquier saliente para seguir adelante. Dos o tres kilómetros después, cuando los agentes ya no estén, los vehículos volverán a cargarse. Es eso o seguir caminando bajo el sol.
“Este es el sufrimiento que tenemos. Ese hombre se ha dejado la vida. Mire a mi hijo. Lleva calentura, fiebre. Está enfermo. Les pedimos que nos ayuden con transporte”. Javier Alejandro Higuera, de 30 años, extremadamente delgado, lleva un niño en brazos. Avanza hacia la gasolinera ubicada justo unos metros después del lugar donde el migrante desconocido fue atropellado. Dice que no tiene dinero, pero que al menos estará unos minutos en su interior para que el patojo aproveche el aire acondicionado.
Media hora después del siniestro, el cadáver ya ha sido levantado. Los migrantes avanzan, pasan junto al lugar, sin saber qué ocurrió. Si uno se fija, observa una mancha de sangre en la carretera.
Salir de la clandestinidad, eso era lo que había que hacer.
Según los datos del refugio para migrantes de Suchiate, citados por la agencia Efe, 7,125 personas han cruzado la frontera. De San Pedro Sula salieron 160 personas. La necesidad existía. Solo era necesaria una chispa.
Lunes. 10 de la mañana. Primera conferencia de prensa.
Habla uno de los voluntarios. Hombretón de bigote. Se quiebra. Pero le da tiempo a relatar la historia del parque Hidalgo, la obligación de “violentar nuestros cuerpos por un techo o un plato de comida”, los abusos sexuales que se producen en Tapachula a mujeres migrantes obligadas a prostituirse, y denunciar la responsabilidad de “criminales, policía municipal y autoridades migratorias”. No llegará a terminar su discurso. Se retira entre sollozos. Hay mucho sufrimiento en esta caravana.
Habla Elena Lourdes Urbina. Su hijo, Víctor Wilfredo Rodríguez Urbina, y su nieto, José Rodríguez Hernández, se encuentran separados en una estación migratoria. Dice que les engañaron, que les prometieron una visa y han terminado encerrados. Es lo que dicta la ley migratoria. Quienes están en la plaza y avanzan por la carretera están rompiéndola.
Habla Denis Omar Contreras, de 32 años. Chaleco verde, rostro visible de este éxodo. Participó en iniciativas similares hace unos meses. Otros integrantes del grupo, en voz baja, le señalarán como coyote. Vive en Tijuana y dice haber sido deportado siete veces. Estaba en la frontera con Guatemala, megáfono en mano, arengando a la masa exhausta frente a la frontera. También en Ciudad Hidalgo. Y en Tapachula. Una localidad que conoce bien. Aquí está la Estación Migratoria Siglo XXI, la más grande de América Latina. O, hablando con propiedad, aquí está la cárcel para migrantes más grande de América Latina.
Habla Irineo Mujica, director de Pueblos Sin Fronteras, arrestado en Ciudad Hidalgo el viernes y con prohibición expresa de abandonar el Estado de Chiapas. “¿Quieren saber quién está detrás de la caravana? ¡El hambre y la muerte!”, proclama.
“¡Alerta, alerta, alerta que camina, la lucha del migrante por América Latina!”, claman. Se sienten expulsados de sus países. Hambre y violencia, hambre y violencia. Seguimos escuchando historias terribles. “En nuestros países si nos rebelamos, nos matan”, dice Contreras. Para él, esto también es un levantamiento. Están desafiando las leyes migratorias de México. Esa es la diferencia, la visibilidad. Al margen de la caravana, cada día entran en México cientos de migrantes centroamericanos. Migrantes, refugiados, víctimas de la violencia, pobreza o ambas. Antes se ocultaban. Ahora duermen en la plaza, dan ruedas de prensa, hablan con la avalancha de medios internacionales. Son, existen, los vemos. Ahí radica su fuerza.
De lanzarse al “sueño americano” sabe Nerly César Padilla, de 20 años, de Trujillo, departamento de Colón, considerada la ciudad más antigua de Honduras. Camina en chancletas (“los zapatos pesan mucho, esto es más desahogado”). Son las 12 del mediodía. Hace un calor abrasador, apenas se ven nubes, por la carretera ni una sombra. Él ya intentó cruzar al norte hace cinco años, cuando tenía 15. “No llegué a Estados Unidos. Me agarró la migra en Sinaloa”, dice. Los niños de la crisis de 2014 son ahora jóvenes en edad de trabajar. Y en Honduras no tienen trabajo. Así que vuelven a realizar el mismo camino, esta vez, en caravana.
¿Cómo se siente formar parte de un movimiento que hace historia? “Por una parte, decepción, porque tener que salir de su país no es muy bueno, pero ni modo, tenemos que hacerlo porque allá no podemos vivir. Echarle ganas, unirnos entre todos, darnos fuerzas, ayudarnos”. Sí, la larga marcha puede ser todo lo épica que uno quiera, pero, al final, dejar atrás tu casa no es algo que le agrade a nadie.
Regresamos a su estancia en México. Recuerda que tuvo miedo. Que la zona “estaba caliente” en ese momento. Por aquel entonces, Joaquín “Chapo” Guzmán todavía estaba en libertad, dirigiendo el mayor cartel del territorio mexicano. México es una sangría desde que, en 2006, el presidente Felipe Calderón declarase su tristemente célebre “guerra contra el narcotráfico”. Desde entonces, hay al menos 200,000 muertos y más de 35,000 desaparecidos.
“Vine puro tren. Me golpearon, ¿Sabe? Y me agarraron. Aún pude trabajar un mes”, dice. Trabajo infantil de un niño centroamericano de 15 años a cientos de kilómetros de su casa.
La conversación se interrumpe.
“¡Se desmayó alguien, se desmayó alguien!”
Una mujer se encuentra desvanecida en una orilla de la carretera. La cargan entre varios. “¡Denle aire, denle aire!” El primer desmayo del lunes había tenido lugar un minuto después de que la caravana saliese del parque de Tapachula. Caminar 33 kilómetros en las horas en las que más pega el sol quizás no era tan buena idea.
Caminar con tu hijo de 3 años en un carruaje
Marvin Hernández, de 39 años, también sabe lo que es emigrar. Él sí tuvo éxito, relata, allá por 2005. Llegó hasta San Antonio, en Texas. Dos meses aguantó. Fue detenido y pasó 31 días en un centro de detención. De ahí, deportado. Ahora camina por el arcén empujando el carrito en el que se sienta su hijo Ezequiel, que pronto cumplirá tres años. Con una toalla ha improvisado un toldo para evitar que el pequeño se queme. Se le escucha llorar. Hace muchísimo calor y el pequeño se resiente. Normalmente, los padres que empujan carruajes con sus niños se encuentran en los parques, y no a más de 30 grados, avanzando por la carretera, con la certeza de que la próxima parada implica dormir en el suelo.
Hernández, de la colonia Amarateca, de Tegucigalpa, tiene otros tres hijos: María Elena, de 19; Christian, de 16 y Kevin, de 9.
Se queja de que la primera, que estaba en segundo curso universitario, ha tenido que dejarlo porque no alcanzaba. “La economía y la delincuencia es lo que nos hace emigrar. No se puede vivir en Honduras por el motivo de que uno no puede tener nada. Maras y pandillas lo destruyen todo. El Gobierno no hace nada”. En su caso, afirma que las pandillas le dan miedo porque “no se puede opinar ni ordenar a sus hijos”. En plena edad adolescente, son carne de cañón para el reclutamiento del Barrio 18 o la Mara Salvatrucha (MS-13).
“Pedimos un camino solo para recorrer. No somos criminales, seguro que cuelan dos que tres, pero somos personas que queremos tener derecho de sobrevivir”, dice. Cree que, si no consigue una oportunidad, “esto que estamos haciendo, exponer a nuestros hijos, no tendría sentido”.
El hombre, con perlas de sudor bajo la nariz, dice que existe una gran diferencia entre cómo se ha migrado hasta ahora y la caravana, que lo ha cambiado todo. “Aquí me siento seguro. Con coyote nos exponemos. La cantidad de dinero que ellos piden no está a nuestro alcance”, afirma. A su paso, un colectivo mexicano ha instalado una especie de mercadillo de ropa para que los migrantes agarren lo que necesitan.
Al mismo tiempo que Hernández empuja el carruale del pequeño Ezequiel, el presidente estadounidense, Donald Trump, habla de criminales y gente llegada de Medio Oriente. Habla de “terroristas”, la palabra mágica. Y uno, caminando junto a un padre abrasado que carga con su hijo y que se ha dejado a otros tres en Tegucigalpa, piensa que salir de la clandestinidad es lo mejor que les podía haber pasado. No, no hay ningún solo árabe en esta caravana. Ellos ya tienen su propio éxodo desde 2011, cuando comenzó la guerra en Siria. No necesitan llegar hasta aquí. Y también caminaron, por cientos de miles, a través de Europa, en verano de 2015. ¿Recuerdan al pequeño Aylan, el niño de dos años ahogado en el mediterráneo? No, no hay árabes en esta caravana, pero aquí también se huye. No de las bombas, sino de la extorsión (“impuesto de guerra”, en Honduras), el sicariato y el hambre, que también es violencia.
Hernández, con su gorra y su paso tranquilo y una forma de expresarse tremendamente clara, hace una reflexión universal.
“La idea de todo migrante es llegar. Sea como sea. Nos detienen y volvemos. Nos detienen y volvemos”.
En esta ocasión lo hacen a la vista de todos.
Actualización: Las autoridades mexicanas identificaron a la persona fallecida, se trata de Melvin José López Escobar, de 22 años y originario de San Pedro Sula.
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América Central. Salir de la clandestinidad y morir en la carretera - Instituto Humanitas Unisinos - IHU