16 Fevereiro 2018
¿Hubo conflicto armado en Colombia?
El reportaje es publicado por Diario El Espectador, 07-02-2018.
Los que pensamos que sí hubo conflicto armado en Colombia, aunque no estemos de acuerdo con la lucha armada, pensamos también que los guerrilleros fueron fundamentalmente rebeldes que buscaron por las armas la toma del poder y estamos convencidos de que había que terminar esa guerra inútil y salvaje mediante una negociación política, para después, en democracia incluyente, empezar la construcción de la paz.
Los que piensan que nunca hubo conflicto armado y que lo que se dio fue el ataque narcoterrorista de grupos de bandidos a una democracia legítima, están convencidos de que la negociación con ellos nunca debió hacerse y que ello ha significado negociar las instituciones con los terroristas, cuando a estos había que someterlos a la justicia penal y llevarlos a la cárcel después de vencerlos por las armas. Acepto que quienes niegan el conflicto armado interno lo hacen desde el dolor sufrido y desde la propuesta de una solución que consideran la mejor para el país.
Argumentan que aquí no ha habido guerra civil en la que se confrontaran los ciudadanos divididos. Tienen razón. Guerra civil no hubo, pero quienes igualmente hemos vivido el dolor y los sufrimientos por todos los rincones del país, hemos sido testigos de una de las luchas de insurgencia armada de mayor duración en el mundo, con capacidad enorme para afectar la seguridad nacional. Por eso el gasto militar del país, en proporción con el producto interno bruto, es uno de los más grandes del planeta, y Colombia ha sido durante una década el tercer receptor de ayuda de los EE.UU. para la guerra.
Los que piensan que no hubo conflicto armado ponen como causa de la violencia el narcotráfico que se convirtió en terrorismo para defenderse del Estado. La penetración del narcotráfico en la sociedad y en las instituciones es innegable; lo es también que el dinero de la coca fue la gran fuente de financiación de la guerrilla y de los paramilitares; pero de eso no puede pasarse a definir a la guerrilla como grupo de bandidos terroristas para consolidar un cartel internacional y poner al Estado al servicio de su negocio.
La causa o la variable que permite entender la violencia y la destrucción de la vida, tal como nos ha ocurrido, es, en mi sentir, más profunda. Tiene que ver con la ruptura espiritual, no religiosa, sino humana, la cual nos llevó a desbaratarnos con sevicia en La Violencia, y luego en 52 años de conflicto armado, sin que la sociedad y las instituciones tuvieran fuerza y claridad moral para detener el drama.
Este vacío se puso en evidencia en el ataque contra la vida: llegamos a tener 31.000 asesinatos por año, en la rápida y general penetración del narcotráfico, la corrupción, la inequidad, la impunidad y la exclusión.
Le he dado mil vueltas a la justicia para la paz. Lo he hecho observando lo que ocurrió con las autodefensas que, en la época en que llevaban a cabo sus mayores operaciones criminales, llegaron a ser auténticos batallones paramilitares que actuaban en alianza con miembros del Ejército colombiano. Un período que terminó hace ocho o diez años.
Tengo muchas preguntas sobre las negociaciones con las Auc y sus diversos frentes, negociaciones que eufemísticamente llamaron diálogo para el sometimiento a la justicia. Las seguí cuidadosamente en cuanto pude porque, aunque fue una operación hermética, viví en los territorios que ellos controlaban. Me cuestioné mucho sobre la idea de Estado de derecho que podría tener el gobierno cuando ofreció el diálogo a criminales que no eran insurgentes y que no podían legitimar masacres argumentando el derecho de rebelión; y más cuando se les permitió la iniciativa política de los Municipios Amigos de la Paz, coordinada desde Santa Fe de Ralito, que reunió en Montería un centenar de alcaldes subordinados al paramilitarismo.
Las Auc eran bandas armadas del narcotráfico, con excepciones de unos pocos comandantes paramilitares que realmente tuvieron como propósito la lucha contra la guerrilla. El objetivo grande fue el negocio del narcotráfico, cooptaron a muchos políticos y administraciones locales, y cuando atacaron a la guerrilla en la disputa por los territorios de la coca y en el propósito de ganar aceptación para proteger el negocio, se encontraron con la ayuda de empresarios que, desesperados por las acciones de las Farc y el Eln, contribuyeron a sostenerlas como autodefensas. A pesar de mis cuestionamientos, apoyé el proceso de diálogo con los paramilitares porque se trataba de la causa grande de la paz. Y estoy convencido de que la desmovilización de los batallones de las Auc que yo conocí fue un logro muy importante para la tranquilidad del país.
La gran mayoría de los paramilitares no pasaron por la justicia. Quedaron libres, con una remuneración dada por el gobierno durante año y medio. Muchos volvieron a las mismas andanzas con las nuevas bacrim y son parte del problema de la inseguridad nacional. Los jefes que pasaron por tribunales pagaron pocos años de cárcel, después de entregar la parte de los bienes que no pudieron proteger con testaferros. Esa fue la sanción por centenares de asesinatos, en prisiones con facilidades y posibilidades especiales de las que también fui testigo.
Y es aquí donde adquiere sentido la JEP, de la que depende la legitimidad del acuerdo entre el Gobierno y las Farc. La JEP, basándose en la confesión de la verdad, castiga con limitación de la libertad a los rebeldes criminales que han dejado las armas y los obliga durante el tiempo necesario para la sanación, a discreción de los magistrados, a acciones de reparación eficaz establecidas en sentencia. Así se propone evitar la impunidad, satisfacer los derechos de las víctimas y contribuir a la reparación y reconciliación de las comunidades y garantizar la no repetición. Nada de este accionar restaurativo activo se consigue con el proceso de simple rebaja de años de cárcel sufridos pasivamente para tener luego libertad para siempre, aplicado a los paramilitares que no eran rebeldes.
Los tribunales de la JEP fueron elegidos por un sistema de escogencia que evitó toda injerencia política o de las partes en conflicto.
Una elección criticada por la oposición política que, como es de esperarse, ha criticado cada una de las decisiones del proceso de paz. Las sentencias se basan en la verdad de las víctimas, reconocida por los victimarios y son de tres tipos: 1) si la verdad es plena, es decir, el victimario realiza antes de que se le inicie un juicio la exposición detallada de los delitos por él ejecutados y puede establecerse objetividad, será obligado a una restricción geográfica de la libertad, más el cumplimiento de un trabajo de reparación y restauración a las víctimas, por un periodo de dos a cinco años; 2) quienes reconozcan su responsabilidad plena de forma tardía y se les abra juicio, pagarán pena en prisión por un periodo de cinco a ocho años; 3) quienes no acepten su responsabilidad y sean vencidos en juicio por la JEP, serán condenados a prisión hasta por veinte años. Y si los llamados a la JEP reinciden después de la fecha en que se firmó el acuerdo final, pasan a ser juzgados por la justicia penal ordinaria. Por lo tanto, no hay amnistía para los delitos de lesa humanidad, como genocidio y graves crímenes de guerra, tortura, ejecuciones extrajudiciales, desaparición forzada, secuestro, violación sexual y reclutamiento de niños.
Esta justicia transicional es un nuevo paradigma para superar integralmente la impunidad que pone el énfasis en la restauración de todos los que fueron dañados por la guerra. Todos significa las víctimas individuales directas, las comunidades donde se dio el terror y los mismos victimarios. Se aplica sólo a los responsables de crímenes en el conflicto armado durante el tiempo que esté vigente, que es de quince años, prorrogables por otros cinco. Los demás procesos penales del país siguen dentro de la justicia penal ordinaria.
En la JEP lo importante no es el castigo de pérdida de la libertad en una prisión, recibido pasivamente por el reo que no restaura nada, sino la acción proactiva de los mismos actores del crimen para restaurar a las víctimas y restaurarse a sí mismos en la tarea por contribuir a cambiar al país que estaba atrapado en la guerra, y garantizar al mismo tiempo que no haya impunidad.
Lo más grave que ha pasado en los años 2016 y 2017, en torno al proceso, ha sido el asesinato de campesinos, indígenas y negros en las zonas que dejaron las Farc, muchos de ellos líderes de la paz y de los derechos humanos. El país hizo de la seguridad un aparato para proteger a las instituciones, pero no para proteger a la gente. Y la construcción de la paz es radicalmente un cambio de perspectiva que pone primero a las personas que a las instituciones, cuya finalidad es servir a los ciudadanos y cuidar de ellos.
Pero el problema estructural que ocupa el primer plano al terminar la guerra es el narcotráfico. Colombia es el mayor productor mundial de la mata de coca desde décadas atrás. Cultiva para matar la juventud propia y del mundo. Así se pagó la guerra y se sigue pagando a las bacrim y a los desertores. La única condena del papa Francisco fue para ese negocio maldito.
Los dirigentes lo saben, pero les importa poco, quizás porque consideran al campesinado cocalero como gente inferior; o porque perciben que con la cadena de negocios complementarios esa coca activa un acelerador importante de demanda agregada que compra servicios, cerveza y celulares y abre cuentas en los cajeros. Planeación Nacional cree que es un asunto marginal. El Banco de la República no lo tiene como prioridad. La politiquería se alimenta desde allí.
Lo que hace actualmente el Gobierno para empezar a cumplir el acuerdo con los campesinos es un comienzo insuficiente. Tiene sí el aporte de dejar ver con claridad el problema: se trata de la economía regional cocalera organizada de la que viven municipios enteros con sistema financiero ilegal propio, logística, transporte, insumos, mercados, importaciones. Las familias sembradoras son sólo una parte.
Lo que propone el Estado es, por lo demás, contradictorio. En las mismas regiones, zanahoria para unos y garrote para otros. Sustituir 50.000 hectáreas de las familias que aceptan voluntariamente entrar en el programa, y erradicar 50.000 en las fincas que se supone que no aceptan entrar. Los hogares de cultivadores están atrapados entre el Gobierno que les arranca la sobrevivencia y se queda cortísimo en la alternativa del dinero prometido, y los grupos criminales que les exigen continuar con la coca. Mueren líderes de lado y lado, porque se resisten a la erradicación o porque se unen a la sustitución.
De los $36’000.000 que en los dos años del plan de sustitución deben entregarse a cada familia, sólo se contaba con el 12 % en octubre de 2017.
Desarrollar integralmente las regiones cocaleras habría podido ser el único punto de las negociaciones de La Habana, aparte de la seguridad y desarme de los combatientes y la justicia con reparación, porque la transformación de estos territorios de la coca arrastra toda la reforma rural integral y cambia la economía colombiana, y mientras haya coca no habrá PDET que valgan ni paz en las regiones.
El problema requiere un Plan Marshall inmediato y un esfuerzo fiscal como el que hizo Japón para reparar rápidamente el desastre del tsunami; necesita un reordenamiento del presupuesto nacional; requiere ya el apoyo de los empresarios que publicaron un documento esperanzador sobre la paz; necesita a las universidades para poner en esos municipios la investigación y la extensión de servicios, y a las Fuerzas Armadas para que entren a hacer carreteras terciarias.
Exige que los ministerios se focalicen en estas regiones de manera integral. Que ojalá se dedicara a ello el 70% de lo que se va derrochar en las campañas de 2018.
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Colombia: Presidente de la Comisión de la Verdad pide Plan Marshall contra el narcotráfico - Instituto Humanitas Unisinos - IHU