03 Abril 2019
El analista Marc Saint-Upéry analiza la situación política de Venezuela. No duda en calificar al gobierno de Nicolás Maduro como un régimen dictatorial, a la vez que se refiere al «empate catastrófico» e interroga críticamente la posibilidad de una intervención armada en el país.
Marc Saint-Upéry es periodista y escritor de origen francés; vive desde hace varios años en la ciudad de Quito. Es autor del libro El sueño de Bolívar. Los desafíos de las izquierdas sudamericanas (Paidos, 2008), que analiza los primeros años del «giro a la izquierda» latinoamericano.
El entrevista es de Guido Revete, publicada por Revista Florencia y republicada por Nueva Sociedad.
Usted fue uno de los primeros intelectuales en denunciar, de manera crítica, lo ocurrido durante el golpe de Estado en Venezuela en el año 2002 ¿El «empate catastrófico» venezolano de la actualidad se puede comparar con lo sucedido en aquellos años?
No estoy seguro de que haya sido «uno de los primeros», pero imagino que se refieren a un texto publicado en el 2002 en el desaparecido sitio La Insignia. Sintomáticamente, fue el primer texto que publiqué sobre Venezuela en mi vida, y cuando hace poco un sociólogo trotskista francés me reprochó la radicalidad supuestamente unilateral de mi postura antichavista y me acusó de nunca haber denunciado el golpe de Carmona, pude demostrarle la falsedad de su afirmación. Sin embargo, al mismo tiempo que rechazaba en modo muy contundente esta movida antidemocrática, avanzaba varias críticas a la gestión de Chávez. Señalaba que «la revolución bolivariana» era «más vigorosa en las palabras que en los hechos», que había «descuidado casi totalmente la necesidad de democratizar, descentralizar y transparentar las políticas públicas y de fomentar la iniciativa independiente y la participación activa de los varios sectores sociales» y que sus políticas padecían de una «mezcla confusa de pragmatismo moderado, promesas de asistencialismo generalizado y retórica incendiaria sin sustento real», acompañada por «rasgos crecientes de oportunismo y corrupción» y «un cierto caos administrativo debido a una mezcla de inexperiencia y burocratismo». Destacaba también que Hugo Chávez había apostado «exclusivamente al verticalismo plebiscitario y a una burda y agresiva contrapropaganda de Estado, que lo volvieron insoportable incluso a una parte de sus mismos aliados progresistas». Me parece que era bastante acertado por un texto escrito hace 17 años. Como sabemos, todas las tendencias negativas que describía entonces se agudizaron hasta volverse catastróficas, con un régimen que propone como única solución una escalada autoritaria y, desde el 2016, claramente dictatorial. Eso es una de las razones por la que no se puede comparar ambas situaciones.
Por un lado, pese a las derivas caudillistas ya explícitas del régimen bolivariano, las tentaciones dictatoriales estaban entonces del lado de la oposición (aunque estaban lejos de lograr un consenso dentro de ella), pero no existía un aparato militar y policial unánimemente dispuesto a sustentarlas. Por otro lado, la sociedad estaba más o menos dividida a mitad –aunque el chavismo logró consolidar su ventaja electoral alrededor de 60% a 40% en los años siguientes–. Hoy en día, el apoyo a Maduro es claramente muy minoritario, en parte conseguido por la pura coerción (funcionarios) o por el chantaje «biopolítico» (acceso a alimentos y recursos, carné de la patria, etc.). Se sustenta en un aparato militar y policial implicado en ingentes redes de negocios lícitos e ilícitos en contubernio con el poder, así como en unos dispositivos de represión muy desarrollados tanto desde lo judicial como desde la logística del terror armado. Y por supuesto, la sociedad venezolana y sus infraestructuras materiales e institucionales están ahora en ruinas, con todas las consecuencias que conocemos, incluso la sangría migratoria.
¿Cómo se debería abordar desde las fuerzas progresistas, no solo intelectual sino políticamente, la abierta intervención estadounidense sin caer en el «falso dilema» del apoyo irrestricto al gobierno de Nicolás Maduro?
Si bien el protagonismo de personajes siniestros de los peores momentos de los gobiernos de Ronald Reagan o de George Bush, o de abanderados de la fracción más reaccionaria del lobby cubano-estadounidense como el senador Marco Rubio, puede suscitar espanto, hay que analizar todo esto con cabeza fría. Por un lado, resurge la fracción «neoconservadora» intervencionista de los años 2000 encabezada por John Bolton, que no tiene mucho interés en Venezuela ya que su sueño húmedo es más bien bombardear Teherán, pero no puede resistir a un efecto de oportunidad tan fantástico como el que le ofrece el desastre venezolano (y nicaragüense) en el marco de un reflujo continental de los gobiernos del llamado ciclo «progresistas».
Se observa una alianza de esta fracción «neocon» con halcones más especializados en política hemisférica, como Elliot Abrams o el mismo Rubio. Por otro lado, hay un contexto de extraordinario vacío de poder en la Casa Blanca, como nunca se ha conocido desde que EE.UU. es una potencia mundial. De hecho, Trump no tiene mucho que ver en este asunto, aunque probablemente se dejó convencer momentáneamente por Rubio de que el electorado cubano de Florida era clave en su posible reelección, y por Bolton que no se podía descuidar el susodicho efecto de oportunidad, que permite a Washington reafirmar al menos parte de su hegemonía hemisférica. Aunque en realidad, no hay ninguna posiblidad de revertir tendencias «pesadas», como la influencia económica y comercial de China.
La pantomima grosera de la agenda de Bolton expuesta «por error» a las cámaras con la nota de «cinco mil tropas en Colombia» demuestra bien el carácter de bluff de todo esto. Lo que sucedió como tragedia en la fase 2001-2003 de toma del poder de Cheney-Rumsfeld y su gente (ver la notable película Vice, de Adam McKay?, sobre la trayectoria de Dick Cheney) y de preparación de la guerra en Afganistán e Irak, se repite en parte hoy como farsa. Ahora, los «neocons» no solo carecen del consenso «patriótico» del Congreso o de la opinión publica (más bien la hostilidad hacia una agenda belicista es muy fuerte), sino que ni siquiera tienen el apoyo del Pentágono o del aparato de seguridad.
En este momento mismo, Washington está negociando una paz vergonzante con los talibanes que equivale a una caída de Saigón en cámara lenta: 17 años de guerra, la más larga de la historia de EE.UU., por nada. Y pese al freno que le puso Bolton, Trump no ha renunciado a sacar las tropas estadounidenses de Siria en modo acelerado, y en su reciente discurso del estado de la Unión, denunció otra vez las «foolish wars» (guerras absurdas) de Washington.
En cuanto al establishment militar estadounidense, si bien está de acuerdo en que el régimen de Maduro es un desastre y un peligro –no militar, sino en términos de narcotráfico y de «seguridad humana» de sus aliados regionales, debido a la explosión migratoria– y en que hay que ejercer toda la presión político-económica posible para hacerlo caer, no tiene ningún entusiasmo en una intervención armada. Y seguramente no quiere pelear bajo Trump como «comandante en jefe». No solo porque Venezuela no es Granada ni Panamá, sino porque el estado-mayor estadounidense mide perfectamente los riesgos enormes de empatanamiento letal en un conflicto cívico-militar que no verá enfrentarse dos campos bien delimitados –supuestos chavistas contra supuestos antichavistas–. Más bien se parecerá a una guerra de milicias de tipo libanesa o yugoslava, con al menos media docena de facciones y de frentes e interacciones muy complejas y perversas entre actores político-militares autónomos, grupos delincuenciales y lógicas balcanizadas de depredación del territorio y de sus recursos (fenómenos cuyos signos precursores ya se observan desde hace uno años).
Eso explica que pese a su tradicional «unilateralismo», Bolton y sus colaboradores hayan adoptado una táctica «multilateral» que no solo implica el Grupo de Lima –países conservadores pero que tampoco quieren un conflicto bélico regional muy peligroso–, la Unión Europea, y ahora hasta Uruguay, bajo un entendimiento de hecho entre Mauricio Macri y Tabaré Vázquez. Y toda la operación con Juan Guaidó se preparó con activa intermediación política de Ottawa y Bogotá, que tienen sus propias razones, muy diferentes –de principio para los canadienses, de realismo y experiencia para los colombianos– de no querer una guerra.
Ahora cuando hablo de «farsa», eso no excluye que las cosas se salgan de control y tengan un nuevo giro trágico. Pero quienes se oponen a cualquier injerencia exterior por principio y nos advierten que la interacción compleja entre todos estos actores y sus agendas es peligrosa, que eso equivale a «jugar con fuego», olvidan dos cosas: injerencias ya las hay de todos lados, no solo por supuesto de cubanos (factor fundamental en el control coercitivo totalitario de la lealtad de las fuerzas armadas), rusos y chinos, sino incluso injerencias groseras y manipuladoras de los servicios venezolanos en la dinámica de la diáspora en los países vecinos o en el conflicto colombiano, a través del Ejército de Liberación Nacional (ELN), entre otros actores. No solo hay mucha gente que «juega con fuego» en Venezuela sino que el mismo régimen madurista prendió el incendio ya desde hace tiempo.
En el caso de la oposición venezolana, ¿qué se puede inferir de una elite impotente por sí misma de cualquier acción política, que se ha tenido que refugiar directamente en el tutelaje de Washington?
Primero habría que entender bien de qué se habla cuando se habla de «elite» o de «derecha» en Venezuela. Me molesta un poco ver que hasta algunos exponentes de la izquierda no chavista retoman acríticamente la matriz de opinión del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) o del aparato de propaganda oficialista cuando se trata de definir quién, en la oposición, es «radical» o «moderado», quién es supuestamente de «extrema derecha», etc. Estas etiquetas nunca me han parecido muy esclarecedoras, y además no creo que haya mucha «extrema derecha» en Venezuela hoy, al menos no en el sentido de un Jair Bolsonaro, por ejemplo. Lo que veo es que hay sectores antichavistas históricos que vienen de la IV República, y también sectores conservadores y/o liberales emergentes que conocieron solo el chavismo, algunos incluso con cierto arraigo juvenil y plebeyo, como el mismo Guaidó y otros dirigentes de Voluntad Popular (VP). Y en lo de ser «radical» o «moderado», nunca se define si uno habla de táctica o de ideología. Todo esto, además, en el contexto de una sociedad donde las nociones de derecha e izquierda se tienen que matizar por el análisis de los comportamientos concretos en el contexto de la gestión de la renta, que pueden ser muy parecidos entre supuestos chavistas y supuestos antichavistas. No conozco muy bien la oposición venezolana, que siempre me ha parecido de lejos más bien compuesta por un personal político muy mediocre, pero tampoco he visto circular análisis finos y convincentes sobre el tema por parte de las izquierdas.
Si me fío de lo que me dicen ciertas fuentes, parecería más bien que la movida de Guaidó y VP es un Plan B preparado de antemano en previsión del fracaso de nuevas rondas de negociaciones secretas –a finales del 2018 y/o primeras semanas del 2019– saboteadas otra vez por el gobierno, que solo busca ganar tiempo. Por eso Diosdado Cabello insiste tanto que habría visto a Guaidó justo antes del 23 de enero. Puede ser cierto, pero es también bastante irónico: el régimen es tan consciente de su propia abyección moral a los ojos de la población que piensa que basta decir de un político de oposición que se ha reunido con representantes oficiales para desprestigiarlo.
Más que «refugiarse en el tutelaje de Washington», me parece que hubo una especie de bluff cruzado, de apuesta un poco teatral y arriesgada, entre VP y los «neocons» estadounidenses, cada uno tratando de instrumentalizar al otro al servicio de sus propios objetivos inmediatos, con la intermediación compleja de varios actores que hacen de «policías malos» (Almagro, el Grupo de Lima) o «policías buenos» (Uruguay, la Unión Europea). Tanto la supuesta «amenaza de intervención militar» estadounidense como la «presidencia» de Guaidó son ficciones productivas que desbloquearon una situación totalmente bloqueada por el poder, pero pueden entrar en un espiral destructiva en función de la extrema volatilidad del escenario. Así que, en todo rigor, la pregunta no debería ser si hay un Plan B, pero si hay un Plan C.
Sin embargo, estoy totalmente de acuerdo con los análisis que sugieren que la racionalidad «malandra» de la dirigencia chavista no es la de una dirigencia política o militar convencional, ni siquiera de una dictadura a lo Pinochet. Hablando de «negociación» y «salida pacífica», uno «queda bien para la foto», como señala Jeudiel Martínez, pero para que haya tal negociación, tiene que haber algún tipo de ruptura primero. La otra cosa es que tiene siempre más acogida incluso en los sectores populares un sentimiento alimentado por el hartazgo y la desesperación: «no nos importa la acusación de ‘injerencia’, que vengan los gringos y que se lleven esta sarta de delincuentes». Esa es la realidad terrible a la que nos llevó el engendro monstruoso del bolivarianismo y la complicidad con éste de la mayoría de las izquierdas continentales y mundiales.
¿La administración errática de Trump está preparada para manejar las consecuencias geopolíticas de una posible intervención militar en Venezuela?
Claramente no. Y que lo diga yo no importa mucho, lo que importa es que es también la opinión mayoritaria del Pentágono y del aparato de inteligencia estadounidense, ya lo mencioné. Pero ahí hay una paradoja: en caso de destitución de Trump, con su sucesor Mike Pence tendríamos un alineamiento mucho más orgánico entre la presidencia y los halcones neoconservadores, en base a una sinergia de fundamentalismo ideológico y hubris geopolítica. O sea que curiosamente, la izquierda debería no desear el impeachment de Trump. Pero aun un gobierno Pence tendría que enfrentar una fortísima oposición del Congreso y de la opinión pública, y mucha reticencia en contra de una agenda intervencionista del propio aparato de seguridad. Sin embargo, se trataría de una configuración mucho más peligrosa para la paz en la región y en el mundo en general.
Ahora, en una hipotética transición efectiva del poder, ¿qué podríamos esperar de un gobierno dirigido por estas facciones?
Bueno, pero ¿de qué facciones se habla? Por un lado se menciona un gobierno de reconciliación nacional que debería tener una amplia base de apoyo, incluyendo sectores chavistas en ruptura con Maduro. Por otro lado, si VP gana su apuesta, se podría entender que esté tentada de imponer su hegemonía dentro de la oposición, sobre todo frente a los que se mostraron reticentes ante la estrategia de forcejeo «constitucional» de la presidencia de la Asamblea Nacional.
En cuanto al contenido programático, hay que entender que estamos en una configuración equivalente a una reconstrucción posguerra. Hasta un economista marxista-leninista como Manuel Sutherland considera que es necesario una apertura económica, o sea una liberalización, para reconstituir un mínimo de tejido productivo viable y un umbral de productividad aceptable. Así que no sirve ningún griterío simplón contra la «privatización» ya que la privatización mafiosa y neopatrimonial del aparato productivo (y su destrucción sucesiva) y de los recursos del subsuelo ya tuvo lugar, en el modo más salvaje posible, bajo el gigantesco desfalco chavista-madurista. Al mismo tiempo, hasta la derecha más recalcitrante sabe que será imposible imponer unilateralmente a una población tan radicalmente empobrecida aumentos de tarifas de los servicios públicos y de las necesidades básicas. La gente simplemente no tiene para esto. Y como dice el ya citado Jeudiel Martínez, hablar de privatizar la salud sería una locura en un país para el que se solicita ayuda humanitaria. Habrá probablemente muchos conflictos alrededor del presupuesto, de los salarios y de los servicios. Lo que queda de núcleos sindicales sanos –aunque me imagino que están muy golpeados por estos 20 años, y especialmente por la última década– tendrá un papel importante que jugar en esta transición para formular y negociar soluciones viables y equitativas.
En el caso que esta transición no ocurra, ¿qué tendríamos que esperar del gobierno de Nicolás Maduro? ¿Por cuánto tiempo se puede prolongar este conflicto?
No tengo bola de cristal, pero estoy de acuerdo con Alberto Barrera Tyszka que el gobierno tiene un talento especial para «convertir la crisis en una rutina» y eso es muy preocupante: ¿hasta que umbral de destrucción del país y de las condiciones de vida mínimas de población puede resistir un sistema tan perverso y cínico? Además, el carácter de poliarquía con características mafiosas del régimen vuelve bastante ilegibles e impredecibles las movidas internas; parecería que no hay una verdadera unidad de comando sino más bien poder de obstrucción mutua de ciertos grupos y clanes.
A estas alturas es innegable que el gobierno de Nicolás Maduro ha perdido el apoyo de su base popular, la cual se encuentra evidentemente descontenta ante la desaparición de sus condiciones materiales de existencia, pero este descontento no significa un apoyo efectivo al proyecto político opositor ¿Qué ocurre con las grandes mayorías depauperadas en este escenario?
Por el momento, el único «proyecto político opositor» es la salida de Maduro y elecciones limpias, y con esto las grandes mayorías pueden estar de acuerdo. Probablemente quedan sectores populares que, más que apoyar a Maduro, tienen miedo a las consecuencias reales o imaginarias de un «regreso de la derecha», pero creo efectivamente que ahora son minoritarios. Existe más bien el problema de lo que se define en epistemología social como el common knowledge: puede ser que, individualmente –o dentro de los límites de su círculo familiar– la mayoría de las personas en los sectores populares sean hostiles al régimen madurista e incluso desilusionados del chavismo en general, pero nadie puede tener la certidumbre de que esta opinión prevalezca en su comunidad de referencia. Con su mezcla de propaganda, chantaje biopolítico y terror puro, el gobierno sabe muy bien cómo instrumentalizar el efecto desmovilizador del hecho de no saber si la opinión de uno es la opinión de todos. Por otro lado, entre las exigencias agotadoras de la lucha diaria por la supervivencia material, la ausencia de actores locales lo suficiente duchos en las tecnologías de movilización tradicionales de la izquierda y de los movimientos sociales –sea porque fueron cooptados o neutralizados–, y la incertidumbre sobre el grado de violencia que es capaz de desatar el régimen, no hay mucho margen de maniobra para los sectores populares. Notemos que probablemente solo la presión internacional impide que haya más muertos, así que el posicionamiento abstracto de ser «anti-injerencia» por principio resulta ser un poco hipócrita.
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Venezuela. Espejismos de la crisis - Instituto Humanitas Unisinos - IHU