07 Fevereiro 2018
"En cualquier caso, pese a que la proliferación de escándalos de corrupción ha contribuido a reforzar una visión negativa de la política latinoamericana, el hecho de que estos casos salgan a la luz también es un indicador de que las estructuras institucionales parecen estar funcionando".
La análisis es de Mélany Barragán, publicada por Estudios de Política Exterior, 05-02-2018.
La corrupción va a jugar un papel destacado en las campañas electorales para los comicios que se celebrarán en Brasil, Colombia, Costa Rica y México en 2018. Después de un período convulso en el que diferentes mandatarios latinoamericanos se han visto envueltos de manera directa o indirecta en casos de corrupción, la adopción de medidas contra la malversación de fondos, el cohecho o el tráfico de influencias ocupa un papel central en las campañas electorales de la región. Asimismo, los diferentes casos de corrupción que han salpicado a las élites de diferentes países han puesto en riesgo la supervivencia de sus gobiernos y han generado numerosas protestas que han reconfigurado el escenario político regional. Solo con el caso de la constructora Odebrecht y su red de sorbornos, la mayor trama reciente de corrupción en América Latina, diez gobiernos de la región se han visto afectados con resultados distintos.
En la mayor parte de las ocasiones, las tramas de Odebrecht han afectado directamente a los jefes del ejecutivo. Uno de los casos más mediáticos ha sido el de Brasil, donde se han visto implicados tanto el actual presidente Michel Temer como sus antecesores en el cargo, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff. Al expresidente se le acusa de haber recibido coimas y de lavado de dinero de la constructora en el caso Petrobras. A Rousseff, por su parte, se le señala como conocedora de pagos irregulares a su campaña.
Pero no han sido los únicos mandatarios afectados por el escándalo. En Perú, el expresidente Ollanta Humala y su esposa, Nadine Heredia, se encuentran en prisión preventiva por delitos de lavado de activos. También en Perú, las autoridades han pedido una orden de extradición para Alejandro Toledo por haber recibido sobornos de la constructora. En Colombia, la Fiscalía General investiga si Juan Manuel Santos financió su campaña de manera irregular con fondos de Odebrecht y en Ecuador el exvicepresidente Jorge Glas ha sido condenado a seis años de prisión. Asimismo, el escándalo también ha salpicado, entre otros, al panameño Ricardo Martinelli y al salvadoreño Mauricio Funes.
Pero la alargada sombra de la corrupción traspasa los límites del caso Odebrecht. Entre otros casos, en El Salvador los expresidentes Francisco Flores y Antonio Elías Saca fueron acusados enriquecimiento ilícito. En Guatemala, Otto Pérez Molina se enfrentó a un juicio por defraudación aduanera y lavado de dinero del que resultó culpable. En México el presidente Enrique Peña Nieto se vio salpicado por el caso Casa Blanca. Se trataba de un conflicto de intereses debido a la adquisición, por parte de la primera dama, de un inmueble a una empresa con contratos de obra pública durante su etapa como gobernador del Estado de México. Michele Bachelet, en Chile, tuvo que hacer frente a los escándalos de Caval, Penta y SQM. Por último, en Argentina, Cristina Fernández de Kirchner está siendo recientemente investigada por defraudación contra la administración pública.
Todos estos casos de corrupción, unidos a otras prácticas irregulares atribuidas a otras instituciones y actores políticos, han repercutido directamente en las opiniones y percepciones de los ciudadanos. El último informe de Transparencia Internacional, para el año 2016, recoge que el 62% de los latinoamericanos consideran que la corrupción se ha incrementado en el último año, mientras que solo el 10% percibe que ha disminuido. Según datos del Proyecto de Opinión Pública para América Latina (LAPOP) para el año 2016, en la mayoría de los países de la región más del 60% de los encuestados considera que la mayor parte o todos los políticos están involucrados en casos de corrupción (gráfico 1). Estos porcentajes se incrementan de manera sustantiva en algunos países como Colombia, Venezuela, Brasil, México o Perú, donde se supera el 70%.
Gráfico 1. Porcentaje que reporta que más de la mitad o todos los políticos están involucrados en corrupción, 2016/2017. Fuente: LAPOP, Universidad de Vanderbilt.
Esta creciente desconfianza y el descontento generalizado hacia los políticos por parte de la población se ha materializado en protestas multitudinarias. En Brasil, millones de personas salieron a las calles en más de doscientas ciudades pidiendo la salida del poder de Rousseff y reivindicando su condena a la corrupción. En Guatemala las protestas de 2015 pidieron la renuncia de Pérez Molina y su gabinete. Chile también se movilizó ante las denuncias de corrupción en su gobierno a la par que la popularidad de la entonces presidenta Bachelet caía de manera vertiginosa. Estos son solo algunos ejemplos de las manifestaciones y protestas que se han sucedido desde México a Argentina en los último años, que ponen de manifiesto el creciente rechazo de la población hacia la corrupción de parte de sus élites.
Los legisladores latinoamericanos también son conscientes de los efectos de la corrupción en el devenir político de sus países. Pese a que, tal como muestran los datos del Proyecto de Élites Parlamentarias de América Latina (PELA), las élites legislativas muestran una visión ligeramente menos crítica que los ciudadanos en su percepción de corrupción en el ejecutivo, por lo general más del 50% de los encuestados consideran que es un problema bastante o muy grave (gráfico 2). Incluso en países como la República Dominicana o Brasil los porcentajes superan el 80%. Para entender estas variaciones hay que tomar en cuenta al menos dos factores. En primer lugar, la composición de las Cámaras. Así, en aquellos parlamentos en los que el partido del presidente no cuenta con una mayoría holgada o las coaliciones son inestables, los diputados tienden a ser más críticos con el ejecutivo. Brasil sería un claro ejemplo de esta situación. Por otra parte, el grado de institucionalidad del sistema juega un papel relevante: a medida que se incrementa el grado de corrupción como práctica informal generalizada, se incrementa la tolerancia por parte de los asambleístas hacia la misma. Esto explicaría los resultados para países como Perú o los centroamericanos.
Gráfico 2. Porcentaje que reporta que perciben bastante o mucha corrupción en el ejecutivo, 2008/2017. Fuente: PELA, Universidad de Salamanca.
La combinación de las reacciones de la sociedad y diferentes factores institucionales han dado lugar a diferentes escenarios tras el estallido de los escándalos de corrupción. Mientras que en países como Brasil o Guatemala estos casos generaron movilizaciones y tumbaron gobiernos, en otros Estados no ha tenido la fuerza suficiente como para producir cambios en el ejecutivo. Por lo que respecta a las valoraciones de los ciudadanos, el gráfico 3 muestra cómo en la mayoría de los países la aprobación del ejecutivo por parte de la ciudadanía apenas supera el 30%. Estos datos ejemplifican cómo la revelación de actos indebidos ha provocado una creciente indignación pública y una frustración hacia la impunidad de la clase política corrupta. En algunos casos, este descontento se traduce en el auge de populismos. En otros, en la proliferación de candidaturas independientes. Y, en la mayoría de los casos, en la fragmentación del sistema político, con presidentes que no cuentan con mayorías en el legislativo o con coaliciones que entran en crisis durante el mandato presidencial.
Gráfico 3. Aprobación del trabajo del ejecutivo (%), 2008/2017. Fuente: LAPOP, Universidad de Vanderbilt.
No obstante, pese al descontento generalizado la corrupción no siempre se ha traducido en la caída del ejectivo o, al menos, en la dimisión o cesión de parte del gabinete. Esto se debe, en primer lugar, al grado de autonomía del poder judicial. Mientras que en países como Brasil o Chile la reforma de los sistemas procesales penales han facilitado la investigación de los casos de corrupción, en otros como Venezuela o Argentina la falta de autonomía del poder judicial ha generado una percepción generalizada de impunidad. En segundo lugar, hay que tener en cuenta hasta qué punto la corrupción se ha imbricado en el sistema político, generando redes que blindan a las partes implicadas. Por otra parte, cabe considerar la actuación de la comunidad internacional. Así, en países como Guatemala u Honduras, la debilidad institucional se vio suplida por la intervención de organismos internacionales como Naciones Unidas o la Organización de Estados Americanos.
En cualquier caso, la tolerancia a la corrupción ha disminuido en los últimos años. Primero, porque este tipo de escándalos confirman la narrativa de que el sistema es desigual y genera fracturas sociales. Segundo, porque la expansión de las redes sociales ha incrementado el flujo de información y descendido los costes de la movilización. Y, por último, por la crisis económica. Así, en épocas de bonanza la población tiende a mostrarse más tolerante con la corrupción mientras que en los momentos de desaceleración económica o decrecimiento es más probable que prolifere el descontento. En cualquier caso, pese a que la proliferación de escándalos de corrupción ha contribuido a reforzar una visión negativa de la política latinoamericana, el hecho de que estos casos salgan a la luz también es un indicador de que las estructuras institucionales parecen estar funcionando.
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¿Puede la corrupción tumbar un gobierno en América Latina? - Instituto Humanitas Unisinos - IHU