01 Dezembro 2017
Con el discurso que pronunció el 10 de diciembre la Premio Nobel de Literatura, Svetlana Alexiévich en Estocolmo al recibir el Nobel, conmemoramos el centenario de la Revolución Rusa.
La Premio Nobel de Literatura 2015, Svetlana Alexiévich, nacida en Bielorrusia, periodista y maestra en el género de la literatura testimonial, ha recogido en cinco libros excepcionales, conmovedores, un coro de voces que cuentan cómo vivieron la Revolución de Octubre, cómo participaron en la Guerra Patria para derrotar a Hitler, cómo sintieron el fin de la Unión Soviética, cómo sufrieron en Chernóbil o en la guerra en Afganistán. Con el discurso que pronunció el 10 de diciembre en Estocolmo al recibir el Nobel, conmemoramos el centenario de la Revolución Rusa.
El artículo fue publicado por Revista Envío, 30-11-2017.
Yo no estoy sola en este podio… Hay voces a mi alrededor, cientos de voces. Ellas siempre han estado conmigo, desde la infancia. Me crié en el campo. De niños, nos encantaba jugar al aire libre, pero al caer la noche, las voces cansadas de las mujeres de los pueblos que se reunían en los bancos cerca de sus casas nos atraían como imanes. Ninguna de ellas tenía esposos, padres o hermanos. No recuerdo a los hombres en nuestra aldea después de la Segunda Guerra Mundial. Durante la guerra, uno de cada cuatro bielorrusos, pereció, ya sea luchando en el frente o con los partisanos.
Después de la guerra, nosotros, los niños, vivíamos en un mundo de mujeres. Lo que más recuerdo es que las mujeres hablaban sobre el amor, no sobre la muerte. Contaban historias acerca de despedir a los hombres que amaban el día antes de ir a la guerra, hablaban sobre que esperarían por ellos, y la forma en que todavía estaban esperando. Los años pasaron, pero la espera continuaba: “No me importa si él perdió sus brazos y piernas, yo lo cargaría”. Sin brazos ni piernas… Creo que he sabido qué es el amor desde la infancia.
¿Por qué quieres saber sobre esto? Es tan triste. Conocí a mi esposo durante la guerra. Yo era parte del personal de un tanque que avanzaba hacia Berlín. Recuerdo: estábamos parados cerca del Reichstag -aún no era mi esposo- y me dijo: “Casémonos, te amo”. Estaba tan confundida, habíamos estado viviendo entre mugre, suciedad y sangre toda la guerra, no habíamos escuchado sino obscenidades. Respondí: “Primero, haz de mí una mujer: regálame flores, susúrrame tonterías dulces. Cuando esté desmovilizada me haré un vestido”. Estaba tan trastornada que quería golpearlo. Él sentía todo eso. Una de sus mejillas estaba gravemente quemada, tenía cicatrices, vi lágrimas corriendo a través de ellas. “Está bien, me casaré contigo” -dije- así como así… No podía creer que lo dijera… Todo a nuestro alrededor eran cenizas y ladrillos aplastados, en resumen: guerra.
Vivíamos cerca de la planta nuclear de Chernóbil. Yo estaba trabajando en una panadería haciendo pasteles. Mi esposo era bombero. Acabábamos de casarnos y solíamos tomarnos de la mano incluso cuando íbamos a la tienda. El día en que el reactor explotó, mi esposo estaba de guardia en la estación de bomberos. Él respondió al llamado usando una camisa, en su ropa normal. Hubo una explosión en la planta nuclear y no les entregaron trajes especiales. Ésa era la forma en que vivíamos... Ya sabes.
Trabajaron toda la noche sofocando el fuego, y recibieron dosis letales de radiación. A la mañana siguiente fueron trasladados directamente hacia Moscú. Si eres severamente afectado por la radiación, no vives más allá de un par de semanas… Mi esposo era fuerte, un atleta, y fue el último en morir. Cuando llegué a Moscú me dijeron que estaba en un cuarto de aislamiento especial y que no se permitía entrar. “Pero yo lo amo”, supliqué. “Los soldados están haciéndose cargo de él. ¿A dónde crees que vas?”. “Yo lo amo…” Intentaron convencerme: “Éste ya no es el hombre que amabas, es un objeto que necesita descontaminarse.
¿Entiendes?”. Seguía diciéndome lo mismo una y otra vez: “Lo amo, lo amo…” En la noche, subiría por la escalera de emergencia para ver si lograba verlo o sobornaría a la guardia nocturna, pagaría para que me dejaran entrar… No lo abandonaría, estaría con él hasta el final…
Unos meses después de su muerte, di a luz a una niña, pero solo vivió unos días. Ella… Estábamos tan emocionados con ella, y yo la maté… Ella me salvó, absorbió toda la radiación. Eran tan tan pequeñita… Y yo los amaba a los dos. ¿Cómo puede el amor ser sacrificado? ¿Por qué son el amor y la muerte tan cercanos? Siempre vienen juntos. ¿Quién puede explicar eso? En la tumba, solo me arrodillé.
La primera vez que maté a un alemán yo tenía diez años y los rebeldes ya me llevaban a las misiones. Ese alemán yacía en el suelo, herido. Me dijeron que tomara su pistola. Corrí. Entonces, él empuñó el arma con las dos manos y apuntó hacia mi rostro. No logró disparar, entonces, lo hice… No me asustó asesinar a alguien… Y nunca pensé en él durante la guerra. Muchas personas eran asesinadas, vivíamos entre la muerte. Me sorprendí cuando, de repente, soñé con aquel alemán, varios años después.
Vino de la nada… Constantemente soñaba lo mismo una y otra vez… Volaba y no me dejaba ir. Me levantaba y volábamos. Me atrapaba y yo caía junto con él en una especie de pozo. Quería pararme, ponerme de pie… pero él no me dejaría. A causa suya no pude alzar el vuelo. Ese sueño me acechó por décadas... No podía hablarle a mi hijo sobre ese sueño. Era joven, no pude. Le leía cuentos de hadas. Mi hijo ha crecido y aún no puedo…
Flaubert se llamaba a sí mismo la pluma humana. Yo diría que soy un oído humano. Cuando camino por la calle “atrapo” palabras, frases y exclamaciones y siempre pienso: Cuántas novelas desaparecen sin dejar rastro! Desaparecen en la oscuridad. No hemos sido capaces de capturar el lado conversacional de la vida humana para la literatura. No lo apreciamos, no nos sorprende ni nos encanta. Pero me fascina y me ha hecho su prisionera. Me encanta cómo hablan los seres humanos, me encanta la voz humana solitaria. Es mi más grande amor y mi pasión. El camino hasta este podio ha sido largo: casi cuarenta años yendo de persona en persona, de voz en voz. No puedo decir que siempre he estado recorriendo este camino. Muchas veces he estado conmocionada y asustada de los seres humanos. He experimentado el placer y la repugnancia. A veces he querido olvidar lo que he escuchado para volver al momento en que vivía en la ignorancia. Más de una vez, sin embargo, he visto lo sublime en la gente, y he querido llorar.
Viví en un país donde se nos enseñó a morir desde la infancia. Nos enseñaron la muerte. Nos dijeron que los seres humanos existen con el fin de dar todo lo que tienen, de agotarse, de sacrificarse. Nos enseñaron a amar a la gente con armas. Yo había crecido en un país diferente, y no podría haber recorrido este camino. El mal es cruel, tienes que vacunarte contra él. Crecimos entre verdugos y víctimas. Incluso si nuestros padres vivían en el miedo y no nos decían todo -y más a menudo no nos dijeron nada-, el aire de nuestra vida fue envenenado. El mal mantuvo un ojo vigilante sobre nosotros.
He escrito cinco libros, pero siento que todos son uno solo, un libro sobre la historia de una utopía. Varlam Shalámov una vez escribió: “Yo participé en la colosal batalla, una batalla que se perdió para la auténtica renovación de la humanidad”. Reconstruyo la historia de esa batalla, sus victorias y sus derrotas. La historia de la gente que quiso construir el Reino de los Cielos en la tierra. ¡El Paraíso! ¡La Ciudad del Sol!
Al final, lo único que quedó fue un mar de sangre, millones de vidas humanas en ruinas. Hubo un tiempo, sin embargo, cuando no había idea política del siglo 20 comparable con el comunismo, o la Revolución de Octubre como su símbolo, un tiempo en que nada atraía más poderosa o emocionalmente a los intelectuales de Occidente y a gente de todo el mundo.
Raymond Aron llamó a la Revolución Rusa “el opio de los intelectuales”. Pero la idea del comunismo tiene al menos dos mil años de antigüedad. Podemos encontrarla en las enseñanzas de Platón acerca de un Estado ideal, en los sueños de Aristófanes sobre una época en que “todo va a pertenecer a todo el mundo”. En Tomás Moro y en Tommaso Campanella y luego en Claude-Henri de Saint-Simon, en Fourier y en Robert Owen. Hay algo en el espíritu ruso que obliga a tratar de convertir esos sueños en realidad.
Hace veinte años nos despedimos del “Imperio Rojo” de los soviéticos con maldiciones y lágrimas. Ahora podemos ver ese pasado con más calma, como un experimento histórico. Esto es importante, porque los argumentos sobre el socialismo no se han venido abajo. Una nueva generación ha crecido con una imagen diferente del mundo, pero muchos jóvenes están leyendo de nuevo a Marx y a Lenin. En las ciudades rusas hay nuevos museos dedicados a Stalin y nuevos monumentos han sido erigidos para él. El “Imperio Rojo” se ha ido, pero el “hombre rojo”, el “homus sovieticus”, se man¬tiene. Perdura.
Mi padre murió recientemente. Él creyó en el comunismo hasta el final. Mantuvo su tarjeta de afiliación al partido. Yo no me atrevo a usar la palabra sovok, un epíteto despectivo para la mentalidad soviética, porque entonces tendría que aplicarlo a mi padre y a otras personas cercanas a mí, mis amigos. Todos ellos vienen del mismo lugar: el socialismo. Hay muchos idealistas entre ellos. Románticos. Hoy en día a veces son llamados esclavos románticos. Esclavos de la utopía.
Creo que todos ellos podrían haber vivido diferentes vidas, pero vivieron vidas soviéticas. ¿Por qué? He buscado la respuesta a esa pregunta durante mucho tiempo. He viajado por todo el vasto país una vez llamado URSS y grabé miles de cintas. Era el socialismo. Y fue simplemente nuestra vida. He recogido poco a poco la historia del socialismo “doméstico”, el de “puertas adentro”, la historia de su desarrollo en el alma humana. Me siento atraída por ese pequeño espacio llamado “ser humano”, un simple individuo. En realidad, es ahí donde todo sucede.
Justo después de la guerra, Theodor Adorno escribió en estado de shock: “Escribir poesía después de Auschwitz es bárbaro”. Mi maestro, Alés Adamóvich, cuyo nombre men¬ciono hoy con gratitud, sintió que la escritura en prosa acerca de las atrocidades del siglo 20 era sacrílega. Nada puede ser inventado. Debes presentar la verdad tal como es. Se requiere una “superliteratura”. El testigo debe hablar. Las palabras de Nietzsche me vienen a la mente: “Ningún artista puede vivir sobre la realidad, no puede elevarla”.
Siempre me preocupó que la verdad no cupiera en un solo corazón, en una sola mente, que la verdad estuviera astillada de alguna manera. Hay mucho de eso. Es variado y está sembrado sobre el mundo. Dostoievski creía que la humanidad sabe mucho, mucho más sobre sí misma de lo que ha registrado en la literatura. Entonces, ¿qué es lo que tengo que hacer? Registro la vida cotidiana de los sentimientos, pensamientos y palabras. Registro la vida de mi tiempo. Estoy interesada en la historia del alma. La vida cotidiana del alma, las cosas que el panorama general de la historia usualmente omite o desdeña. Yo trabajo con la historia que falta.
A menudo me han dicho, incluso ahora, que lo que escribo no es literatura, que es un documento. ¿Qué es la literatura hoy en día? ¿Quién puede responder a esa pregunta? Vivimos más rápido que nunca. El contenido se forma de rupturas. Se quiebra y se transforma. Todo se desborda: música, pintura, incluso las palabras en los documentos escapan a los límites del documento. No hay fronteras entre la realidad y la ficción, una desemboca en la otra. Los testigos no son imparciales. Al contar una historia los humanos crean, lidian con el tiempo como lo hace un escultor con el mármol. Son actores y creadores.
Estoy interesada en la gente pequeña. En la pequeña gran gente -es como yo lo diría- porque el sufrimiento engrandece a las personas. En mis libros estas personas cuentan sus propias pequeñas historias y la gran Historia se cuenta en el camino. No hemos tenido tiempo para comprender lo que aún nos está pasando, solo tenemos que decirlo. Para empezar, debemos, al menos, articular lo que pasó. Tenemos miedo de hacer eso, no estamos listos para hacer frente a nuestro pasado.
En ”Los demonios” de Dostoievski, Shatov le dice a Stavrogin al comienzo de la conversación: “Somos dos criaturas que se han reunido en el infinito, por última vez en el mundo. ¡Así que deje ese tono y hable como un ser humano. Al menos por una vez, hable con una voz humana!” Así es más o menos como empiezan las conversaciones con mis protagonistas. La gente habla de su propio tiempo, por supuesto, no pueden hablar de un vacío. Pero es difícil dar con el alma humana, el camino está plagado por la televisión y los periódicos y las supersticiones del siglo, sus prejuicios, sus engaños. Me gustaría leer unas pocas páginas de mis diarios para mostrar cómo se movió el tiempo, cómo murió la idea, cómo he seguido su camino…
Estoy escribiendo un libro sobre la guerra. ¿Por qué sobre la guerra? Porque hay gente de guerra. Siempre hemos estado en guerra o preparándonos para ella. Si nos fijamos, siempre hemos hablado en términos bélicos en la casa, en la calle. Es por eso que la vida humana está tan depreciada en este país. Siempre es tiempo de guerra.
Empecé con dudas. Otro libro sobre la Segunda Guerra Mundial, ¿para qué? En un viaje conocí a una mujer que había sido médico durante la guerra. Me contó una historia: mientras cruzaban el lago Ladoga, durante el invierno, los enemigos descubrieron el movimiento y abrieron fuego. Caballos y personas cayeron bajo el hielo. Todo pasó durante la noche. Ella agarró a alguien porque pensó que estaba herido y empezó a llevarlo hacia la orilla. “Lo arrastré, estaba húmedo y desnudo. Yo pensé que sus ropas habían sido arrancadas”, me dijo. Una vez en la orilla descubrió que había estado arrastrando un enorme esturión herido. Entonces lanzó un montón de improperios: hay gente sufriendo, pero los animales, las aves, los peces, ¿qué han hecho ellos?
En otro viaje escuché la historia de una médico de un escuadrón de caballería. Durante una batalla empujó a un soldado herido hacia una trinchera, y sólo entonces se dio cuenta de que era un alemán. Su pierna estaba rota y estaba sangrando. ¡Él era el enemigo! ¿Qué hacer? Su propia gente estaba muriendo ahí arriba. Pero ella vendó al alemán y reptó hacia afuera nuevamente. Entonces, arrastró a un soldado ruso que había perdido el conocimiento. Cuando volvió en sí ese hombre quería matar al alemán. Y cuando el alemán recobró el sentido agarró una ametralladora y quiso matar al ruso. “Abofeteé a uno de ellos y luego al otro. Nuestras piernas estaban cubiertas de sangre”, recordó. “La sangre estaba mezclada”.
Esta era una guerra de la que nunca había oído hablar. La guerra de una mujer. No se trataba de héroes. No se trataba de un grupo de personas que matan heroicamente a otro grupo de personas. Recuerdo un lamento femenino frecuente: “Después de la batalla caminas por el campo. Yacen sobre sus espaldas. Todos jóvenes, tan guapos. Están allí, mirando al cielo. Sientes lástima por todos ellos, de ambos lados”.
Fue esa actitud: “Todos ellos, de ambos lados” la que me dio la idea sobre lo que trataría en mi libro: la guerra no es más que matar. Así es como se ha registrado en la memoria de las mujeres.
Esa mujer que ha estado sonriendo, fumando y ahora ya no está. Sobre las desapariciones es sobre lo que las mujeres hablaban más, sobre cómo todo puede, súbitamente, convertirse en nada durante la guerra. Tanto los seres humanos como el tiempo.
Sí, se habían ofrecido voluntariamente para ir al frente a los 17 ó 18 años, pero no querían matar. Sin embargo, estaban prestas a morir. Morir por la patria. Morir por Stalin. No puedes borrar esas palabras de la historia.
El libro no fue publicado durante dos años, no antes de la perestroika y Gorbachov. “Luego de leer tu libro, nadie más peleará”, me sermoneó un censor. “Tu guerra es aterradora. ¿Por qué no tienes ningún héroe?” ¡Yo no estaba buscando héroes! Estaba escribiendo la historia a través de las historias de testigos y participantes inadvertidos.
Nunca les consultaron nada, ¿Qué es lo que la gente piensa? En realidad desconocemos qué opina la gente sobre las grandes ideas. Justo después de la guerra una persona te contará una versión y unas décadas después ya será una guerra distinta, por supuesto. Algo va a cambiar en esa persona, porque ha replegado toda su vida en sus memorias. Todo su ser. Cómo vivió durante esos años, lo que leyó, lo que vio, a quién conoció. En lo que cree. Por último, si es feliz o no. Los documentos son criaturas vivas que cambian a medida que cambiamos.
Estoy convencida de que nunca más habrá mujeres jóvenes como aquellas de la guerra de 1941. Ése fue el punto culminante de la idea “roja”, incluso más alto que el que hubo durante la Revolución y Lenin. Su victoria todavía eclipsa el Gulag. Quiero mucho a esas mujeres. Pero no se podía hablar con ellas acerca de Stalin o sobre el hecho de que después de la guerra trenes enteros cargados de los vencedores más audaces y francos fueron enviados directamente a Siberia. El resto volvió a casa y se mantuvo en silencio.
Una vez escuché: “La única vez que fuimos libres fue durante la guerra, en el frente”. El sufrimiento es nuestro capital, nuestro recurso natural. No el crudo o el gas, sino el sufrimiento. Es lo único que somos capaces de producir constantemente. Siempre estoy buscando la respuesta: ¿Por qué no convertir nuestro sufrimiento en libertad? ¿Realmente fue todo en vano? Chaadayev tenía razón: Rusia es un país sin memoria, es un espacio de amnesia total, una conciencia virgen para la crítica y la reflexión. Pero los grandes libros se amontonan bajo nuestros pies.
Estoy en Kabul. No quiero escribir más sobre la guerra. Pero aquí estoy en una guerra real. El periódico ”Pravda” dice: “Estamos ayudando al fraterno pueblo afgano a construir el socialismo”. Gente de guerra y objetos de guerra están en todas partes. Tiempo de guerra.
No iban a llevarme a la batalla de ayer: “Quédate en el hotel, jovencita. Tendremos que responder por ti después”. Estoy sentada en el hotel pensando: Hay algo inmoral en el control de la valentía de los demás y de los riesgos que asumen. He estado aquí por dos semanas y no puedo evitar la sensación de que la guerra es un producto de la naturaleza masculina, que es incomprensible para mí. Pero los accesorios cotidianos de la guerra son grandiosos. Descubrí por mí misma que las armas son hermosas: ametralladoras, minas, tanques. El hombre ha pensado mucho en la mejor manera de matar a otros hombres. La eterna disputa entre la verdad y la belleza. Me mostraron una nueva mina italiana y mi reacción “femenina” fue: “Es hermosa. ¿Por qué es hermosa?” Me lo explicaron exactamente, en términos militares: “Si alguien conduce o camina sobre esta mina en un cierto ángulo… no quedaría nada más que media cubeta de carne”. La gente habla de cosas anormales aquí como si fueran normales, las dan por sentadas. Bueno, es la guerra… Nadie está volviéndose loco por estas imágenes; por ejemplo, hay un hombre tendido en el suelo, no fue asesinado por los elementos naturales y no por el destino, sino por otro hombre.
Vi cómo cargaban un “tulipán negro”, el avión que lleva a las bajas de vuelta a casa en ataúdes de zinc. Los muertos son a menudo vestidos con viejos uniformes militares de los años cuarenta, con pantalones de montar y a veces no hay suficientes para todos. Unos soldados estaban charlando: “Acaban de entregar algunos nuevos cuerpos a los frigoríficos. Huelen como a jabalí en descomposición”. Voy a escribir sobre esto. Temo que nadie en casa me creerá. Nuestros periódicos simplemente escriben sobre lazos de amistad instaurados por los soldados soviéticos.
Hablo con los chicos. Muchos han venido voluntariamente. Pidieron venir aquí. Noto que la mayoría de ellos son de familias educadas, intelectuales: maestros, médicos, bibliotecarios, gente de libros… Ellos sinceramente soñaban con ayudar al pueblo afgano a construir el socialismo. Ahora se ríen de sí mismos. Vi un lugar en el aeropuerto donde cientos de ataúdes de zinc brillan misteriosamente al sol. El oficial que me acompañaba no podía ayudarse a sí mismo: “¿Quién sabe? Mi ataúd podría estar allí… Me colocarán en ellos… ¿Para qué estoy luchando aquí?” Sus propias palabras lo asustaron y enseguida dijo: “No escriba eso”.
Por la noche sueño con los muertos, todos tienen miradas de sorpresa en sus rostros: “¿Qué? ¿Dices que fui asesinado? ¿Realmente me han matado?”
Conduje a un hospital para civiles afganos con un grupo de enfermeras, trajimos regalos para los niños. Juguetes, dulces, galletas. Yo tenía unos cinco osos de peluche. Llegamos al hospital, unos largos cuarteles. Nadie tiene más que una manta por cama. Una joven mujer afgana se acercó a mí, con un niño en los brazos. Quería decirme algo -en los últimos diez años casi todo el mundo aquí ha aprendido a hablar un poco de ruso- y le entregué al niño un juguete, que tomó con los dientes. “¿Por qué los dientes?”, pregunté sorprendida. Ella retiró la manta de su pequeño cuerpo; el niño había perdido ambos brazos. “Fue cuando los rusos bombardearon”. Alguien me levantó cuando empecé a caer.
Vi a nuestros cohetes Grad convertir aldeas en campos devastados. Visité un cementerio afgano que tenía más o menos la extensión de una aldea. En algún lugar en medio del cementerio una vieja mujer afgana estaba gritando. Recordé el aullido de una madre en un pueblo cerca de Minsk cuando llevaron un ataúd de zinc a la casa. El grito no era humano o animal… Se parecía a lo que escuché en el cementerio de Kabul…
Tengo que admitir que no me liberé de una vez. Yo era sincera y ellos, los entrevistados, confiaban en mí. Cada uno de nosotros tiene su propio camino hacia la libertad. Antes de Afganistán yo creía en el socialismo con rostro humano. Volví de Afganistán libre de todas las ilusiones. “Perdóname, padre”, le dije cuando lo vi. “Me educaste para creer en los ideales comunistas, pero al ver a aquellos hombres jóvenes, colegiales soviéticos como a los que tú y mamá enseñaban -mis padres eran maestros de la escuela del pueblo-, matar a gente que no conocen, en territorio extranjero, fue suficiente para convertir todas tus palabras en cenizas. Somos asesinos, papá, ¡¿lo entiendes?!” Mi padre lloró.
Muchas personas regresaron libres de Afganistán. Pero hay otros ejemplos también. Había un joven en Afganistán que me gritó: “Eres una mujer, ¿qué puedes entender tú acerca de la guerra? ¿Crees que la gente muere una muerte bonita en la guerra, como lo hacen en los libros y películas? Mi amigo fue asesinado ayer, recibió un balazo en la cabeza y siguió corriendo otros diez metros, tratando de recuperar sus propios sesos”. Siete años después, el mismo sujeto es un exitoso hombre de negocios a quien le gusta contar historias sobre Afganistán. Él me llamó: “¿Para qué sirven tus libros? Son demasiado miedosos”. Era una persona diferente, ya no es el joven que había conocido en medio de la muerte, que no quería morir a los veinte años…
Me pregunto: ¿Qué clase de libro quiero escribir sobre la guerra? Me gustaría escribir un libro sobre una persona que no dispare, que no pueda abrir fuego contra otro ser humano, que sufre con la mera idea de la guerra. Pero ¿dónde está? No la he encontrado.
La literatura rusa es interesante, pues es la única para contar la historia de un experimento llevado a cabo en un país enorme. A menudo me preguntan: “¿Por qué siempre escribes sobre la tragedia?”. Porque así es como vivimos. Vivimos en diferentes países ahora, pero la gente “roja” está en todas partes. Salen de esa misma vida y tienen los mismos recuerdos.
Me resistí a escribir sobre Chernóbil durante mucho tiempo. Yo no sabía cómo escribir sobre eso, qué instrumento utilizar, cómo abordar el tema. El mundo apenas había escuchado algo sobre mi pequeño país, escondido en un rincón de Europa, pero ahora su nombre estaba en boca de todos. Nosotros, los bielorrusos, nos convertimos en la gente de Chernóbil. Los primeros en enfrentarse a lo desconocido. Ahora estaba claro: más allá de los nuevos retos religiosos, los étnicos y los planteados por el comunismo, retos globales más violentos, que antes eran invisibles, estaban reservados para nosotros. Algo se abrió un poco después de Chernóbil…
Recuerdo un taxista de edad desesperarse cuando una paloma golpeó el parabrisas: “Cada día dos o tres pájaros se estrellan contra el coche, pero los periódicos dicen que la situación está bajo control”. Las hojas en los parques de la ciudad fueron rastrilladas, llevadas fuera de la ciudad y enterradas. La tierra de las áreas contaminadas también fue extraída y enterrada: tierra sepultada bajo tierra. La leña fue soterrada y también la hierba. Todo el mundo parecía un poco loco. Un viejo apicultor me dijo: “Salí al jardín aquella mañana pero le faltaba algo, un sonido familiar. No había abejas. No pude oír una sola abeja. ¡Ni siquiera una! ¿Qué estaba pasando? Tampoco volaron el segundo día o el tercero… Entonces nos dijeron que había ocurrido un accidente en la central nuclear y no mucho más. No supimos nada durante mucho tiempo. Las abejas sabían, pero nosotros no”.
Toda la información sobre Chernóbil en los periódicos estaba en lenguaje militar: explosión, héroes, soldados, evacuación… La KGB trabajaba justo en la estación. Estaban buscando espías y saboteadores. Circularon rumores de que el accidente fue planeado por los servicios de inteligencia occidentales con el fin de socavar el área socialista. Equipo militar estaba camino a Chernóbil y los soldados venían. Como de costumbre, el sistema funcionaba como en tiempos de guerra, pero en este nuevo mundo un soldado con una nueva y reluciente arma era una figura trágica. Lo único que podía hacer era absorber grandes dosis de radiación y morir cuando regresara a casa. Ante mis ojos, la gente pre-Chernóbil se convirtió en la gente de Chernóbil.
No se podía ver la radiación ni tocar ni oler… El mundo alrededor era a la vez familiar y desconocido. Cuando viajé a la zona, me dijeron de inmediato: No recojas flores, no te sientes en la hierba, ni bebas agua de pozo… La muerte se escondía en todas partes, pero ahora era una especie distinta de muerte. Llevaba una nueva máscara; un disfraz desconocido. Las personas mayores que habían vivido la guerra estaban siendo evacuadas nuevamente. Miraban al cielo: “¿Cómo puede esto ser la guerra? El sol está brillando, no hay humo, no hay gas, nadie dispara. Pero tenemos que convertirnos en refugiados”.
Por las mañanas, todos se aferraban a los diarios, ávidos de noticias y, a continuación, los dejaban, decepcionados. No se habían encontrado espías. Nadie escribía sobre los enemigos del pueblo. Un mundo sin espías y sin enemigos también era extraño. Ese fue el comienzo de algo nuevo. Tras Afganistán, Chernóbil nos convirtió en gente libre.
Para mí, el mundo se separó: dentro de la zona no me sentía bielorrusa o rusa o ucraniana, sino una representante de una especie biológica que podía ser destruida. Dos catástrofes coincidieron: en el ámbito social, la Atlantis socialista se hundía. Y en la cósmica, estaba Chernóbil. El colapso del imperio trastornó a todos. La gente estaba preocupada por la vida cotidiana. ¿Cómo y con qué comprar cosas? ¿Cómo sobrevivir? ¿En qué creer? ¿Qué consignas seguir en este tiempo? ¿O tenemos que aprender a vivir sin ninguna gran idea? Esto último era desconocido también, ya que nadie había vivido de esa manera. Cientos de preguntas confrontaron al “hombre rojo”, pero él se quedó solo. Nunca había estado tan solo como en los primeros días de libertad. Estaba rodeada de gente en estado de shock y los escuché.
¿Qué nos sucedió cuando el imperio se derrumbó? Anteriormente, el mundo estaba dividido: había verdugos y víctimas -eso fue el Gulag, hermanos y hermanas-, era la guerra; el electorado -parte de la tecnología y el mundo contemporáneo-. Nuestro mundo también se había dividido entre quienes fueron encarcelados y los que fueron carceleros.
Hoy hay una división entre eslavófilos y occidentalistas, “fascistas-traidores” y patriotas. Y entre los que pueden comprar cosas y los que no. Esto último, yo diría, era la más cruel de las pruebas luego del socialismo porque no hace tanto tiempo que todos habían sido iguales. El “hombre rojo” no fue capaz de entrar en el reino de la libertad que había soñado alrededor de su mesa de la cocina. Rusia se dividió sin él y él se quedó sin nada. Humillado y robado. Agresivo y peligroso.
Estos son algunos de los comentarios que he escuchado mientras recorría Rusia: “La modernización solo ocurrirá aquí con sharashkas, esas prisiones para científicos, y con pelotones de fusilamiento”.
“Los rusos realmente no quieren ser ricos, eso incluso los atemoriza. ¿Qué quiere un ruso? Solo una cosa: que nadie más se haga rico. No más que él”.
“No hay gente honesta aquí, pero están los santos”.
“Nunca veremos una generación que no haya sido azotada. Los rusos no entienden la libertad, necesitan al cosaco y el látigo”.
“Las dos palabras más importantes en Rusia son “guerra” y “prisión”. Usted roba algo, se divierte, lo encierran, sale y luego termina de vuelta en la cárcel”.
“La vida rusa necesita ser viciosa y despreciable. Entonces, el alma se eleva, se da cuenta de que no es de este mundo… Mientras más sucias y sangrientas son las cosas, más espacio hay para el alma”.
“Nadie tiene la energía para una nueva revolución. O la locura. Ningún espíritu. Los rusos necesitan el tipo de idea que cause escalofríos en la espalda”.
“Así que nuestra vida se debate entre caos y cuarteles. El comunismo no ha muerto, su cadáver todavía está vivo”.
Me tomaré la libertad de decir que nos perdimos la oportunidad que tuvimos en la década de 1990. La pregunta fue planteada:
¿Qué tipo de país deberíamos tener? ¿Un país fuerte o uno digno donde la gente pueda vivir decentemente? Elegimos el primero: un país fuerte. Una vez más estamos viviendo en una era de poder. Los rusos hacen la guerra a los ucranianos, sus hermanos. Mi padre es bielorruso, mi madre, ucraniana. Hay muchos en la misma situación. Aviones rusos están bombardeando Siria.
Una época llena de esperanza ha sido sustituida por una de miedo. El tiempo ha dado marcha atrás. El tiempo en que vivimos ahora es de segunda mano. A veces no estoy segura de que he terminado de escribir la historia del “hombre rojo”.
Tengo tres hogares. Mi tierra bielorrusa, la patria de mi padre, donde he vivido toda mi vida. Ucrania, la patria de mi madre, donde nací. Y la gran cultura rusa, sin la cual no me puedo imaginar a mí misma. Todos estos hogares me son muy queridos. Pero en los tiempos que corren es difícil hablar de amor.
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En el Centenario de la Revolución Rusa ¿Fue todo en vano? - Instituto Humanitas Unisinos - IHU