26 Outubro 2018
La crisis de migración forzada que enfrenta Honduras no puede comprenderse sin la continuidad de la crisis política generada con el golpe de Estado de 2009 y el pecado original que representa la reelección presidencial y el continuismo del presidente Juan Orlando Hernández con el apoyo político de Estados Unidos.
El reportaje es de Joaquín A. Mejía Rivera y Yolanda González Cerdeira, publicada por Plaza Pública, 23-10-2018.
“En Honduras no hay un gobernante, hay un criminal”. Así de contundente lo gritaban las y los migrantes hondureños en Tapachula (México), durante una conferencia que daba cuenta de la crisis humanitaria que sufren miles de mujeres, hombres, familias, niños y niñas que llegaron huyendo de Honduras.
Uno de los elementos fundamentales que distingue a un sistema democrático de un sistema autoritario es la legitimidad, es decir, el consentimiento y convencimiento de la ciudadanía, la cual tiene un doble origen: por un lado, el principio de la soberanía popular que se expresa en la garantía de la voluntad de las mayorías a través de elecciones libres y auténticas; y, por otro, el respeto y protección de ciertos bienes e intereses —los derechos y libertades— que son considerados fundamentales.
La grave crisis de migración forzada en Honduras es en gran medida el resultado de la pérdida de legitimidad del sistema político hondureño y sus instituciones, en su doble origen. Por un lado, se violentó la soberanía popular mediante un golpe de Estado en 2009, la aprobación ilegal de la reelección presidencial en 2015 y la imposición en la presidencia de Juan Orlando Hernández en 2018, a pesar de las graves irregularidades en el proceso electoral de noviembre de 2017, que fueron evidenciadas por la Misión de Observación Electoral de la Organización de Estados Americanos.
Por otro lado, como lo señala la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, a partir del golpe de Estado quedaron expuestas en mayor grado la situación de fragilidad social, de pobreza y desigualdad, y de deficiencia institucional, y algunas medidas adoptadas “se tradujeron en dificultades adicionales para el acceso de la población a los derechos más básicos, en particular la atención de salud, la educación y la alimentación. Algunos programas institucionales asociados con esos derechos sufrieron un colapso total”. Esto se traduce en los más de 900.000 niños y niñas hondureñas que están excluidas del sistema educativo formal; en el 60 % de la población, especialmente joven, que está en edad de trabajar, pero no tiene un empleo o trabaja en el sector informal; o en los miles de ciudadanos y ciudadanas que agonizan a la espera de un medicamento o una consulta en el hospital. Una revisión al Presupuesto General de la República de los últimos años es suficiente para concluir que las prioridades para la administración de Juan Orlando Hernández se centran en seguir aumentando los fondos para el sector seguridad y defensa a costa de otros sectores sensibles como salud y educación.
Por tanto, esta crisis de migración forzada no puede comprenderse sin la continuidad de la crisis política generada con el golpe de Estado y el pecado original que representa la reelección presidencial y el continuismo de Juan Orlando Hernández con el apoyo político de Estados Unidos y el uso de la fuerza militar y policial. Las llamadas caravanas de migrantes huyendo de Honduras son el reflejo de esta crisis democrática, institucional y de derechos humanos que ha dejado a la democracia representativa en cuidados intensivos y a la institucionalidad altamente cuestionada y debilitada.
El fraude electoral, la violación del principio de separación de poderes, la concentración de poder en el Ejecutivo, la violencia policial y militar, y la actuación de las instituciones obligadas a defender la democracia y los derechos humanos, han dejado al desnudo las redes de poder legales e ilegales que como una telaraña cubren a las instituciones y extienden el clientelismo, promueven y consienten la corrupción, patrimonializan el poder, empobrecen a grandes segmentos de la población y alteran la esencia y fin del Estado que no es otro más que garantizar la dignidad humana y asegurar el bienestar a sus habitantes el goce de la justicia, la libertad, la cultura y el bienestar económico y social, como ordena el artículo 1 constitucional.
A pesar de que el discurso oficial presenta una “Honduras que está cambiando” gracias a la “vida mejor” aparentemente lograda por el gobierno, los datos de diversos organismos internacionales llevan años ofreciendo razones contundentes para explicar por qué los hondureños y hondureñas salen solos o en caravanas huyendo de Honduras.
En primer lugar, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, en un informe especial sobre el país del año 2015, plantea que parte de la violencia generalizada existente proviene de la Policía Nacional, la Policía Militar y el Ejército, en algunos casos en complicidad con el crimen organizado.
Pese a la versión oficial de reducción de la tasa de homicidios, la percepción ciudadana es que la violencia y la inseguridad sigue siendo el principal problema en el país. De acuerdo con un estudio realizado por Daniel Langmeier, el problema es que el gobierno hondureño se ha limitado a un enfoque centrado en la tasa de homicidios, el cual presenta lagunas importantes frente a otras variables; así, por ejemplo, según Casa Alianza el número de asesinatos de menores de 30 años es un 15 % más alto que el número oficial del gobierno entre 2010 y 2013, e incluso un 30 % más entre 2014 y 2017. O, de acuerdo con el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, el número de activistas LGBTI asesinados aumentó en más del 150 % en los cuatro años de la presidencia del Congreso de Juan Orlando Hernández en comparación con los cuatro años anteriores y se mantuvo en un promedio de más de 30 asesinatos por año durante su primer mandato como presidente del Ejecutivo.
En el caso de los femicidios, según las organizaciones de mujeres, entre 2013 y 2017 hubo 2.300 casos registrados, de los cuales solo 29 fueron investigados y apenas uno terminó en condena. La tasa de impunidad es igualmente alta en otros casos y se pueden hacer observaciones similares con el número de abogados y periodistas asesinados. No obstante, el uso político perverso de la violencia y la criminalidad ha generado un terreno fértil para que el gobierno germine el peligroso “populismo de la seguridad” que ignora la necesidad de poner en marcha una reforma profunda e integral del sistema de seguridad y justicia desde la lógica democrática, y se enfoca en adoptar un conjunto de medidas de emergencia sin importar los impactos en los derechos y las libertades fundamentales.
Dicho “populismo de la seguridad” ha provocado dos fenómenos graves para la democracia y la vigencia de los derechos humanos: por un lado, un profundo proceso de militarización de la sociedad y de las instituciones estatales, a pesar que la experiencia de varios países azotados por la violencia ha demostrado que el involucramiento de los militares en tareas de seguridad interna crea más problemas de los que resuelve en materia de derechos humanos y desvía los limitados fondos públicos que deben fortalecer los organismos profesionales de la seguridad ciudadana.
Por otro lado, un proceso de hiperjuridificación, es decir, de aprobación de leyes penales como si fuera una maquila y de adopción de medidas de emergencia consistente en un aumento draconiano de las penas y en una ampliación de las conductas que pueden considerarse delito, que le permite al gobierno obtener réditos electorales inmediatos para mantenerse en el poder, pero que son solo proyectos represivos con soluciones simbólicas que únicamente satisfacen las demandas de la agenda mediática, sin lograr un efecto positivo en la reducción sostenida de la criminalidad y con un impacto negativo en el hacinamiento carcelario, y los derechos y libertades fundamentales.
Amnistía Internacional denunció en un informe de 2017 que en Honduras no hay espacio para que las personas puedan expresar libremente sus opiniones y cuando lo hacen se enfrentan a toda la fuerza del aparato represivo del gobierno. De esta manera, además de la violencia policial y militar, se ha hecho un uso abusivo del derecho penal para tergiversar deliberadamente los hechos de oposición democrática con el fin de sancionar reivindicaciones y movimientos sociales o la labor de las personas defensoras de derechos humanos, y de esta forma reducir al mínimo la presión de los sectores sociales y la crítica pública, que son fundamentales en una sociedad democrática.
Global Witness en su informe 2017 constató que Honduras es el paísper cápita más peligroso en el mundo para las personas defensoras de derechos humanos y del medio ambiente. Desde 2010 han sido asesinadas más de 120 personas defensoras y el asesinato de Berta Cáceres se ejecuta en este contexto.
De acuerdo con un informe de 2017 de Reporteros sin Fronteras, el año pasado Honduras pasó a ocupar la posición 143 en libertad de prensa, el peor resultado desde el golpe de Estado de 2009, y, además, un número récord de periodistas y comunicadores sociales tuvieron que huir del país debido a amenazas contra su vida e integridad.
El Índice de Democracia 2017 de la Unidad de Inteligencia de The Economist, cataloga a Honduras como un régimen híbrido, ya que las elecciones tienen irregularidades sustanciales que evitan que sean libres y justas, la corrupción es generalizada, el Estado de derecho es débil y el poder judicial no es independiente. En este sentido, el país ocupa una posición peor que en años anteriores y se encuentra a un escalón de ser considerado un régimen completamente autoritario.
De acuerdo con el Índice del Estado de Derecho de World Justice Proyect, para quien un verdadero Estado de Derecho reduce la corrupción, mejora la salud y la educación pública, alivia la pobreza y protege a las personas de las injusticias y los peligros, Honduras fue considerado en 2017 uno de los países más débiles en términos de institucionalidad y de respeto a la legalidad. En América Latina, ocupa la posición 28 de 30, lo cual implica que obtuvo pésimos resultados debido a la inseguridad jurídica, la corrupción, el irrespeto a los derechos humanos, la poca transparencia y los altos niveles de criminalidad.
De acuerdo con el Índice de Corrupción 2017 de Transparencia Internacional, Honduras muestra una preocupante involución en la lucha contra la corrupción, ya que en referencia al ranking entre los años 2015 y 2017, el país cayó en 24 puntos y con respecto a 2016, la caída es de 12 escaños, es decir, pasó del lugar 123 al 135.
De acuerdo con el Índice de Estados Fallidos 2018 elaborado por el Fund for Peace, Honduras es un país en “estado de advertencia” de convertirse en un Estado fallido debido a la erosión de la legitimidad, los altos niveles de corrupción y criminalidad, y la incapacidad del gobierno de proveer servicios básicos a la población.
Del 30 de abril al 12 de mayo de 2018, el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la Situación de los Defensores y Defensoras de Derechos Humanos, Michel Forst, visitó Honduras motivado por la grave situación de derechos humanos, y se encontró con una violencia extrema en todo el país debido al uso excesivo de la fuerza por parte de la Policía Nacional, la Policía Militar y el Ejército, lo que causó la muerte de manifestantes y transeúntes, así como detenciones y encarcelamientos masivos. En el informe final de su visita manifestó sentirse “conmovido” por el testimonio e historias de familiares de personas desaparecidas, así como de personas defensoras que han sido arrestadas arbitrariamente y maltratadas por la policía o el Ejército, líderes comunitarios e indígenas privados de sus tierras, y sus cultivos y cosechas destruidas y robadas.
La Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en su informe 2018 denunció que la situación de derechos humanos en Honduras es grave y se empeorará a menos que exista un verdadero proceso de rendición de cuentas por las violaciones cometidas y se realicen reformas estructurales.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos visitó el país en agosto de 2018 y concluyó que la situación de impunidad estructural y la corrupción han erosionado la confianza en las instituciones, y que es preocupante la falta de equilibrio entre los poderes públicos que permitan el óptimo funcionamiento del Estado de derecho. También planteó que la desigualdad estructural y la falta de desarrollo afecta de manera desproporcionada a grupos en situación de vulnerabilidad, lo cual está enraizado en un sistema que beneficia a unos cuantos que tienen relación con altas esferas de poder político y privado. A su vez, que el Estado privilegia la represión frente al diálogo, y que toda protesta o reivindicación es fuertemente reprimida y las personas son objeto de estigmatización, y, en ocasiones, de detenciones y procesos penales. Por otro lado, la Comisión advirtió sobre el incremento de la participación de las fuerzas militares en múltiples ámbitos y funciones relacionadas con la seguridad pública, así como su involucramiento en asesinatos, ejecuciones, secuestros y detenciones arbitrarias, y el desplazamiento forzado de personas. Finalmente, en materia de justicia señaló que los problemas estructurales continúan debilitando las garantías de independencia e imparcialidad, lo cual ha contribuido a que se configure una situación de impunidad estructural.
Los hallazgos de estos y otros informes son el paisaje de fondo de los rostros y las voces de una gran mayoría de la población hondureña que lleva años caminando y que se dibuja actualmente como un éxodo, porque muchas veces solo encuentra la huida como opción para tener una vida digna o simplemente para conservar la vida. ¿Queremos acabar con la migración forzada? No nos quedemos solo en los árboles y miremos el bosque, en este caso, un sistema político autoritario que funciona como una máquina de expulsar a quienes debería proteger.
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Honduras: La institucionalidad fallida sacó a luz una crisis migratoria que dejó de ser anónima - Instituto Humanitas Unisinos - IHU