05 Outubro 2016
El profesor de filosofía Jordi Corominas selecciona textos del sociólogo Zygmunt Bauman, conocido por sus estudios sobre la modernidad y la postmodernidad, para las que ha acuñado el calificativo de “líquidas”. Y así habla de tiempos “líquidos” en los que amores y miedos, la vigilancia y el arte son “líquidos”. Con las reflexiones seleccionadas por Corominas Bauman nos advierte de los cambios profundos que serán necesarios si queremos evitar escenarios violentos y guerras entre naciones.
A raíz de la publicación de los libros de Zygmunt Bauman, La felicidad se hace, no se compra y ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?, he pensado que valía la pena hacer un pequeño resumen de algunas de las tesis e ideas de Bauman que tienen que ver con la cuestión del cosmopolitismo y la necesidad de alternativas al modelo económico vigente.
El resumen es de Jordi Corominas, publicado por Envio - UCA, Nº. 414, 09-2016.
Vea el resumen aquí.
Bauman es hijo de judíos polacos. Tuvo que emigrar a Rusia cuando los nazis invadieron Polonia. Fue militar y participó del régimen soviético hasta que en 1968, por sus posiciones críticas, renunció al partido y fue expulsado de Polonia. Vivió finalmente en Inglaterra, donde ha publicado la mayoría de los trabajos que le han dado fama mundial. Ahora, a sus 89 años, escribe sus libros, que han adquirido un tinte profético, como quien se despide ya del mundo: “El mundo parece estar bien protegido, no contra las catástrofes, sino contra los profetas -afirma-. Y los habitantes de este mundo bien protegido, se guardan mucho de unirse a los cada vez menos numerosos profetas que gritan y lloran en sus desiertos respectivos… Amós, Oseas, Jeremías, eran propagandistas bastante buenos, y aun así fracasaron en agitar las conciencias de la gente y advertirlos”.
Es muy posible que también fracase Bauman, quien desde luego no se ve a sí mismo como un profeta. Pero haríamos bien en escucharlo y en discutir sus razones, acumuladas a lo largo de una impresionante trayectoria vital y académica. El panorama que nos presenta no es muy alentador, pero deja abiertas pequeñas esperanzas. De nosotros depende, todavía, evitar lo peor.
Bauman asevera que la distancia entre pobres y ricos está agrandándose a un ritmo sin precedentes: Las 85 personas más ricas del mundo poseen una riqueza que equivale a la que suman los 4 mil millones de personas más pobres.
El 90% de toda la riqueza producida en el mundo después de la gran crisis que se inició en 2007, con el colapso del crédito y la amenaza de desaparición de bancos si no eran recapitalizados con el dinero de los que pagan impuestos, se la ha apropiado el 1% de las personas más ricas de la Tierra. El 1% más rico de la población mundial es ahora casi 2 mil veces más rica que el 50% de la población mundial. El extraordinario aumento de las fortunas de ese segmento del 1% de la sociedad mundial tiene lugar en un tiempo de austeridad sin precedentes para la inmensa mayoría, el 99% restante.
Bauman escribe, citando a Daniel Dorling: “La décima parte más pobre de la población mundial pasa hambre de forma habitual; la décima parte más rica no es capaz de recordar un periodo en la historia de su familia en la que hayan pasado hambre. La décima parte más pobre muy pocas veces puede proporcionar la educación más básica a sus hijos; la décima parte más rica se preocupa por pagar matrículas de escuelas suficientemente caras para asegurarse que sus hijos sólo alternen con sus llamados ‘iguales’ y ‘superiores’, porque tienen miedo de que sus hijos se mezclen con otros niños”.
“La décima parte más pobre vive en lugares donde no hay seguridad social; la décima parte más rica no es capaz de imaginarse a sí misma ni siquiera teniendo que intentar vivir con esas ayudas. La décima parte más pobre sólo puede conseguir un trabajo como empleado en la ciudad, o bien son campesinos de áreas rurales; la décima parte más rica no puede imaginarse no ganando un elevado salario mensual. Por encima de ellos, la franja más rica de esa décima parte, los más ricos, no pueden imaginarse viviendo de un salario en vez de viviendo de las rentas procedentes de los intereses que genera su riqueza”.
En una entrevista de 2014 Bauman reflexionó así: “El nuevo fenómeno es la desaparición en el futuro, para la clase media, de sus expectativas de progresar. Incluso el trabajo es un bien que se ha instalado en el terreno de la incertidumbre. No importa si se ha trabajado treinta o cuarenta años para la misma empresa: de repente se produce una fusión, y enseguida se desprenden de la mano de obra sobrante. La clase media está hoy más cerca de los proletarios y de la gente que vive en la miseria. A diferencia de hace unos años, aunque hoy tengan trabajo ha desaparecido la certeza de que puedan tenerlo mañana. Vive en un estado de constante ansiedad”.
Y sigue Bauman: “En los últimos cuarenta años, la mutua dependencia entre empleadores y empleados se ha roto de forma unilateral. Antes, los empleados, los trabajadores, dependían de sus jefes para poder vivir. Pero al mismo tiempo los jefes también dependían de sus empleados. Sobre todo después de la Gran Depresión, con el desempleo masivo, y especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, se creó el estado de bienestar. Había un consenso general en la opinión pública, entre la izquierda y la derecha, porque la mayoría estaba de acuerdo en que, o bien mantenías a tu población en buen estado, o bien serías derrotado en la próxima guerra o en la próxima batalla comercial con otros países. Entre los años cuarenta y setenta la desigualdad se redujo en toda Europa…”
“Eso cambió a raíz de las políticas económicas que se empezaron a poner en práctica en los años 70, como la desregulación, la privatización, subcontratando obligaciones del Estado en el mercado (pensiones, educación, servicios sanitarios y prestaciones por el estilo)”.
“¿Y por qué ocurrió esto? Porque los jefes, los propietarios del capital, los dueños de las empresas, vieron que ya no entraba dentro de sus necesidades e intereses ocuparse de los vecinos, de los habitantes de su país. Se sintieron libres¬ para ir donde quisieran a buscar mano de obra, donde no tuvieran que preocuparse de las pensiones o la seguridad social de los trabajadores, y donde no hubiera huelgas para defender los salarios y los derechos consolidados de los empleados. De tal forma que se creó una dependencia unilateral. Quienes viven en los países menos desarrollados todavía dependen de los dueños del capital para conseguir un trabajo, pero los jefes ya no dependen de esos trabajadores”.
“De esa forma, la mayor parte de la economía hoy es puramente monetaria. El dinero trae más dinero. Todas las transacciones que se producen en la bolsa, en el mercado de valores, las que afectan las vidas de las personas, no tienen el menor interés en la economía, en las condiciones de vida que afectan a la gente que no son capitalistas, que no juegan en la bolsa”.
“Hay un creciente golfo de separación entre los que juegan a la bolsa, entre el mundo de las altas finanzas y la gente que hace cosas y los empleados que sirven a la mayor parte de la población”.
En esta entrevista de 2014, Bauman reflexionaba: “Marx habló de la pauperización del proletariado, y de que eso llevaría al proletariado a las calles y desencadenaría una revolución. La gente inteligente entre los dueños de los recursos tomó medidas. Acabó incrustando en la mentalidad de la gente la necesidad de mejorar las condiciones de vida y de trabajo dentro del propio sistema capitalista, sin cuestionar el propio sistema”.
“Ahora, con el colapso del bloque soviético, no hay alternativa. El capitalismo se ha quedado solo en el campo de batalla y no hay nada que constriña, que limite algo que es endémico a un sistema que está basado en la competencia: la codicia, la voluntad de derrotar a los otros y la escasa sensibilidad hacia el destino de los desafortunados, de las víctimas causadas por tu propia actividad. Es una nueva situación, que surgió tras la caída del Muro de Berlín. Por primera vez en ciento cincuenta años las predicciones de Marx podrían hacerse realidad, no sólo en lo que se refiere al proletariado, sino a la clase media, que ha visto cómo se ha ido pauperizando su nivel de vida, perdiendo tanto su nivel de ingresos como su percepción de la seguridad. Se ha quebrado el sentimiento de pertenencia de la clase media, el sentimiento de formar parte de una comunidad, de contar con instituciones que se preocupen de ellos cuando sufran una catástrofe individual. Aumenta el temor de esa clase a que se reduzcan o directamente se supriman las prestaciones de desempleo, de trabajar más años para disfrutar de pensiones más reducidas”.
Según Bauman, la primera víctima de esa profunda desigualdad será la democracia, a medida que todos los bienes necesarios, cada vez más inaccesibles para llevar una vida aceptable, se conviertan en objeto de una rivalidad encarnizada entre quienes tienen y quienes están desesperadamente necesitados.
En el libro ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? afirma Bauman: “Si preguntáramos a la gente por los valores más importantes para ella, es probable que muchos contesten nombrando la igualdad, el respeto mutuo, la solidaridad y la amistad. Pero si observamos el comportamiento cotidiano de esa misma gente, en su estrategia vital en la práctica, con toda seguridad serían otros valores los que destacarían. Sin embargo, muchos de nosotros no somos hipócritas y con toda probabilidad no lo somos por decisión propia, al menos si podemos evitarlo. Muy pocas personas, quizás ninguna, elegirían vivir su vida en base a una mentira. La sinceridad también es uno de los valores preferidos por el corazón humano y la mayoría de nosotros deseamos vivir en un mundo en donde no necesitemos, y menos donde se nos exija, decir y repetir mentiras. Entonces, ¿por qué ese trecho entre los dichos y los hechos?”
Bauman desarrolla básicamente cinco motivos: el hecho de vivir en un mundo en el que nuestras acciones y rutinas diarias, más conscientemente o menos, independientemente de lo que digamos, y a veces en total contradicción con nuestras palabras, están presididas por la obsesión del crecimiento económico, el consumo, el individualismo, la creencia en el egoísmo innato del hombre, la culpabilización del fracasado y el renacimiento de los nacionalismos.
En ese libro y según Bauman, pareciera que el crecimiento económico es la única manera de hacer frente y de superar todos los desafíos y los problemas que genera la coexistencia humana… “pero lo cierto es que el crecimiento económico no augura nada bueno para la mayoría de la humanidad. Más bien presagia, para una cantidad abrumadora de personas, una desigualdad más profunda y cruel, y unas condiciones de vida más precarias. El crecimiento económico, lejos de ser la solución universal para los problemas sociales más importantes, difíciles y desgarradores, parece ser la principal causa de la persistencia y de la agravación de esos problemas”.
Bauman llama la atención sobre el hecho de que los teóricos precursores del capitalismo anticipaban que el crecimiento no es ilimitado y creían en que el final del crecimiento daría lugar a un estado estacionario en el que podríamos empezar a preocuparnos por los problemas verdaderamente humanos. Como ejemplo cita a John Stuart Mill cuando dice: La condición estacionaria del capital y de la población no implica un estado estacionario del mejoramiento humano. Habrá muchas oportunidades para todo tipo de mentalidades culturales, para el progreso moral, social, para perfeccionar el arte de vivir si las mentes dejasen de centrarse en el arte de medrar.
Lo mismo pensaban Adam Smith y J. M. Keynes: No está lejos el día en que el problema económico estará en el asiento de atrás, donde debe ir, y el corazón y la cabeza volverán a estar ocupados por nuestros problemas reales -los problemas de la vida y de las relaciones humanas, de la creación, del comportamiento y de la religión- problemas que no sólo son reales, sino también mucho más nobles y atractivos que las necesidades de mera supervivencia que han guiado las preocupaciones económicas hasta ahora...
En otra entrevista de 2014, Bauman se refería a las citas de estos economistas: “Se equivocaron porque creyeron que la gente iba a comprar solo lo necesario para cubrir sus necesidades. Así es que muy razonablemente calculaban los productos que tendrían que ser producidos. Todo era una monótona repetición de las necesidades de acuerdo con el crecimiento de la población. No se dieron cuenta de que en la sociedad de consumo no se va a las tiendas solo para reemplazar lo roto o lo consumido, sino a satisfacer los propios deseos. Y los deseos son infinitos…”
“Y cada vez es más difícil cambiar estas pautas de comportamiento porque las nuevas generaciones, crecidas en una atmósfera de consumismo brutal, cada vez inician su aprendizaje en el sistema desde más temprano y, a menudo, en familia. Desde El Salvador, hasta Londres, Nueva York y Moscú, las familias no van a misa o a ceremonias religiosas, sino que van a las grandes catedrales actuales: los templos de consumo, los centros comerciales. Y es la gran salida familiar de la semana. Van no sólo a comprar, sino a disfrutar mirando, viendo lo que hay”.
Bauman afirma que nos han hecho esclavos del consumo, las tiendas, los “mall”, los grandes almacenes. La búsqueda de la felicidad equivale a ir de compras. El crecimiento continuo del consumo, o más precisamente una acelerada rotación de nuevos objetos de consumo, es considerada la única manera de satisfacer la búsqueda humana de la felicidad.
En el libro ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? dice: “El nivel de nuestra actividad consumista y la facilidad con la que adquirimos un objeto de consumo y lo sustituimos por otro ‘nuevo y mejorado’ es el principal parámetro para medir nuestra posición social y nuestra puntuación en la competición por tener éxito en la vida. Buscamos en las tiendas las soluciones a todos los problemas que nos encontramos en el camino, soluciones que supuestamente nos alejan de las dificultades y nos llevan a la satisfacción”.
“Desde la cuna hasta la tumba nos educan y nos entrenan para usar las tiendas como farmacias llenas de medicamentos que curan o al menos mitigan todos los males y aflicciones de nuestras vidas y de nuestras relaciones con los demás… Comprar por impulso y deshacerse de las cosas que poseemos y que ya no son muy atractivas para sustituirlas por otras más atractivas constituyen nuestras emociones más fuertes”.
“Consumismo no es simplemente consumo, porque consumir es totalmente necesario. Consumismo significa que todo en nuestra vida se mide con esos estándares de consumo. Es normal que queramos ser felices, pero hemos olvidado todas las formas de ser felices. Sólo nos queda una, la felicidad de comprar. Cuando uno compra algo que desea se siente feliz, pero es un fenómeno temporal. Una persona satisfecha con sus relaciones, con su trabajo, con sus creaciones, es un peligro para el consumismo que necesita a personas permanentemente insatisfechas”.
En una entrevista en la que Bauman habla de “los tiempos de liquidación”, recuerda que en la Europa oriental de su primera juventud, “la gente era bastante feliz”. No tenían mucho que comprar, “pero vivían en comunidades solidarias, con buenos vecinos, que se ayudaban entre sí y cooperaban y eso les daba seguridad. La felicidad deriva del trabajo bien hecho. La satisfacción que eso produce es extraordinaria. En nuestra sociedad, en cambio, nos definimos no por lo que hacemos sino por lo que compramos”.
En el libro ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?, Bauman asocia el creciente individualismo con la reducción de los otros a bienes de consumo, a utilidad. “Mantenemos a nuestro compañero o compañera a nuestro lado mientras nos produce satisfacción, igual que un modelo de teléfono. En una relación entre humanos aplicar este sistema causa muchísimo sufrimiento. Las ‘cosas’ destinadas al consumo mantienen su utilidad para el consumidor, su única razón de ser, en la medida en que su capacidad para proporcionar placer no disminuya”.
“Una vez que ya no proporcionan placeres o comodidades, o una vez que el consumidor/usuario advierte la probabilidad de obtener una mayor satisfacción en otro sitio, esas cosas pueden ser, deben ser y generalmente son relegadas y sustituidas. Este patrón de cliente-bien de consumo o usuario-utilidad se está aplicando a la interacción entre seres humanos y ha penetrado en todos nosotros desde la más tierna infancia y a lo largo de toda la vida”.
“Este patrón hace que las relaciones humanas sean sustituidas por conexiones efímeras y volátiles: los vínculos sociales, la relación amorosa, se disuelven fácilmente. No hay duración suficiente para proyectos a largo plazo ni para construir lazos de solidaridad y afecto que impliquen dependencia o compromiso. Y esa fragilidad y revocabilidad de los vínculos humanos se convierten a su vez en una fuente permanente de miedo a la exclusión, al abandono... que amenazan a tantos de nosotros en la actualidad y causan tanta ansiedad espiritual e infelicidad”.
“En la relación humana, que es una relación de sujeto a sujeto, hay tensiones y dificultades. Las fricciones son inevitables, y los protagonistas no tienen otra alternativa que aferrarse a las posibilidades que ofrecen unas negociaciones con frecuencia espinosas, con compromisos incómodos. Estos riesgos son el precio asociado inevitablemente a los únicos y saludables placeres que la convivencia y la solidaridad humanas proporcionan. Y la aceptación de estas condiciones constituye la fórmula mágica que abre la puerta de una cueva llena de tesoros”.
“Pero no sorprende que mucha gente encuentre el precio demasiado alto y difícil de asumir. Y es a esa gente a la que van dirigidos los mensajes de los mercados de consumo, que les prometen despojar las relaciones humanas de las incomodidades y las inconveniencias asociadas a ellas (en la práctica, se trata de reorganizar esas relaciones siguiendo el modelo de relación cliente-bien de consumo). Esas promesas son la razón por la cuál tantos individuos encuentran esta oferta tentadora y la adoptan sin reservas, avanzando decididamente hacia la trampa, sin ser conscientes de los perjuicios que conlleva el trato”.
“Las pérdidas son enormes, y se pagan en forma de crisis nerviosas y oscuros, vagos y difusos miedos que flotan libremente, porque la vida dentro de la trampa implica estar permanentemente alerta: atisbando la posibilidad, incluso la probabilidad, de intenciones malévolas y conspiraciones ocultas en cada extraño, cada transeúnte, cada vecino y compañero de trabajo. Cualquier coalición con otros hombres suele ser con una cláusula que especifica los motivos de revocación de la misma. El compromiso, por no hablar del compromiso duradero, suele ser desaconsejable; la impermanencia y la flexibilidad de los vínculos (pensados para hacer que cualquier asociación entre humanos sea incómoda y todavía más inestable) se recomiendan insistentemente y tienen mucha demanda”.
“Al final, el mundo que ha caído en esta trampa se vuelve inhóspito para confiar en la solidaridad humana. Ese mundo devalúa y desprecia la confianza mutua y la lealtad, la ayuda mutua, la cooperación desinteresada y la pura amistad. Por esta razón, crece de una manera fría, ajena y poco atractiva; como si fuésemos personas non gratas en el territorio de otro (pero, ¿de quién?), esperando la orden de desalojo que ya ha sido enviada por correo o que ya se encuentra en el buzón de salida”.
“Nos sentimos rodeados de rivales, competidores en un juego de superación que no acaba nunca, un juego en el que darse la mano no suele diferenciarse de ir esposado y en el que el abrazo amistoso se confunde frecuentemente con el encarcelamiento”.
Como consecuencia, nos advierte Bauman, la nueva organización de la vida es más individual, insolidaria y desregularizada. Las posibilidades de las que nos hemos apropiado han sido tan dirigidas hacia otras formas de vida que la colaboración y la solidaridad no sólo son impopulares, si¬no que suponen una elección difícil y costosa: “No cabe duda de que poca gente, y en relativamente pocas ocasiones, halla en su mundo material y/o espiritual la fuerza suficiente para elegir el camino de la solidaridad y la colaboración con los demás”.
“La gran mayoría, aunque tengan intenciones y creencias nobles y elevadas, se enfrentan a realidades hostiles y vengativas, cuando no irresistibles; realidades de codicia y corrupción omnipresente, de rivalidad y egoísmo en todas partes. Una persona no puede cambiar esas realidades por sí sola deseando que desaparezcan, combatiéndolas o ignorándolas (y por tanto le quedan pocas alternativas, a excepción de seguir los patrones de comportamiento que, consciente o inconscientemente, a propósito o por defecto, reproducen de manera monótona el mundo de la guerra de todos contra todos). Esta es la razón por la cual tendemos a confundir esas realidades (impuestas, imaginadas, obligadas a reproducirse a diario con nuestra ayuda) con la ‘naturaleza de las cosas’, que ningún poder humano puede desafiar o cambiar”.
En ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? afirma Bauman: “Se cree, como si fuera un hecho, que la desigualdad entre los hombres y su egoísmo es natural, y que adaptar las oportunidades de la vida humana a esta regla nos beneficia a todos, mientras que intentar paliar sus efectos nos perjudica a todos”.
“La competitividad (con sus dos caras: el reconocimiento del que se lo merece y la exclusión/degradación del que no se lo merece) es lo que mejor responde a la naturaleza humana y lo que al final más nos beneficia. Nos han educado para creer que el bienestar de la mayoría se consigue captando, perfeccionando, financiando y recompensando las habilidades de unos pocos. Creemos que la naturaleza distribuye de forma desigual las capacidades. Por consiguiente, existen personas que son capaces de llegar a donde otros nunca llegarían por mucho que lo intenten”.
“Aquellos que han sido bendecidos con capacidades son muy pocos y están dispersos, mientras que los que no tienen dichas capacidades o tienen menos son multitud. De hecho, muchos de nosotros pertenecemos a esta última categoría. Ésa es la razón, nos repiten insistentemente, por la que la jerarquía de la posición social y de los privilegios se parece a una pirámide: cuanto más alto es el nivel alcanzado, más escaso es el número de personas capaces de alcanzarlo”.
“Estas creencias, que apaciguan los cargos de conciencia y que aumentan el ego, son aceptadas por aquellos que se encuentran en lo alto de la jerarquía. Pero estos argumentos, que disminuyen la frustración y los reproches, son una buena noticia para todos los que se encuentran en la parte más baja del escalafón. Son también una advertencia útil para los que no acataron el mensaje original y que aspiraron a más de lo que sus capacidades innatas les permiten alcanzar. En definitiva, estas ideas nos incitan a reconciliarnos con una desigualdad cada vez mayor al aliviar el dolor de la derrota y la resignación al fracaso, al tiempo que reducen las posibilidades de disidencia y resistencia”.
En base a estas creencias somos desafiados, según Bauman, “al juego de ser más que los demás”, a intentar superar y sobrepasar al vecino o al compañero de trabajo en el juego de la desigualdad de las posiciones sociales. El juego de superar a los demás implica que la manera de solucionar el daño hecho por la desigualdad es más desigualdad. Su atractivo reside en la promesa de convertir la desigualdad de los jugadores en una ventaja. O más bien, de convertir la plaga de la desigualdad que se vive socialmente en un bien que se disfruta de manera individual, midiendo el éxito de cada uno en función del nivel de fracaso del otro, el progreso de uno en función del número de personas que se han quedado regazadas, y, en definitiva, el aumento del valor de uno en función de la devaluación de los demás.
En el mismo libro leemos: “La sociedad se escinde entre una masa de verdaderos consumidores de pleno derecho y una categoría de consumidores fracasados, los que por diversas razones no son aptos para cumplir con las exigencias que ese mensaje les impulsa a asumir insistentemente hasta convertirse en un mandamiento que no admite excepciones ni preguntas”.
“El primer grupo está satisfecho con sus esfuerzos y tiende a considerar que sus altas puntuaciones en las tablas de consumo son un derecho y una recompensa justa por las ventajas ganadas o heredadas para afrontar la complejidad de la búsqueda de la felicidad. Por otro lado, el segundo grupo se siente humillado, pues ha sido asignado a la categoría de seres humanos inferiores: están en la cola de la clasificación de la liga, sufriendo ya su relegación. Se avergüenzan de su bajo rendimiento y de sus posibles causas: falta o insuficiencia de talento, de diligencia o de persistencia. Cualquiera de estas insuficiencias son vistas ahora como desafortunadas, degradantes, denigrantes o descalificadoras. Así, los perdedores de esta competición son culpados públicamente por la desigualdad social resultante. Y, lo que es más importante, tienden a estar de acuerdo con el veredicto público y se culpan a sí mismos, sacrificando su autoestima y su confianza. Sobre la herida abierta de la miseria se echa la sal de la reprobación”.
“Para los consumidores fallidos, la versión actualizada de los que no tienen, no comprar constituye el estigma lacerante de una vida incompleta, la prueba de su falta de entidad y de su sensación de que no sirven para nada. No sólo implica la ausencia de placer, sino también la ausencia de dignidad. De hecho, implica la ausencia de sentido de la propia vida”.
“Los sentimientos de injusticia que podrían ser aprovechados para conseguir una mayor igualdad se reorientan hacia las manifestaciones más claras del consumismo y se dividen en miríadas de quejas individuales que se resisten a la agregación o a la combinación, y en actos esporádicos de envidia y venganza dirigidos contra otras personas del propio bando. Así, los estallidos puntuales de violencia son una salida temporal para las venenosas emociones que normalmente están dominadas y reprimidas, y que proporcionan un respiro por un tiempo, aunque sólo sea para hacer más fácil de soportar la plácida y resignada capitulación ante las detestadas y aborrecidas injusticias de la vida diaria”.
Bauman señala que hubo un tiempo en el que no existían ni la noción de identidad ni la identidad como problema. Para la mayoría de la gente la “sociedad” equivalía a la vecindad más inmediata, a la existencia en una sociedad de conocimiento mutuo, dentro de cuya red de familiaridad transcurría su vida entera. Esto tenía como consecuencia que el lugar de cada persona era de tal manera evidente y próximo, que no era necesario reflexionar sobre él y, menos aún, negociarlo.
Hubo que esperar a la lenta desintegración y a la merma del poder de control de las vecindades, además de a la revolución de los transportes, para que naciera la identidad como un “problema”. El Estado naciente, que se enfrentaba a la necesidad de crear un orden que las bien asentadas y unidas “sociedades de conocimiento mutuo” ya no reproducían automáticamente, se hizo eco de la cuestión y comenzó a utilizar a la identidad en su labor de colocar los cimientos de las novedosas y desconocidas reivindicaciones de legitimidad estatal.
Así, la idea de una “identidad nacional” en concreto, ni se gesta ni se incuba en la experiencia humana “de forma natural”, ni surge de la experiencia como un “hecho vital” evidente por sí mismo. En el libro citado, afirma Bauman: “Para la gente insegura, confusa y aterrada por la inestabilidad y la contingencia del mundo que habitan, la ‘comunidad’ se convierte en una alternativa tentadora, ya que cobija la ilusión del paraíso perdido: tranquilidad, seguridad física y paz espiritual; he aquí la base de los fenómenos de recomunitarización fundamentalista y de los nuevos nacionalismos”.
En una entrevista reflexionó Bauman: “Desde 1648, tras la paz de Westfalia, en donde se creó un nuevo orden político en el centro de Europa, un concepto de soberanía basado en que los gobernantes de cada territorio tenían la capacidad de decir a la población bajo su mando en qué dios deberían creer, arrancó el período de construcción de nuevos estados, en los que la religión era sustituida por la nación. Resultó muy bien en cuanto a la independencia territorial de los estados la habilidad de promover el autogobierno de un territorio, pero ahora las reglas del juego han cambiado por completo. Porque vivimos en la interdependencia, no en el de la independencia. Formalmente los Estados siguen siendo soberanos en lo que concierne a su territorio, pero en la realidad ya no lo son”.
“El problema no es que los políticos sean corruptos. Algunos lo son, pero no todos. El problema no es que sean estúpidos. Algunos de ellos lo son, pero no todos. El problema no es que sean miopes. Algunos de ellos lo son, pero no todos”.
“El problema fundamental al que todos ellos tienen que hacer frente, sean corruptos, estúpidos o miopes o no suficientemente sabios, es que están sometidos a una doble obediencia. Por una parte, son los gobernantes de un territorio concreto, y los ciudadanos de ese territorio les eligieron precisamente para que gobernaran, por lo que están obligados a escuchar a su electorado. Tienen que tener en cuenta lo que su electorado les demanda. E incluso deben prometerles que trabajarán para ellos, que satisfarán sus necesidades. Sin embargo, lo que a menudo se ven obligados a hacer es a mirar en otra dirección: cuáles serán las consecuencias de sus decisiones en el mercado global o, como está de moda decir hoy día, la reacción de los inversores globales”.
En otras palabras lo dice en el libro ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?: “La libre circulación del mercado financiero, emancipada de todo tipo de control político, la desregulación de los bancos y de sus movimientos de capital, permite a los ricos moverse libremente, buscar y encontrar los mejores terrenos para obtener los mayores beneficios, lo que les hará más ricos; mientras que la desregulación de los mercados de trabajo hace que los pobres no se puedan beneficiar de las mejoras, y mucho menos parar o atenuar los desplazamientos de los propietarios del capital (rebautizados como ‘inversores’ en la jerga de las bolsas de valores), y por tanto estarán condenados a empobrecerse”.
“Además de que ha empeorado su nivel de renta y sus oportunidades de obtener un empleo y un salario suficiente para vivir, dependen ahora de las veleidades de los movimientos del capital en busca de beneficios, so capa de la competitividad, que les hace crónicamente precarios y les provoca un grave malestar espiritual, una preocupación constante y una infelicidad crónica, unas lacras que no desaparecerán y no dejarán de atormentarles incluso en los breves periodos de relativa bonanza”.
Completa la idea en una entrevista: “Los políticos se ven sujetos a una doble obediencia: deciden los viernes cómo mejorar la situación del país y para ello adoptan una serie de medidas, pero el fin de semana no pueden conciliar el sueño, porque temen que el lunes, cuando vuelvan a abrir las bolsas, un nuevo cataclismo en los mercados puede llevar al traste con todos sus planes, con un nuevo colapso del Estado que ponga en fuga a los capitales”.
Según Bauman el origen de los problemas que estamos atravesando descansa en el divorcio entre poder y política y en las formas de vida que promueve el sistema.
El poder se puede definir como la habilidad de hacer cosas, y la política es la decisión sobre las cosas que se deben hacer. Hace medio siglo todo el mundo estaba de acuerdo en que poder y política residían en manos del Estado soberano. Ahora, la soberanía del Estado territorial se ha convertido en una ilusión. Es cierto que los Estados cuentan con poderes que pueden corregir algunos aspectos de la realidad, pero las cuestiones esenciales que afectarán a nuestros hijos y nietos quedan más allá de los poderes del Estado soberano, del Estado territorial, y están sometidas a fuerzas globales.
Por una parte tenemos poderes libres de cualquier control y por la otra tenemos políticos que carecen por completo de poder. De ahí que la pregunta no es tanto la antigua gran pregunta de qué es lo que debemos hacer sino cómo lo hacemos. Más o menos todos sabemos lo que es preciso hacer: volver a casar poder y política. La política debería recrear su control del poder y el poder debería estar sometido al control de la política.
Los Estados-nación fueron creados por nuestros abuelos y bisabuelos para servir a la independencia de los Estados soberanos, pero ahora nos encontramos en una nueva situación de interdependencia. Si bien resultaron útiles durante décadas como Estados independientes, lo cierto es que han dejado de ser útiles en la era de la sociedad global, a la hora de controlar la interdependencia global de las sociedades.
El resultado de todo eso es que estamos divididos entre el poder que se ha emancipado del control de la política, y la propia política, que padece un déficit de poder y que por tanto no puede hacer que las cosas se concreten. La tarea de nuestro tiempo será volver a unir poder y política. Es una tarea muy difícil, pero si no lo hacemos no solucionaremos el problema.
Bauman ve un resquicio de esperanza en que ahora la globalización ha alcanzado un punto sin retorno y nos encontramos con que cada uno de nosotros depende del otro más que nunca y sólo podemos elegir entre garantizarnos mutuamente nuestra seguridad compartida. Por primera vez en la historia humana, el interés por uno mismo y los principios éticos de cuidado y respeto mutuo que todos tenemos apuntan en la misma dirección y exigen la misma estrategia.
En su obra Identidad, dice Bauman: “De ser una maldición, la globalización todavía puede trocarse en bendición. Nos encontramos en el umbral de otra gran transformación: las fuerzas globales andan sueltas y se deben poner bajo control democrático popular sus ciegos y dañinos efectos; obligándolas a respetar y a observar los principios éticos de cohabitación humana y de justicia social”.
El otro grande y difícil reto para Bauman es promover la búsqueda de experiencias, instituciones y realidades culturales y naturales de la vida en común, en vez de concentrarse en los índices de riqueza, que tienden a convertir la coexistencia humana en lugares de competencia individual, rivalidad y luchas internas: “El tema está en averiguar si los placeres de la convivencia son capaces de sustituir a la búsqueda de riquezas, al disfrute de los artículos de consumo que ofrecen los mercados y a la competitividad que se combinan en la idea del crecimiento económico infinito, y cumplen el papel casi universalmente aceptado de medios para conseguir una vida feliz”.
Los interrogantes que plantea Bauman son: ¿Conseguiremos unir el poder y la política? ¿Lograremos gobernar las fuerzas incontroladas del capital que mueven el mundo? ¿Podremos inclinarnos hacia los placeres de la convivencia superando la mediación del mercado y sin caer en la trampa del utilitarismo? ¿Sustituiremos el juego de todos contra todos, la rivalidad, la competición y la codicia por una coexistencia basada en la cooperación amistosa, la reciprocidad, la generosidad, la confianza mutua, el reconocimiento y el respeto?
En cualquier caso, nadie puede negar que en una situación de crisis es necesario desarrollar visiones de futuro, proyectos o ideas que aún no se hayan pensado. En su libro ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? afirma Bauman: “Lo que es ingenuo es la idea de que el tren que marcha hacia la destrucción progresiva de las condiciones de supervivencia de muchas personas, modificaría su velocidad y dirección si en su interior la gente corre en la dirección opuesta al sentido de su marcha. Albert Einstein dijo que los problemas no pueden solucionarse con los patrones de pensamiento que los generaron. Hay que cambiar la dirección global, y para eso es necesario primero detener el tren”.
Y concluye: “Parece que necesitamos que se produzcan catástrofes para reconocer y admitir (desgraciadamente de manera retrospectiva, sólo retrospectiva) que podían producirse. Es un pensamiento escalofriante, quizás el que más. ¿Podemos refutarlo? Nunca lo sabremos si no lo intentamos: una y otra vez, y cada vez con más fuerza… Al menos, cuando llegue (si llega) el desastre, no podremos decir que no nos lo advirtieron. No obstante, lo mejor, tanto para usted como para mí, y para todos, es evitar que se produzca mientras todavía dependa de nuestra capacidad detenerlo”.
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Para evitar la catástrofe el reto es unir poder y política. Selección de textos del sociólogo Zygmunt Bauman - Instituto Humanitas Unisinos - IHU