19 Setembro 2017
Viajé a dos microuniversos: la ciudad de Portland en Maine y la de Manassas en Virginia para encontrarme con viejos y nuevos amigos. Todos indocumentados. Compartí sus trabajos, conocí sus estrategias, me alegré de todo lo aprendido, de todo lo avanzado. Y conocí de sus muchos miedos, los miedos atizados por los desenfrenos de Donald Trump.
El artículo es de José Luis Rocha, publico por CPAL Social, 16-09-2017.
Avianca hace un primer llamado para al abordaje de su vuelo 582 con destino al aeropuerto Dulles en Washington. Una legión de ancianas salvadoreñas, hondureñas y guatemaltecas en sillas de ruedas se alinean frente a la puerta 14 del aeropuerto Oscar Arnulfo Romero y Galdámez. Serán las primeras en ingresar, asistidas por diligentes muchachas que empujarán sus sillas. Visitarán hijas, sobrinos, nietas y quizás también bisnietos dispersos en varias ciudades de Estados Unidos.
No sé qué me causa más perplejidad: si la conexión que existe entre esta voluminosa cohorte de señoras con dos o tres generaciones de familiares viviendo en el Norte industrializado y digitalizado, o el hecho de que el aeropuerto haya sido rebautizado con el nombre de un obispo que hace tres décadas fue asesinado por el fundador del partido que gobernó El Salvador durante veinte años, de 1989 a 2009.
Vistos desde una perspectiva adecuada, los dos hechos están conectados. La guerra iniciada en 1980, el año en que Romero fue asesinado, hizo de Estados Unidos refugio predilecto de los salvadoreños. Y aquella primera generación de pioneros migrantes sentó las bases para que en la postguerra - preñada de tantos giros políticos y económicos, como el paso de la “peseta” a la “cora” y el utópico bautizo del aeropuerto con el nombre de Romero - otras generaciones siguieran la senda de los primeros refugiados.
Desde “allá” esos migrantes influyen la política de “acá”, observó Mario Lungo en un viejo editorial de la revista ECA de la UCA salvadoreña. Acaso se nombró Romero al aeropuerto después de que la política de El Salvador se empezó a despolarizar “allá”, donde los que huían de la represión del ejército y los desafectos de la guerrilla descubrieron su común interés -documentarse- y juntos dieron el primer paso en esa dirección: ser admitidos como refugiados gracias al cabildeo de las iglesias.
En 2017 el Census Bureau contabiliza a 58 millones 600 mil latinos en Estados Unidos. Son ya el segundo grupo racial en el país. Los latinos aportaron 1 millón 100 mil personas de los 2 millones 200 mil del crecimiento poblacional en 2016-2017. La afluencia de inmigrantes es uno de los factores de mayor peso en el crecimiento de la población latina, aunque su aporte es menor que en la década pasada: 40% en 2006, 34% en 2015.
Según el Pew Research Center, un millón de inmigrantes reciben cada año el estatus de residentes permanentes, la “green card”. La gran mayoría la consigue por ser familiares de ciudadanos o porque sus cónyuges, padres o hijos ya obtuvieron la residencia y pueden “pedirlos”. Ése fue el caso del 65% del 1 millón, 51,031 inmigrantes que en 2015 consiguieron la tarjeta del color de la esperanza.
La mayoría no son propiamente “pedidos”: entre 2004 y 2015, el 57% de los inmigrantes que la obtuvieron ya vivían en Estados Unidos: 7 millones 400 mil. Superaron a los 5 millones 500 mil que llegaron después de tramitar su estatus. Son ex-indocumentados que fueron gradualmente encontrando la ruta hacia la inserción legal en una sociedad que ya los había aceptado en sus fábricas, centros comerciales, iglesias, incluso universidades, en muchos otros ámbitos donde día a día se juega el reconocimiento de la membresía. Son los que hicieron la ruta larga y mojada.
Entre los centroamericanos, los que llegan secos y se insertan legalmente gracias a un familiar cercano que los precedió pesan aún más: 84% de los salvadoreños, 67% de los guatemaltecos, 76% de los hondureños y 90% de los nicaragüenses obtuvieron la residencia en 2015 por sus lazos sanguíneos o matrimoniales con residentes y ciudadanos que hicieron la ruta larga y mojada.
En 2015, 47,711 centroamericanos obtuvieron la residencia permanente. En 2014 y 2013 fueron 44,403 y 44,724. Los salvadoreños se colocan a la cabeza con alrededor de 19 mil nuevos residentes cada año. Les siguen muy de lejos los guatemaltecos, con alrededor de 10 mil, los hondureños con cerca de 9 mil y los nicaragüenses en torno a 3 mil.
Entre 2006 y 2015, un lapso de diez años de postguerra, 203,226 salvadoreños, 134,545 guatemaltecos, 74,560 hondureños y 34,882 nicaragüenses han obtenido la residencia permanente. En esa década la ciudadanía fue concedida a 177,101, 89,318, 50,534 y 70,645 personas de esas nacionalidades de origen. En 2014 el Department of Homeland Security contabilizó 320 mil salvadoreños y 180 mil guatemaltecos residentes permanentes, de los que 250 mil y 120 mil son elegibles para la ciudadanía estadounidense.
Estos ciudadanos bisoños y residentes en vísperas de la naturalización pueden ahora financiar viajes y facilitar la obtención de la visa a sus familiares. Muchos de ellos invitan a sus madres y abuelas a que los visiten y disfruten un trocito de entre uno y tres meses del sueño americano. La mayoría de ellas son invitadas por mojados que se secaron. Otras por secos que fueron “pedidos” por un ex-mojado.
Visité Portland, en el estado de Maine. Allí conocí a Ismael Portillo, un salvadoreño cuya trayectoria como migrante tiende un puente desde la guerra en El Salvador hasta la era de Trump.
El suyo es un ciclo vital estrechamente imbricado en la política migratoria y sacudido por la geopolítica imperial estadounidense. Ismael llegó en 1989 huyendo de las vísperas de la segunda ofensiva final organizada por el FMLN, que hizo esfuerzos ímprobos por reclutarlo. Obtuvo la residencia en 2008, cuando Obama subió al poder. A principios de 2017, cuando Trump recién había tomado posesión, fue a uno de los campus de la University of Southern Maine para juramentarse junto a otros 50 inmigrantes que acaban de obtener la naturalización.
“Hablaron de la historia, de lo que es el país, del gobierno actual - me cuenta -. La gran sorpresa que me llevé fue que empezó a hablar uno que creo es el director de la Universidad. Casi estaba llorando. Fue bien conmovedor lo que vi. Ellos estaban enojados con los resultados de las elecciones y no pusieron ninguna foto del Presidente Trump. El director dijo: “Me apena lo que está sucediendo con nuestro Presidente, no es correcto lo que dice”. Y todo el mundo, en vez de estar contentos estaban como tristes. El director explicó que sus padres eran canadienses y le habían contado una pequeña historia: cómo al entrar a los Estados Unidos alguien los recibió, les dieron comida, les dieron manzanas. Y dijo: “¿Ahora cómo nosotros podemos dar algo a los que van llegando? Tendríamos que seguir ese ejemplo, pero lo que este señor está haciendo, lo que quiere que hagamos, es que rechacemos lo que hemos hecho desde un principio”. Todos estaban bien tristes y él estaba llorando”.
Ese repudio al nuevo Presidente le confirma a Ismael sus experiencias cotidianas: la mezcla de actitudes hacia los recién llegados, la acogida y el rechazo, el país de inmigrantes y la nación deportadora. Es un repudio que refleja el parecer del 68% de los entrevistados que a la encuesta del Pew Research Center respondieron que la apertura a los extranjeros es esencial a lo que Estados Unidos es como nación y al del 64%, que opinaron que la diversidad racial y étnica hace de Estados Unidos un mejor lugar para vivir.
Pero no podemos olvidar que para el 35% esos rasgos no hacen ninguna diferencia o lo convierten en un sitio peor, y que al 29% esa apertura los hace sentir que está en riesgo el perder la identidad como nación.
El domingo, después de la misa dominical en español, Ismael y un hermano suyo que también vive en Portland, dieron una charla para informar a los varones sobre el peligro que corren, muy particularmente ahora, porque se conocen algunos casos de recientes capturas -un par de hondureños, por el momento-, que han sembrado el pánico entre los centroamericanos.
Será una charla de “hombre a hombre”, me dijo una religiosa, la hermana Patricia, minutos antes de que empezara. La selección de un público exclusivamente masculino buscaba estimular la confianza.
También así porque las infracciones a tratar son más típicas de hombres: conducir sin licencia, sin el sticker de la inspección mecánica y/o en estado de ebriedad, tener en los autos placas que no coinciden con los documentos del vehículo, sentar niños menores de diez años en el asiento del copiloto, prescindir del cinturón de seguridad, acoso sexual (manoseo, piropos), violencia doméstica, disciplinar niños con fuerza física, declaraciones de impuestos fraudulentas (anotando más personas dependientes para incrementar el monto del reembolso), seguro social falso, robo de identidad, enojarse con la policía.
“Esto que hablo es para protegernos - añadió Ismael, después de la lista de infracciones -. Para que no nos agarren así de fácil. Aquí no es santuario. Si te agarra la policía por una de estas infracciones, vas directamente al ICE. Métanle cráneo a estos consejos. Teniendo cuidado no damos espacio para que el míster Trump nos eche de aquí. A veces venimos a este país y creemos que todo es fácil. Pero no es así. Yo sé de lo que hablo. Hace años cometí una infracción muy seria y me costó cara: siete mil dólares de multa que pagué con mi salario de empacador de langosta a diez dólares la hora desde las 4 de la madrugada. Eso duele”.
Ismael no tuvo chance de terminar el segundo grado de primaria. Avanzó un poco - no mucho más - en sus habilidades en lecto-escritura gracias a los cursos bíblicos. Por eso el examen de ciudadanía se le hizo cuesta arriba. “Le voy decir algo, con el corazón en la mano - le confesó al funcionario que supervisaba el examen -. Casi no puedo escribir”. El burócrata, que no era un engranaje más de un sistema ciego y sordo, respondió: “No te preocupes. Aquí vamos a tratar de ayudarte. Yo quisiera ayudarte en todo el examen, pero no puedo”. Le fue dictando despacito, letra por letra. Y al final le dijo con visible satisfacción: “Felicidades. Ya eres ciudadano”.
Con rudimentaria palabra escrita, pero eficaz palabra oral, Ismael dio la charla en el sótano de la iglesia, como los primeros cristianos en las catacumbas. Fue una charla de migrante a migrante, que evoca el proverbial método de “campesino a campesino” inventado - quizás redescubierto - en México y puesto en práctica por algunas organizaciones de base en Centroamérica.
Ismael sabe que Estados Unidos quiere cierto tipo de ciudadanos y por eso capacita a sus paisanos menos avezados en leyes y costumbres del país que mantiene un Ellis Island permanente, del país de la eterna probación: “Aquí uno piensa que tiene un problemita que se resuelve en uno, en dos o en tres años. Eso nunca se borra. Es de por vida. Por eso pasé esperando para conseguir la residencia”.
La charla en las catacumbas es un teatro del miedo y la resistencia. El miedo que provoca la necesidad de la charla. La resistencia que urde estrategias: “Ideas quiere la guerra”, reza el refrán salvadoreño que Roque Dalton reproduce en “Las historias prohibidas del Pulgarcito”. Ese miedo se alimenta de hechos cotidianos: “Antes, cuando íbamos a pescar, los americanos se acercaban amistosos y nos platicaban. Ahora fuman hierba cerca de nosotros para que nos vayamos. Si no lo hacemos, se van y llaman a la policía. Los racistas agarran vuelo cuando escuchan a Trump”.
La vida de Ismael sigue hiperpolitizada, imbricada en la política local y la imperial: partió de El Salvador para huir de la guerra y ahora debe medir sus pasos para no caer en las garras de una migra a la que Trump quiere afilarle las uñas. Vida personal y política son una amalgama en Ismael. Al finalizar la entrevista le pregunté si en este texto quería ser identificado por su nombre o por un seudónimo. Y casi dijo: “Llamadme Ismael”, como el protagonista de Moby Dick.
Ismael llegó hace 28 años. Susi tiene apenas seis meses en Estados Unidos. Nació y se crió en el Quiché, pero buscando la tortilla nuestra de cada día, sus pasos la llevaron a Xela, en Guatemala, y ahora a Estados Unidos.
Llegó directamente a Portland después de un intento frustrado en que casi muere de asfixia junto a su esposo y sus dos hijos, de seis y siete años. Le dieron el esquinazo a la parca en una situación idéntica a la que relata Jorge Ramos en “Morir en el intento”: un camión llenó de migrantes en un vagón cuyo climatizador colapsa, el oxígeno se agota, el calor supera los límites de lo tolerable y los migrantes languidecen sin poder comunicarse con la cabina.
Una entrevista con estos sobrevivientes podría revelar algunas de las incógnitas que Ramos plantea en su libro sobre el tráiler donde murieron 17 de las 73 personas que en mayo de 2003 viajaban de Harlingen a Houston. Las personas que migraban en el camión donde iba Susi no perecieron, pero tuvieron que entregarse a la migra a pocas millas de la frontera.
Susi no se amilanó. Las palabras de su padre le insuflaban valor: “Mire mi’ja, usted ya está grande y tiene dos hijos. Tiene que pensar qué va a hacer. No va a seguir rentando casa toda su vida. Mañana viene cualquiera y le pone una casona frente a la suya, y usted va a estar estudiada pero sin cobijo propio. Ser pobre no es excusa. Es como si no se bañara por no tener jabón. Yo les di estudio para que salieran adelante. Lo demás ya depende de ustedes”.
Para hacer un segundo intento, Susi cambió de coyote y viajó sola, probablemente por otra ruta, aventurándose como pionera de la familia. Hizo el viaje en 16 días, la mayor parte del tiempo en vehículos, pero también tuvo que caminar cinco horas por una montaña. Su esposo y los hijos llegaron 22 días después, siguiendo sus pasos.
Como no tenía hijos que presentar al entregarse a la migra, Susi tuvo que improvisar el papel de madre de un menor de 16 años que el coyote le asignó al emprender la jornada. “Él va a ser tu hijo”, le espetó sin más ceremonia. Tras el apresurado “parto”, Susi susurró unas palabras amables a su “bebé”. Intentaba infundirle la confianza que a ella misma no le sobraba.
Pero la confianza es de los bienes que se multiplican al compartirlos. Se sentía tranquila, aunque ligeramente mosqueada por el par de pies de altura que le sacaba su putativo vástago. A la mañana siguiente su inquietud saltó a la estratósfera cuando la luz del día le mostró el color de piel del muchacho, que contrastaba con su suave morenez. ¿Y ahora qué hago con este “chanche” (blanco)?, se preguntó y de inmediato dio con la respuesta: Voy a decir que el papá es un gringo.
Como Susi, muchos otros centroamericanos migraron en esos días. Era noviembre, un mes que debido a sus bajas temperaturas solía ser de temporada baja en el cruce de la frontera. A juzgar por las estadísticas de capturas en la frontera sur de Estados Unidos, ésta fue una de las reacciones desde el exterior de Estados Unidos al miedo a Trump: adelantar un viaje al que venían dándole vueltas desde hacía meses o años. Ahora o nunca.
¿Será Trump el parteaguas de los volúmenes migratorios? Eso está por verse. La migra, oficialmente conocida como Immigration and Customs Enforcement (ICE), sigue haciendo su trabajo. Trump sólo es la punta chata y vociferante del ICEberg.
En Guatemala Susi freía papas en uno de los cientos de Pollo Campero. En Portland su itinerario laboral ha variado: “Aquí empecé empacando langostas. Es un trabajo muy duro y mal pagado: dan 10 dólares por hora, se trabaja en el hielo con unos enormes guantes que no consiguen protegerte del frío y la jornada empieza de madrugada. Ahora ordeno artículos y limpio en un mall”.
Su jefe le pagaba el mínimo posible y contrataba africanos y asiáticos, a quienes de entrada remuneraba con 3 ó 4 dólares por encima del salario por hora de Susi. “Todos hijos o todos entenados”, pensó Susi antes de poner su renuncia. Llegó temblorosa y acompañada de una monja guatemalteca que tradujo la áspera conversación.
El jefe tuvo el mal tino de profetizar: No vas tardar en venir a suplicarme que te dé trabajo. En efecto: la petición no tardó. Pero fue él quien llamó a Susi y le renovó una oferta laboral mejor pagada y adobada en elogios. Era su mejor trabajadora. “Es que a eso vinimos - me dice ella entre risas -; Vinimos a trabajar y a ahorrar lo más que podamos”.
El ahorro precisa organizarse para reducir costos. No pueden darse el lujo de tener una niñera que les cobraría lo mismo que ellos ganan, incluso más. Por eso siempre hay alguien de la familia en casa para cuidar de los niños: ella, su esposo, su hermano o su cuñada. Juntos están los dos matrimonios, y las camadas de hijos que suman tres, en una comuna familiar donde todo se parte y comparte: las comidas y los trabajos, las diversiones y las aflicciones.
La situación de Susi me trae a la memoria la más extrema de tres hermanos hondureños -dos varones y una mujer- que vivían en Fairfax, Virginia, en un mismo cuarto de un pequeño apartamento con tres cuartos. La renta total (750 dólares) se dividía entre el número de cuartos y el cociente de 250 se repartía entre el número de inquilinos por habitación. Sala, cocina y baño eran áreas comunes.
Los niños revolotean alrededor mientras hablamos. Nos muestran sus juguetes. Serán dreamers en un futuro no tan lejano, si es que cuando sean jóvenes soplan mejores vientos y se reedita el paquete de beneficios que Obama concedió en 2012 a quienes llegaron a Estados Unidos en la niñez y quieren ir a la Universidad, un paquete que Trump ha lanzado por la borda como inútil fardo.
Los hijos de Susi están sobre la senda propicia: en la escuela y avanzando en su dominio del inglés, llave hacia la inserción en otra sociedad, posibilidad de entenderla. Cambiar el piso de cemento o tierra por una alfombra y las camionetas desvencijadas por flamantes buses no deben ser giros tan drásticos como la adquisición de una segunda lengua.
Esos cambios se ven, mientras la lengua -con su pesado equipaje cultural- va colándose silenciosamente. El mundo globalizado ha borrado otras diferencias: los juguetes son los mismos, también las horas en común y la dieta. ¿A más globalización, menos trauma en la adaptación? Eso está por verse.
El mercado latino apenas empieza a abrirse paso en Portland, pero ya dispone de algunas delicias. Mientras nos platica de sus miedos, Susi reparte una taza de atol de incaparina, así llamada por su lugar de nacimiento, el INCAP (Instituto de Nutrición de Centroamérica y Panamá), donde el bioquímico guatemalteco Ricardo Bressani inventó en 1959 ese complejo de harinas de maíz y soja, reforzado con vitaminas y minerales para mejorar la nutrición de los más pobres.
El sabor de la incaparina no borra el miedo en el rostro y en las palabras de Susi. Ella sabe que en cualquier momento la pueden deportar. Tiene que reportarse con regularidad a una oficina y en algún momento tendrá que enfrentar un juicio en una corte migratoria. No tendría más remedio que declarar la verdad.
En el ínterin, sus movimientos están limitados: de la misa a la casa, de la casa al trabajo y no mucho más. Y en los tiempos que corren, sus movimientos van de muy poco a casi nada. Su libertad está muy restringida por el miedo que las palabras de Donald Trump van sembrando todos los días y por todas partes.
“Libertad o tranquilidad, pero no las dos”, me explican Ledis y Manuel, un matrimonio salvadoreño con TPS (Estatus de Protección Temporal) y tres hijos nacidos en Estados Unidos. Por pura casualidad mi visita coincidió con la celebración del décimo octavo cumpleaños del mayor, que cursa ingeniería informática en la Universidad. Hubo tacos y pastel, canciones y risas.
Como la vida corre vertiginosa en el norte, el padre tuvo que irse a mitad de la fiesta para empezar su jornada laboral. Limpia edificios. Empieza a las 4 de la tarde y termina a las 2 de la mañana o más. Antes de marchar le dio tiempo de explicarme su miedo: “Allá en El Salvador hay mucha violencia. No hay tranquilidad. Te pueden asaltar o disparar. Pero aquí no hay libertad: te pueden deportar en cualquier momento”.
Sacaron esa conclusión cuando, después de ocho años en Estados Unidos, en 2004 viajaron a su pueblo natal en La Unión, en un viaje que planificaron como regreso definitivo. Con sus ahorros, Manuel compró un microbús y se convirtió en un próspero transportista. El sabor del terruño los embriagaba. Todos los fines de semana iban a chotear (pasear). Visitaban familiares. Probablemente celebraban los cumpleaños con una nutrida concurrencia. Tenían libertad. Pero las extorsiones no tardaron en drenar sus ingresos. Regresaron con un coyote que los puso en manos de un agente del ICE que les cobró 1,600 dólares, 800 por cabeza, por llevarlos desde la frontera a Harlingen, situada a 10 millas de Los Indios, 23.5 millas de Brownsville y 33 de McAllen?, que son las ciudades cercanas a su probable punto de ingreso.
El ICE es el más caro de los coyotes: entre 24 y 80 dólares por milla. Con su documento del TPS -que no les permitía esa escapadita a su país-, de nuevo en territorio gringo eran documentados y con autorización para trabajar. En el Valley International Airport tomaron un avión hacia Nueva York. Volvieron a la tranquilidad y perdieron la libertad.
También en Estados Unidos perciben la misma relación de suma cero entre libertad y tranquilidad. Al comparar las ciudades donde han vivido, concluyen que Los Ángeles -reputada como capital del Tercer Mundo- fue la ciudad con más libertad y Portland la ciudad con más tranquilidad.
En contrapartida, ya que estamos ante bienes que se distribuyen en proporciones inversas, dicen que Los Ángeles es la ciudad más insegura y Portland la que más constriñe sus movimientos y reduce su vida a casa-trabajo-misa. Otros TPS-habientes están en peor situación que ellos: lo obtuvieron hace cinco o más años, pero nunca lo renovaron. Ahora se enfrentan a requisitos que no pueden satisfacer. Por si las moscas, Ledis y Manuel están haciendo planes en caso de una suspensión del TPS: qué ahorros llevar y qué hacer con el hijo universitario que, por su estatus legal podría quedarse, pero no por su dependencia económica.
Miriam y Elsi vinieron a Estados Unidos desde Chalatenango hace tres años, cuando tenían 8 y 15 años. Viajaron de mano en mano en una cadena de relevo de coyotes que las pusieron en la frontera a disposición del ICE. Ingresaron en 2014, año pico de la llamada crisis humanitaria que sólo en ese año trajo a Estados Unidos a 51,705 menores centroamericanos, 16,404 salvadoreños, contando únicamente a aquellos que se entregaron o fueron capturados por el ICE.
Elsi está por terminar la secundaria y planea estudiar enfermería. Su estatus de solicitante de asilo le permite ingresar a la Universidad. Pero sus padres son indocumen¬tados. Su papá trabaja en un restaurante de comida coreana y japonesa. Su mamá cuida de su bebé y se ocupa de los quehaceres de la casa. Esta combinación significa ingresos muy limitados y alta inseguridad. Mínima libertad, dirían Manuel y Ledis.
El estatus de Miriam y Elsi pende de un hilo que podría cortar un tribunal migratorio que siga al pie de la letra las nuevas y muy estrictas directrices de Trump para conceder el asilo. Por eso, como en el de Susi, en su apartamento no hay televisor, no hay “grandes” inversiones. Compran sólo lo imprescindible. También como el de Susi, su apartamento luce un tanto desangelado, como el campamento provisional que es, y que no dejará de serlo, hasta que estabilicen su situación. O hasta que pase el virtual toque de queda que Trump ha proclamado. La provisionalidad lo invade todo. En Knox, a dos horas de ahí en carro, los equipos de fútbol ni siquiera tienen nombre, se saben efímeros.
Ni la ciudadanía de Ismael, ni el TPS de Ledis y Manuel ni el estatus de aplicantes al asilo de Miriam y Elsi las libran del miedo. Son personas tan poco libres -o tan mucho cautivas- como Susi, recién llegada y sin más credenciales que su ánimo y sus monumentales ganas de trabajar.
En otro escenario del miedo y la resistencia, en Manassas, Virginia, me vuelvo a encontrar con viejos conocidos. Lito Melgar, de quien escribí en Envío en noviembre de 2014, salvadoreño a quien conocí cuando tenía tres años y vivía en una comunidad de desplazados de guerra. Y Reynaldo Campos, hondureño a quien conocí en febrero de 2014, cuando fue mi anfitrión por varias semanas en una casa donde él vivía con un migrante guatemalteco.
En los tres años que tenemos de no vernos sus vidas han experimentado cambios gruesos. Ambos eran indocumentados y pertenecían a un grupo de jóvenes que promovían retiros patrocinados por una congregación religiosa católica. Ya tenían más de diez años de residir en Estados Unidos, pero su inglés era casi nulo y su clientela un tanto inestable. Reynaldo trabajaba en el landscaping -de “gramero”, le dicen en español- y Lito pintaba tinas de ba¬ño.
Ahora Reynaldo trabaja con su hermano Julio, que se vino de Maryland a aprender el oficio de gramero después de una década en restaurantes. Juntos han fortalecido la empresa que Reynaldo fundó hace más de un lustro y han expandido la red de clientes a tal punto que no pueden darse un respiro en el verano, ocupados a más no poder con los clientes fijos y los eventuales. Reynaldo domina el inglés, alquila una bodega que mantiene llena de herramientas y se conoce todos los entresijos de la burocracia local, desde saber dónde botar la broza que saca de los jardines hasta cómo obtener un contrato con el gobierno de la ciudad para recoger las ramas que caen durante una tormenta.
Reynaldo ya está casado y tiene dos hijos. Demasiados cambios en tres años. No ha sido fiel a su lema de hacer las cosas a un ritmo suave: “Como masca la iguana”, un dicho que ya cruzó el Atlántico y vía migrantes se está diseminando en España.
Reynaldo tiene un optimismo a prueba de dinamita que los miles de dólares que ha pagado en multas no han podido doblegar. Pasa junto a la policía y comenta: “Ya sacaron para los frijolitos. A nosotros nos toca más duro para ganarlos”. Gracias a la calidad de su trabajo, no tiene problemas para ganar clientes, sino empleados: “Los jóvenes no quieren trabajar en esto. He traído a algunos y después de una hora ya me están pidiendo comida, y a mediodía se quieren ir, y se van, porque no aguantan. Antes la gente era recia y ahora se aguacataron”.
Salgo con ellos a trabajar con la firme intención de no ser como esos jóvenes aguacatados. Aunque me destinan a tareas no tan pesadas, para mí es muy duro seguir su compás. Me consuela saberme como esos viejos aguacatados por la edad y el trabajo de oficina. Cuando el cansancio aprieta, Reynaldo nos da ánimo: “Nosotros somos de plan y ladera”. Somos todo terreno: valle y cerro.
El premio no tarda en llegar: los vecinos que pasan se acercan y lanzan comentarios elogiosos a nuestra labor. Mejor aún: dos potenciales clientes amarraron trato. Uno promete grandes contratos. Se dedica a comprar casas, a arreglarlas y a venderlas. Su única condición es que se le cumpla en la fecha acordada.
La calidad del trabajo de Reynel y sus mozos salta a la vista. Arreglar un jardín delantero es como estar en un escaparate. Es por eso un teatro de la aceptación social. Los viandantes sólo pueden ver nuestro fenotipo latino. No pueden ver el genotipo político-legal (el estatus migratorio), pero lo pueden sospechar.
El abogado que nos contrata, un señor en sus 50, con porte distinguido y suaves maneras, sí que lo tiene claro. Quizás por eso al final pagó más de lo acordado y encima nos “tipeó” (tip=propina) con 20 dólares a cada uno. Hicimos un doble trabajo: el jardín y la presencia que levanta preguntas y atiza disensos. Logramos visibilidad: un grupo de tres centroamericanos estuvo más de ocho horas ante los habitantes de ese barrio de clase media alta.
En febrero de 2014 Lito Melgar estaba pagando una fortuna en abogados. Por presentar los “chuecos” (documentos falsos) cuando un policía lo detuvo por un asunto baladí, su solicitud de residencia tenía que pasar por una petición de perdón, un purgatorio de trámites y un retorno a El Salvador seguido de la prolongada zozobra en el pantano de la incertidumbre.
Todo este infiernillo gringo quedó atrás. Lito obtuvo el perdón y la residencia, fundó su propia empresa, que ya tiene nueve trabajadores (los dos socios y nueve empleados), financió el viaje de su hermana menor de El Salvador a Estados Unidos y vio nacer a su tercer hijo. Después de unos cursos que interrumpió por colisión de horarios, Lito ha logrado un dominio más que notable del inglés. Lo escucho y me sorprendo.
Lito se ha convertido en un multiusos que con la misma destreza y celeridad pinta una tina de baño, cambia una pared o sustituye un rodapié. En su van, que hace las veces de bodega y de oficina ambulante, tiene decenas de herramientas de todo tipo, todos los artilugios que su oficio requiere.
“Aquí todo se hace con máquinas”, me explica mientras entramos a un condominio donde tiene los contratos asegurados. Su empresa no tiene ni dos años de haber sido fundada y ya cuenta con una numerosa clientela fija, abundantes clientes ocasionales y muchos contratos puntuales.
En la era Trump los migrantes del norte de Virginia respiran el mismo aire de tranquilidad que encontré en 2014, cuando el país lo gobernaba Obama, nombrado “Deporter in chief” por los activistas que repudiaban el trabajo del Department of Homeland Security y sus récords de deportaciones.
Virginia no es un estado santuario. Manassas no es una ciudad santuario. Pero las señales de aceptación que la sociedad emite cada día hacia los inmigrantes son claras y distintas. Reynaldo se enorgullece: “Cuando entro a los condominios, los jóvenes riquitos me saludan. Hacen un gesto de aprobación con la mano. Les encanta mi troca del 90 porque dicen que les gustan las cosas viejas”.
Lito tiene docenas de jefes de mantenimiento en el bolsillo. Las familias de ambos crecen y respiran libertad. Cuando regresé de Portland, Lito pasó a buscarme, acompañado de su familia. Venían de visitar el Museo de Historia Natural del Smithsonian, un entretenimiento de gringos y turistas que poco a poco se va latinizando.
¿Por qué estás diferencias en la percepción de la libertad en Portland y en Manassas? Los entrevistados en Portland sienten que no hay ambiente de latinos. Allí no están acuerpados. La elocuencia de las estadísticas refrenda esa percepción: Portland es una ciudad donde en 2015 el 85% de sus habitantes se consideraban blancos puros. De los 66,490 habitantes que entonces tenía, apenas 2,065 (3%) eran latinos y 460 (0.7%) centroamericanos, la mayoría compuesta por 273 salvadoreños y 131 guatemaltecos.
En contraste, en la ciudad de Manassas, de los 40,743 habitantes que tenía en 2015, el 33% (13,403) eran latinos y 7,453 (18%) centroamericanos, descollando los 4,923 salvadoreños y 1,145 hondureños. Es posible que, precisamente debido al miedo, los latinos indocumentados estén subestimados en Portland. Pero también lo están en Manassas, porque muchos de los que ahí viven tienen residencia oficial en Maryland para aprovechar que ese estado les otorga licencias de conducir a los indocumentados, un derecho que Virginia les niega.
En cualquier caso, no hay duda de que en Portland los latinos están en tierra blanca. Lo primero que me llamó la atención al llegar allí, después de una temporada en Manassas, fue no encontrar meseras, mecánicos, jardineros o afanadoras latinas. Entre una población más pequeña de perseguidos, el teatro del poder perseguidor tiene un mayor impacto: en una población más grande, las relaciones son más impersonales y el efecto de una expulsión se diluye.
Un Trump que da vuelos al racismo dispara el miedo. Entre enero y agosto de 2017 el porcentaje de quienes opinan que el racismo es un gran problema en Estados Unidos pasó del 26% al 58%. Esa es la tónica general. Pero el racismo no se distribuye de forma equitativa por toda la geografía nacional. Y otro tanto ocurre con el miedo.
No estoy diciendo que en Portland hay más racismo, pero sí que la composición predominantemente blanca de su población hace que los latinos estén muy alertas a las señales de humo de los fumadores de hierba y que la percepción generalizada de que el racismo es un gran problema la puede experimentar con mayor agudeza un grupo que se sabe micro-minoría en tierra blanca.
Otra medida de las dimensiones del miedo la tenemos al comparar la situación de los dreamers en Portland y en San Francisco. Los dreamers, ellos y ellas, son jóvenes indocumentados que llegaron al país antes de cumplir 16 años y están cursando o han cursado la secundaria. En agosto de 2012 Obama los benefició con el programa Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA), que les permite estudiar y trabajar. Actualmente se calcula que casi 790 mil jóvenes inmigrantes se han acogido a este programa en 2017 por aplicación inicial o por renovación.
Su situación en San Francisco (ciudad santuario y con un 15% de latinos) es muy distinta a la que tienen en Portland, ciudad de “acogida”, una suerte de estatus informal -declaración de solidaridad con los migrantes- mucho más tímida. Los dreamers son un movimiento en San Francisco. Muchos se conocen unos a otros, bastantes se reúnen con regularidad y algunos incluso han participado en actos explícitos de desobediencia civil, como el bloqueo de importantes intersecciones de calles en pleno centro de San Francisco. En Maine estos “soñadores” no pasan de ser un grupo de anónimos aplicantes a un procedimiento burocrático que los sitúa en una posición menos incómoda, pero que no les sirve de plataforma organizativa. En una ciudad son un movimiento. En la otra son mónadas que se beneficiaron de un programa. Nada más.
El salvadoreño Fernando Martínez es el único dreamer en el estado de Maine que se ha atrevido a salir a la luz pública. Concedió dos entrevistas a la prensa escrita con el escueto resultado de que otro dreamer, compañero de estudios en la University of Southern Maine, se le aproximó para conversar sobre la condición migratoria que tienen en común. Esa Universidad apenas ha tenido 100 beneficiaros del DACA. Son muy pocos. Es más lamentable el hecho de que sólo dos de ellos se conozcan entre sí. El “coming up for air” en el escenario público de Fernando fue un golpe teatral que quizás todavía no ha cosechado todos sus frutos. Su pequeño efecto es otro termómetro del miedo que tienen los latinos indocumentados en Portland.
Los indocumentados no se quedan de brazos cruzados ante el miedo. Y así como los decibelios del miedo son distintos, también lo son las respuestas. En Portland tienen menos recursos a la mano. Los servicios religiosos son uno de los más potentes.
Hace años el jesuita Paco Azurza me dijo algo que en aquel momento me pareció no más que una ocurrencia simpática: “Me gustan las misas porque a mí me gusta mucho el teatro y la misa es un teatro”. Y sí, lo es en gran medida. Y en un contexto en el que muchos de los feligreses son indocumentados, es un teatro para sentirse acuerpados y para recrear las comunidades que perdieron o que acaso nunca tuvieron. La reunión en las catacumbas, mirando más allá de su finalidad práctica, fue una expresión del miedo, también un teatro de la fortaleza.
En Portland, una ciudad donde los latinos no son más que el 3% -aunque probablemente pesen más entre los católicos practicantes-, tener una misa dominical en español es un mensaje de que los latinos importan. En una oscura lechería de Knox, perdida en medio de la nada, una misa es mucho más que eso.
Allá fui con una religiosa chileno-estadounidense y con John Fagan, amigo mío por mucho más que hacer homilías memorables. Al empezar su sermón se paseó entre la gente repartiendo granos de mostaza y dio la bienvenida a las vacas que se aproximaron, curiosas, como queriendo sumarse a la congregación.
La misa tuvo lugar en un corredor, un añadido a la estructura de la casa común en la Centroamérica rural, que aquí luce como un anexo inusitado: ninguna otra casa lo tiene. Por eso mismo cumple su función como espacio público comunitario. Allí hubo misa y mesa, y por eso fue un escenario evocador.
El teatro de la misa convoca, también evoca. Niños y niñas se removían bulliciosos en sus asientos, ahítos de sol, como en su tierra. Las niñas iban vestidas como princesas, observó John, con diadema incluida, como cuando en su aldea se ataviaban con sus mejores prendas para las fiestas y los lutos. Usaban sus telas de reír y llorar. El único hombre en la misa estuvo de pie al fondo del improvisado templo, como lo hubiera hecho, acaso como lo hacía, en aquel “allá” que es referencia constante.
Dos mujeres prepararon y distribuyeron unos platillos típicos exquisitos que tenían como base la tortilla nuestra de cada día. Todos los elementos y acciones de este escenario parecían tener el cometido de producir normalidad y libertad, reproduciendo espacios y sabores de sus países de origen.
El templo, la iglesia -en sentido físico y organizacional- es el espacio institucional para ejercer la ciudadanía global de la que habla Peggy Levitt en su libro “Dios no necesita pasaporte”. Allí nadie se ocupa del genotipo político. Por eso Manuel y Ledis dicen haber recuperado en la iglesia, hasta cierto punto, la libertad que les fue arrebatada al mudarse a Portland. Por eso Lito recupera su libertad de palabra en el programa de radio semanal donde habla de Dios y de la vida cotidiana. La iglesia y todas las actividades religiosas los hacen sentirse más libres y partes de un todo mayor.
Sin embargo, la iglesia tampoco es un perfecto melting pot: los blancos progresistas han acogido en su misa dominical a los africanos. Los latinos tienen una misa aparte en español. Quizás sea ése el precio de hacer las cosas como “allá”, en un idioma que sólo habla una minoría en Portland.
La misa evoca, pero convoca de forma segregada. Tal vez hay que pasar por esa primera etapa en la iglesia por múltiples razones, y habrá que dejar a otros ámbitos, como la pupusería Flores Restaurant, propiedad de un matrimonio de Chalatenango, la función de mezclar las razas, pues allí los latinos se juntan con blancos en busca de la ethnic cuisine, y con africanos que aseguran que los platillos salvadoreños son muy parecidos a los de sus países.
Más inquietante es el hecho de la polisemia de esa ciudadanía global. ¿Es un trozo del “ya pero todavía no”? ¿O un sedimento mal entendido del “dad al César lo que es del César” tras el que se han parapetado por siglos distintas presunciones de apoliticidad dentro de las iglesias cristianas? Esa ciudadanía global, ¿se obtiene por omisión o por acción? ¿Es un logro activo o un pasivo dejando actuar a otras fuerzas?
Hay una fuerza y un peligro en el hecho de que muchos líderes religiosos hagan caso omiso del genotipo político-legal. Hay “caso omiso” activo y pasivo. Algunos simplemente se desentienden del estatus indocumentado por pura inercia, desestimando esa condición legal que permea tantos aspectos de la vida de sus feligreses. Una cosa es ignorarla y otra rechazar el estigma o convertirlo en un emblema. Una actitud parte de desentenderse y la otra de atender, una es pecado de omisión y otra virtud en acción.
Aunque numerosos efectos prácticos de las dos actitudes se parezcan, hay un abismo político entre ignorar el estatus legal y tratar activamente a los indocumentados como si fueran ciudadanos. Y si llega la hora de enfrentar con mayor beligerancia a Trump, la diferencia entre ambas actitudes se hará sentir.
De hecho ya se hace sentir. Hay muchos líderes religiosos conservadores que trabajan con indocumentados. En muchos aspectos podríamos decir que son “santos varones” que no discriminan a sus fieles por su estatus migratorio. Y así es para bien y para mal. Los quieren tanto que les van inyectando un sistema de valores que comulga con el de Trump. El primer atisbo de este hallazgo me lo suministró un guatemalteco mientras esperábamos a que repararan el carro de Lito: “Aquí muchos latinos votaron por Trump. Les gusta lo que dice. O no les gustaba, pero les gusta menos lo que decía Clinton: eso del aborto, de los gays… Todo eso no les gusta a los latinos”.
Semanas después, arreglando patios con Reynaldo, me di cuenta de sus simpatías por Trump y de sus esperanzas de que decrete una amnistía. Tales expectativas no carecen de fundamento: la última amnistía migratoria tuvo lugar durante el gobierno de Ronald Reagan, conservador y nada amigo de los migrantes latinos. Pero con el pasar de los días y los patios, entre conversaciones junto a las herramientas y cenas en su casa, me di cuenta que Reynaldo compartía puntos clave de la ideología de Trump en el terreno religioso (aversión a los musulmanes) y en el político-religioso (repudio a los homosexuales).
Muchos latinos pueden aproximarse a los sectores más conservadores y alejarse de la “izquierda cultural” que encarnan Clinton y otros demócratas dependiendo del paquete ideológico que absorban de líderes que pueden ser indiferentes a su indocumentación. En el teatro de la iglesia se representan varias obras al mismo tiempo y hay que estar atento a todas.
En el mundo laboral también hay reacciones de los inmigrantes a las políticas del miedo. Habitualmente se destilan sólo los aspectos más mensurables y por eso mismo más planos del mundo del trabajo: salarios, estabilidad laboral, tasas de desempleo, informalidad y cuentapropismo, entre otras mínimas escotillas hacia un universo vasto y apreciable desde infinidad de ángulos.
El trabajo es un escenario de realización personal porque implica la exteriorización del propio ser, un espacio de proyección de planes y de reconocimiento social. En un contexto donde está en juego la integración a una nueva sociedad, el reconocimiento social es vital. El estatus migratorio legal es su formalización oficial, pero esa integración encuentra espacios informales, no oficiales, de realización. El mundo laboral es un gran escenario en el teatro de la integración.
“El que se compra una van, ya va pa’lante”, me dijo en febrero de 2017 Kelvin Orellana, hondureño de Danlí. Ese tipo de camioneta con escalera arriba y un inmenso depósito cerrado tras los asientos delanteros, siempre de color blanco, es el vehículo más usado por los migrantes que trabajan a domicilio. Fontaneros, pintores, techadores y muchos más las tienen y en ellas cargan sus herramientas y los materiales de reparación y mantenimiento.
La van es una oficina ambulante. En su metálico refugio Lito lleva herramientas junto a folders con proformas. El archivador está en su cabeza, con todos los contratos bullendo en su cerebro como moléculas que chocan entre sí buscando un orden que nunca llega porque cada nuevo contrato y nuevo empleado multiplica el caos.
Su quehacer burócrático lo desempeña al volante, mientras maneja sin pestañear por autopistas que parecen infinitas. Despliega el frenesí de un alto ejecutivo de la bolsa respondiendo a llamadas telefónicas con intervalos de medio minuto: el socio le avisa que hoy saldrá más temprano, un contratista cancela una reparación, un empleado pide más azulejos, otro avisa que ya llegó al apartamento donde debe trabajar, pero no sabe en cuál baño debe pintar la bañera, otro avisa que su vehículo se averió…y así ad infinitum. Lito arregla una cita de emergencia con el mecánico, distribuye el material, lleva el carro al taller, disuelve cien dudas y otros tantos malentendidos.
El de aquí es un mercado laboral de alta segmentación étnica: taxistas sij, funcionarios del metro afroamericanos, tiendas de árabes, supermercaditos de chinos o coreanos… y ahora: pintores, techadores y jardineros en gran parte salvadoreños, hondureños y guatemaltecos. Los encargados del mantenimiento de los edificios, condominios, “comunidades cerradas” y otros conglomerados habitacionales suelen ser dominicanos y portorriqueños. De ellos depende el mantener una relación que vaya más allá de un contrato puntual. De ellos depende, dentro de un rango establecido por la empresa, el monto del pago. Con ellos hay que tener buenas relaciones. Lito es un maestro en ese arte.
Los complejos habitacionales o condominios tienen entre 15 y 25 edificios. En cada edificio hay seis apartamentos. Las normas impuestas a los inquilinos suelen ser muy estrictas. Los dueños de mascotas deben pagar 50 dólares al mes por cada mascota y no pueden tener más de dos. Los animales exóticos, como gorilas y especies venenosas, no están permitidos. Los dueños de perros deben tener un seguro que cubra daños por un mínimo de 300 mil dólares.
Un responsable de mantenimiento garantiza el buen funcionamiento de los apartamentos mediante la contratación de expertos. Él es el hombre al que los centroamericanos que ofrecen servicios de “refinishing” deben endulzar el oído. Si es una persona gentil, será considerada como una aliada. Si es un hombre mezquino y de trato áspero, será rebautizado como “tamagás” o con apodos más infamantes. Y muchos lo son, porque regatean, trampean y venden su alma a su empleador por pagar unos dólares menos que mañana convertirán en un bono de reconocimiento o una promoción laboral.
El arte de presentarse con mejores credenciales ante estos encargados de mantenimiento estriba en la mimetización de los usos y costumbres, la papelería y la cosmética de las grandes empresas. Las microempresas de los migrantes mimetizan a las grandes. Así ocurre donde el capitalismo prescinde del costoso ejecutivo y se aligera mediante el obrero-gerente.
Mientras Reynaldo el obrero arregla un jardín, Reynaldo -el gerente de ventas- envía al trabajador menos avezado a que coloque las tarjetas de su empresa en todas las casas del vecindario. Algunos clientes empezaron su relación llamando al número de esa tarjeta que un desconocido prensó en su puerta.
Antes de empezar el trabajo, Reynaldo el gerente nos reparte camisetas verdes con el logo de su empresa, que sí es legal aunque su dueño no lo sea. Los tres quedamos uniformados: dos indocumentados y yo, un investigador, que en ese terreno es el trabajador menos calificado, de hecho el único sin destrezas y que por eso debe ser destinado a cargar mulch y ramas, con la esperanza de que poco a poco se le puedan ir delegando tareas más exigentes. El logo también se exhibe en todos los vehículos de trabajo, sobre todo en la vieja troca que tanto embeleso provoca en los jóvenes.
Boaventura de Sousa Santos se ocupó de este tema de la mimetización del sector formal por parte del sector informal. En Pasárgada -nombre que da a la favela que estudió hace más de cuatro décadas- los documentos “son estructuralmente similares a los documentos privados del derecho del asfalto… De esta manera, el derecho de Pasárgada toma prestado del derecho estatal el contorno general del formalismo jurídico”.
Las microempresas de los centroamericanos indocumentados son un espejo de las formas, recursos y protocolos de las grandes empresas: logos, camisetas, papelería, vocabulario, rituales de negociación… incluso valores. Uno de los resultados de esta mimetización es que estamos ante trabajadores que parecen haber leído todas las obras de Peter Drucker, el gran gurú del emprendedurismo, lo que motiva una primera interpretación: el pensamiento único ha logrado un dominio muy extendido. Su hegemonía no es atemperada por clases sociales, credos religiosos, cohortes generacionales o género.
El culto al emprendedurismo es un caldo de cultivo apropiado para la celebración y reforzamiento de la externalización de costos y la evasión no cuestionada de las obligaciones patronales. El credo del emprendedurismo allana el camino a la tercerización, al outsourcing que el capitalismo necesita para revitalizarse. Su concomitante ethos extremadamente individualista adjudica responsabilidades estrictamente personales por la posición que se ocupa en la pirámide social y por los logros o fracasos económicos.
Los hechos no son tan planos que sólo admitan un punto de vista. Sin excluir este primer acercamiento, cabe una segunda interpretación. Este emprendedurismo es también caldo de cultivo del asentamiento y aceptación -vía el mercado laboral- de millones de indocumentados. No estamos ante trabajadores a secas, sino ante trabajadores no autorizados.
El mundo del trabajo de los inmigrantes está permeado por la carencia o tenencia de papeles. No son imprescindibles: los indocumentados pueden registrar una empresa, obtener crédito y mucho más. Un hermano de Lito vio claramente que ser documentado no es la cúspide: “Eso de conseguir la residencia debe ser como graduarse: uno piensa que ahí van a estar los trabajos esperándote y no es así”. Recuerdo que Kelvin Ordóñez me decía hace tres años: “Al que es dejado de nada le sirve tener papeles”.
Pero su carencia es una amenaza y un límite que flota en el ambiente. Los empleados de Lito están continuamente haciendo bromas sobre los papeles. Cuando hablan de la mujer ideal: “Tiene todo: es joven, guapa y con papeles”. Cuando animan a un colega: “Este Guillén debería aprovechar su éxito con las mujeres para conseguirse una gringa y sacar sus papeles”. Por eso es tan importante la práctica de lo que el sociólogo iraní Asef Bayat llama “el arte de la presencia”. En la calle y en los barrios se hacen visibles. Su trabajo expone lo que quieren hacer en Estados Unidos.
Sin embargo, la presencia no es garantía de visibilidad. Recuerdo que hace años, cuando visité a una gran ONG que trabaja con migrantes en Washington DC, una de las personas que me atendió me dijo: “No podemos ponerte en contacto con los indocumentados: están ocultos, tienen miedo, no tenemos relación con ellos”.
Y era cierto: la ONG era una “grasstops organization”, un término que recién habían acuñado -creo que en el mismo Washigton- para diferenciar las organizaciones que trabajan con la base (“grassroots organizations”) de las que trabajan con los diseñadores de política y se dedican al cabildeo en Capitol Hill y ambientes similares.
Ese comentario puede ser una señal del límite que tiene el “arte de la presencia”: los indocumentados pueden arreglar sus jardines y permanecerán tan invisibles como su genotipo legal. El arte de presencia es condición necesaria, pero no suficiente de la visibilidad y la legitimidad.
Paradójicamente, la mayor visibilidad y los pasos sobre la senda de la legitimidad se obtienen en el ámbito del cuentapropismo que un análisis marxista elemental caracterizaría como una concesión neta al capitalismo que se nutre del outsourcing. Desde una perspectiva más apegada a la situación que Marx y sus contemporáneos trataban de desentrañar, el sector informal autogestionado combate una de las formas de sometimiento que el capitalismo entraña.
Es lo que Proudhon vio y denunció: “¿De qué se trata, por ejemplo, en nuestras grandes asociaciones de capitalistas, organizados según el espíritu del feudalismo mercantil o industrial? De monopolizar la fabricación, los cambios y los beneficios; de agrupar al efecto, bajo una misma dirección, las más diversas capacidades; de centralizar los oficios; de aglomerar las funciones. En una palabra, de excluir la pequeña industria, matar el pequeño comercio y transformar por ahí en proletarios a la parte más numerosa y más digna de interés de la clase media, todo en provecho de los mal llamados organizadores, fundadores, directores, administradores, consejeros y accionistas de esas gigantescas especulaciones”.
Las microempresas ponen los medios de producción en manos de los obreros y eliminan, al menos parcialmente por medio de su trabajo en escaparate, la enajenación del producto del trabajo que Marx impugnó. En cierto modo son un retorno a la sociedad tradicional, cuando orfebres, ebanistas y muchos otros artesanos poseían sus talleres. En el capitalismo del siglo 21 las afanadoras, pintores, constructores, fontaneros, mecánicos, techadores, modistas, sastres y otros grupos de cuentapropistas son dueños de sus medios de producción y de sus empresas.
Quizás esta situación inyecta vitalidad al sistema porque no hay duda que posibilita grandes empresas sin obligaciones patronales. Pero quizás anuncie un deslizamiento hacia otro sistema. En cualquiera de los dos casos, es lo que hay. Los migrantes están labrando su inclusión con los materiales que la configuración socioeconómica de Estados Unidos ha puesto a su disposición. Y lo hacen con lo que André Gorz llamaría “miseria del presente, riqueza de lo posible”.
La situación de muchos de estos cuentapropistas parece un eco de la autogestión que Proudhon avizoró como idónea para combatir los monopolios y el gran capital: “Bajo el régimen de la mutualidad, somos todos clientes los unos de los otros, sucursalistas los unos de los otros, servidores los unos de los otros…”
“No cabe pensar en destruir posiciones adquiridas; se trata simplemente de ver si eliminando el parasitismo, extirpando el agio, sometiendo a una buena policía los depósitos y los mercados, aminorando el precio de los transportes, equilibrando los valores, dando una instrucción superior a las clases obreras, haciendo preponderar definitivamente el trabajo sobre el capital y otorgando a cada parte y a cada talento la justa consideración que merezcan, se restituye al trabajo y a la propiedad lo que el capital indebidamente les usurpa…”
El idealismo de Proudhon, que Marx fustigó porque se deslizaba hacia una posición sospechosa de hacerle el juego al sistema, puede ser un buen instrumento de análisis de lo que está ocurriendo con ciertas formas de autogestión.
No se trata de celebrar el cuentapropismo per se, sino de entender sus consecuencias cuando lo practican los migrantes indocumentados en una sociedad donde el trabajo no puede ser entendido sin el estatus legal.
Y el estatus legal no nos dice todo sobre la situación de los indocumentados si no atendemos a las formas de su inserción laboral y a la riqueza de sus posibilidades y significados. Esa inserción -junto a la comercial, educativa, eclesial, lingüística- son el teatro de la legitimación en Estados Unidos.
Ninguna administración de Estados Unidos ha rechazado de plano a todos los inmigrantes. Ni siquiera la más anti-inmigrante. Ninguna tampoco los ha aceptado en bloque sin ejercer ninguna discriminación. La sombra de Ellis Island es alargada. El Estado no ha renunciado a ejercer una suerte de selección. Cada administración tiene sus migrantes buenos y sus migrantes malos.
Sus políticas reflejan un conjunto de valores que segregan a los migrantes. Los criterios empleados nos dan una pista de qué migrantes quieren evitar a toda costa y qué migrantes son aceptables. Y de paso, transmiten un mensaje a la ciudadanía, a la clientela política a la que quieren satisfacer con determinada discriminación o aceptación.
Obama empezó a aplicar el programa DACA en el momento pico de las deportaciones. Expulsaba mojados y secaba espaldas al mismo tiempo. DACA es el mejor compendio de los migrantes modelo: no vinieron por su voluntad -los trajeron sus padres, por tanto no violaron la ley-, dominan la lengua tan bien como los nativos y desean ir a la Universidad y contribuir al país.
Trump escenifica al padre estricto. En esto no toma distancia de los arquetipos políticos típicos de los republicanos. Levanta su látigo contra los criminales: cero tolerancia para los entenados díscolos, sobre todo la salvadoreña Mara Salvatrucha. Su aliado Vince DeMarco?, sheriff del condado Suffolk, apareció en Fox&Friends y denunció que la mayoría de los miembros de esa mara habían llegado a Estados Unidos gracias al programa de Obama que protege a los menores no acompañados.
El énfasis de la política de Obama fue definir a quiénes elegía admitir. El énfasis de la política de Trump está puesto en a quiénes elige expulsar o no admitir. Ambas administraciones admiten y expulsan en grandes números. Por eso la utopía del muro de es grata a los dos grupos de políticos: controlar la puerta de ingreso es la única forma de mantener la libre elección de qué tipo de extranjeros deben ser admitidos.
Siguiendo la lógica de la selección, esta vez en el terreno de la inmigración legal, Trump sí enfatiza lo que quiere absorber al mismo tiempo que quiere evitar: para cortar la migración legal a la mitad propuso una ley migratoria (la RAISE Act) que ofrezca menos oportunidades de conceder la residencia por vínculos familiares y más oportunidades como premio a los talentos y habilidades.
La administración Trump tomó nota de que en 2014 el 64% de los inmigrantes a quienes se les concedió la residencia legal eran familiares inmediatos de ciudadanos estadounidenses o se les dio por aplicaciones apoyadas por familiares. Apenas el 15% obtuvo la residencia con criterios basados en el mercado laboral. La Ley de Trump propone invertir estas proporciones y por eso contiene criterios que excluyen la inmigración masiva: quiere educación, habilidad de hablar en inglés, ofertas de empleo de alta remuneración, récord de logros e iniciativa emprendedora. Trump premia el “talento” de nacer en cuna de plata.
La ley de Trump restringiría la posibilidad de legalizar a familiares y a cónyuges e hijos menores de edad. Excluiría a hermanos e hijos adultos. Y a los progenitores si son mayores de edad y requieren cuidados médicos, les concedería nada más visas temporales renovables. ¿Tan temibles son las cohortes de viejecitas que hacen fila en los aeropuertos centroamericanos para viajar a Estados Unidos?
En aparente contradicción con su propósito de admitir migrantes con educación y talento, el 5 de septiembre Trump anuló el programa DACA que otorgaba permisos de trabajo, licencias de conducir y oportunidades educativas precisamente a los jóvenes que habían demostrado tener habilidades. ¿Acaso Trump rechaza los talentos sólo porque llegaron mojados?
Los jóvenes beneficiarios del DACA tenían un estatus intermedio: habían dejado de ser indocumentados pero no eran residentes ni siquiera temporales. Gozaban de una protección de corto plazo. Eran DACAmentados. Convertirse en inDACAmentados no es volver a ser un indocumentado. La supresión del DACA no los retorna a la situación previa al DACA: los coloca en un limbo peor y mejor.
Están peor porque, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los indocumentados, el gobierno tiene toda la información sobre ellos y, si así lo quisiera, podría desatar una persecución selectiva con tiros a un blanco visible e inmóvil. Lo podrían hacer en los seis meses de gracia para renovar DACA, bajo la mampara de que la renovación se decide caso por caso.
En ese limbo están mejor porque la formidable construcción de la etiqueta DACA los ha convertido en los más aceptables de todos los indocumentados, con favorable cobertura mediática y persistente atención de los políticos, que probablemente ven en ellos una promisoria cantera electoral en el futuro: cerca de un millón de votos no son un bocado nada despreciable. Por eso, la supresión de DACA cierra una puerta donde hay varias ventanas que podrían abrirse: Una de ellas es la BRIDGE Act (Bar Removal of Individuals who Dream and Grow our Economy Act) y la Recognizing America’s Children Act, iniciativas de ley que esencialmente consisten en extender DACA. Las dos son soluciones temporales, pero podrían ser un peldaño hacia una solución permanente porque ganan tiempo (hasta que salga Trump de la Presidencia) y son instrumentos legislativos a salvo de los caprichos de Trump o de quien lo suceda.
Y finalmente está la DREAM Act, inicialmente propuesta en el año 2000 y vuelta a presentar en julio de 2017. Todas estas leyes son filtros de lo aceptable, y por omisión nos hablan de lo inaceptable. Son las cartas que pueden jugar los DACAmentados en un país donde las fuerzas alineadas bajo el liderazgo de Trump lanzan la RAISE Act como un desesperado esfuerzo para que el país no pierda su mayoría blanca.
Mientras tanto, los migrantes siguen haciendo la lucha de auto-seleccionarse. Portland y Manassas proporcionan una idea de la diversidad de situaciones en que se libra esa lucha. Ideas y recursos quiere esa lucha. He tratado de describir la fuerza de los recursos y sus limitaciones. Pese a éstas y gracias a aquellas, ni Obama pudo imponer su filtro. No sabemos si Trump lo impondrá.
Para poner un sello final ocioso y ameno a mi estadía en Manassas, Lito me invitó a comer en un restaurante de comida peruana. Al salir del local vimos frente a la puerta a un muchacho muy joven y de baja estatura con una mochila y gesto dubitativo. Vino desde Nebaj hace seis meses. No ha conseguido trabajo. Se alejó un poco atemorizado. Dos días después, Reynaldo lo llamó para incluirlo en su equipo. No dejarán que lo filtre Trump.
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Los indocumentados en la era Trump. Miedos, resistencia, estrategias... y más - Instituto Humanitas Unisinos - IHU