04 Mai 2017
"Uno de los factores detrás de la aparición de conflictos es la ausencia del Estado, principalmente en su labor redistributiva de los aportes de la minería mediante el canon minero -dinero que recibe el Gobierno Local como transferencia de parte del Gobierno Nacional- el cual supone que los territorios en los que se realiza una actividad extractiva de un recurso natural no renovable deben contar con una participación proporcional del total de los ingresos y rentas obtenidos por el Estado en la explotación de los recursos naturales en cada zona.", escribem Ava Gómez y Bárbara Ester, Investigadoras CELAG, en artículo publicado por CELAG, 02-05-2017.
Vea el artículo aquí.
Si algo tienen en común Colombia y Perú es la presencia de una economía paralela ilegal y sin control estatal, vinculada al cultivo de hojas de coca y la posterior producción de cocaína a partir de ellas. De hecho, ambos países son los mayores productores mundiales de dicha sustancia. Asimismo, comparten otras particularidades como el conflicto entre los grupos armados y el Estado, lo que ha contribuido a delimitar un Estado paralelo en las zonas rurales. Por otra parte, es importante resaltar el papel que las empresas transnacionales desempeñan en áreas rurales a partir de su actividad extractivista. De esta forma la población que habita estas zonas se encuentra en medio de un fuego cruzado entre el Estado –o grupos paraestatales- y los movimientos de lucha armada. Para colmo de males deben soportar los daños colaterales de la contaminación producto de las mineras, quienes cuentan con el beneplácito estatal o bien actúan de manera ilegal por omisión de éste.
Tanto Colombia como Perú han tenido la particularidad de presentar una lucha armada cuyo principal escenario fue el territorio rural. En Perú el conflicto armado interno enfrentó en un frente al terrorismo que desarrollaron los grupos armados, especialmente Sendero Luminoso, y en el otro frente al terrorismo de Estado, ambos conformaron la denominada “guerra sucia” —con un altísimo costo en violaciones de los derechos humanos— que finalmente llevó a la derrota de los subversivos. El triunfo militar y la absurda parodia de “Acuerdo de Paz” celebrada en 1993, lejos de pacificar el conflicto permitió atizar el temor popular e insistir con la guerra como política para desbaratar todo intento de cuestionamientos al orden social o a la democracia. El retorno democrático luego de la década fujimorista, a fines de 2000, tampoco impulsó una política distinta respecto a Sendero Luminoso, por lo que sus miembros han continuado en zonas rurales como sicarios al servicio de los cultivos de coca, con apariciones esporádicas para ser utilizados como chivo expiatorio frente a cualquier situación de tensión social. Hoy la guerrilla no constituye un problema real para los pobladores rurales como sí lo representa la actividad económica extractivista.
En Colombia, el conflicto armado que ha asolado al país en el marco de un enfrentamiento entre grupos guerrilleros, paramilitares y las Fuerzas Armadas, ha sido otra de las causas del desplazamiento y la afectación a comunidades étnicas y pueblos indígenas en todo el territorio nacional, llevándolos incluso al peligro de la desaparición, como es el caso del pueblo Nukak Makú que ha vivido caminando en las selvas de la Amazonía, entre los ríos Guaviare e Inírida. Tradicionalmente, sus habitantes son cazadores y recolectores. Actualmente, desplazados, viven hacinados en ranchos, expuestos a las enfermedades y a la pérdida inminente de su cultura. Su población dispersa refleja la realidad del despojo territorial al interior de una pugna por un territorio estratégico. Históricamente el pueblo ha sufrido una importante presión para salir del territorio del Guaviare en disputa por la confluencia de intereses en torno al cultivo de coca, en donde las tareas de fumigación de los cultivos, las luchas territoriales, la dispersión de los colonos y los campos minados han supuesto una gran amenaza para esta población, que ya no puede acceder a sus territorios.
El 10 de mayo de 2016 salía a la luz en Lima, Perú, el informe “Tierras comunales: más que preservar el pasado es asegurar el futuro”[1] del Instituto del Bien Común (IBC Perú), el cual busca responder de manera alternativa al discurso hegemónico reafirmado por el sentido común que sostiene que la modernidad debe conducir a la parcelación de las tierras comunales y a individualizar los esfuerzos económicos y la vida social de los pueblos indígenas. El informe recoge información hasta marzo de 2016, y registra que las comunidades rurales alcanzan un total de 10.529, de las cuales alrededor de la mitad (4.023) no poseen título de propiedad, lo que constituye la mayor deuda histórica del Estado teniendo en cuenta que la mayoría de dichas comunidades preceden al propio Estado peruano. El informe describe el rol estatal evidenciando cómo los últimos cuatro gobiernos han sostenido la tendencia al debilitamiento del régimen de tierras comunales, facilitando su parcelación y loteo, lo que vehiculiza la transferencia de estas tierras rurales para ser explotadas y quedar a merced del gran capital, ya sea este transnacional o local. Para ello se han valido de una serie de decretos leyes, decretos legislativos, decretos supremos y otras normas anticomunales.
En Colombia, con la promulgación de la Ley de víctimas y restitución de tierras- Ley 1448 de 2011- se dio un amplio avance en términos de reconocimiento social a las víctimas del conflicto y en particular a aquellas que sufrieron en el marco del mismo el desplazamiento forzado. Una de las principales medidas es el derecho a la restitución de tierras, una política que ha tenido enormes trabas en la implementación debido al desarrollo normativo contradictorio con el mismo dada la priorización que tienen frente a las disposiciones en cuanto a la restitución de tierras, estos son los Proyectos de Interés Estratégico Nacional[2], las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social, más conocidas como las “zonas francas para el agro”, criticadas por, entre otras cosas, legalizar la acumulación irregular de tierras adjudicadas como baldíos. Y la creación del grupo especial de Asuntos Medioambientales Minero Energéticos e Infraestructura para en la Unidad de Restitución, con orientación a estudiar las demandas de restitución traslapadas con los intereses de explotación de hidrocarburos, generalmente en conflicto con la presencia de pueblos indígenas.
En Colombia, después de dos períodos de gobierno de Álvaro Uribe en los que el enfoque de los Planes Nacionales de Desarrollo se articuló en torno al eje de la Seguridad Democrática, con la llegada de Juan Manuel Santos al gobierno la apuesta dio el giro hacia la priorización del “Crecimiento Sostenible y la Competitividad”, bajo el Plan Nacional de Desarrollo “Prosperidad Democrática” (2010-2014).
Desde entonces el relato gira en torno a la necesidad de crecimiento económico como factor fundamental del bienestar económico, siendo las vías para llegar a este crecimiento la innovación, la política de competitividad y de mejoramiento de la productividad y la dinamización de los sectores ‘locomotora’ que lideran el crecimiento económico, uno de ellos el sector minero energético.
El aperturismo estuvo guiado por el desarrollo de grandes descuentos tributarios y desregulación de la explotación del sector, dando lugar a tan solo un año después de la puesta en marcha del PND, a la entrega de 9000 títulos mineros (4% del territorio nacional).
Superado el primer gobierno y con la vía abierta hacia los diálogos de paz con las FARC el siguiente PND de Santos siguió priorizando la competitividad del país a partir de la consolidación del desarrollo minero-energético, entendiendo además que una Colombia pacificada sería también una forma más de fomentar el aperturismo en materia de explotación de recursos naturales.
Las tensiones evidentes en el marco de la ocupación de las tierras indígenas -sin atención a las demandas de los pobladores y sin tener en cuenta los procesos de consulta previa- han derivado en desplazamientos forzados de los territorios ancestrales, además de alarmas humanitarias por la desviación de ríos y arroyos. El caso del pueblo indígena Wuayuú es quizá uno de los casos más vergonzantes en el marco de la explotación minera a cielo abierto en América Latina.
La mina de Cerrejón acapara y utiliza millones de litros de agua del Río Ranchería que supone el desabastecimiento de agua para el pueblo Wuayuú; en marzo de 2015, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y ACNUR, confirmó la muerte de 19 niños y niñas ocurridas desde julio de 2013. De acuerdo a datos proporcionados por la UNICEF, han muerto 5 mil niños Wayúu en los últimos seis años. Las causas: desnutrición ligada a la falta de agua en la región.
A pesar de que la muerte y desnutrición de los niños está asociada al consumo de agua contaminada, agravada por la falta de atención médica oportuna y la obligada finalización de sus actividades culturales, las instituciones públicas insisten cubrir las demandas de la minera: la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) y Corpoguajira, autorizaron al Cerrejón, el desvío del cauce del arroyo Bruno[3], lo cual vulnera los derechos fundamentales y vitales de la población ahí asentada colocándola en grave riesgo.
La producción minera es un pilar fundamental de la economía peruana. En Perú rige el modelo de autoregulación corporativa de las relaciones empresa-comunidades, el cual se mantiene en pie a pesar de la propagación de conflictos que ha suscitado. Las empresas y las comunidades locales así como sus organizaciones se ven forzadas a entablar negociaciones en la esfera de lo privado. El rol del Estado se limita a una intervención que no hace más que profundizar las asimetrías y desplegar la violencia física para enfrentar la oposición organizada a proyectos mineros específicos.
Uno de los factores detrás de la aparición de conflictos es la ausencia del Estado, principalmente en su labor redistributiva de los aportes de la minería mediante el canon minero -dinero que recibe el Gobierno Local como transferencia de parte del Gobierno Nacional- el cual supone que los territorios en los que se realiza una actividad extractiva de un recurso natural no renovable deben contar con una participación proporcional del total de los ingresos y rentas obtenidos por el Estado en la explotación de los recursos naturales en cada zona. El Canon Minero tiene por objeto el compensar a las comunidades por el beneficio privado de la extracción y comercialización de un recurso natural que constituye un bien público. En teoría, dicho canon debe contribuir a promover el desarrollo humano integral, sostenible y equitativo de toda la población que se encuentra en las zonas de influencia directa de la actividad minera, a fin de generar mayores oportunidades de desarrollo y prevenir/contrarrestar los efectos o impactos negativos al medio ambiente que pudiera generarse por la actividad minera. Sin embargo la realidad dista mucho de la teoría.
Cajamarca, bastión clave en la organización anti-minería, tiene una vasta experiencia sobre las graves consecuencias que la actividad extractiva supone para la comunidad. Las localidades de San Juan, Magdalena y el Centro Poblado Menor de San Sebastián de Choropampa, sufrieron el 2 de junio del 2000 las consecuencias de un derrame de cerca de 11 litros –equivalente a 150 kilos- de mercurio elemental. El saldo: una intoxicación masiva de alrededor de 1200 campesinos, entre adultos y niños. Actualmente el descontento de la población es tal que la férrea oposición al proyecto de Conga ha sido decisiva para obtener el primer lugar en suu distrito –Cajamarca- en las elecciones presidenciales 2016 del exgobernador regional, Gregorio Santos Guerrero. Las comunidades reclaman por la notoria afectación y contaminación de la cantidad y calidad de sus aguas de riego, el impacto de la minería en detrimento de sus habitantes es tal que ha pasado del cuarto al segundo lugar entre los departamentos más pobres del Perú. La minera Yanacocha en Conga, –cuyo accionariado está compuesto por la estadounidense Newmont y la peruana Buenaventura– representaba una inversión estimada de US$4.800 millones, sin embargo fue suspendida a finales del 2011 por protestas contra un plan que incluía el trasvase de cuatro lagunas (Perol, Azul, Mala y Chica), consideradas por agricultores de la zona como cabeceras de cuencas hidrográficas en Cajamarca.
La Oroya, ciudad de los Andes Centrales ubicada a 175 km de Lima, ha sido declarada en 2013 en quinto lugar entre las diez ciudades más contaminadas del mundo por el Instituto Blacksmith. El ranking anual efectuado sobre los sitios menos recomendables para vivir fue efectuado considerando la cantidad de sustancias tóxicas en aire, suelo y agua. Los autores del informe se basaron tanto en la presencia de metales pesados, mercurio, arsénico, pesticidas y radionúclidos en el ambiente. También se tomó en cuenta el número de personas potencialmente expuestas al impacto de esos factores. La ciudad se encuentra sitiada por la contaminación causada por el complejo metalúrgico de la empresa estadounidense Doe Run, la cual afecta al 99% de sus 33.000 pobladores.
El proyecto de Tía María valorizado en US$1.400 millones e implementado por Southern Copper en Arequipa, derivó en uno de los conflictos que más víctimas ha cobrado en los últimos años registrando siete muertos y más de 230 heridos en 2016. El Frente de Defensa de Valle de Tambo –zona agrícola ubicada en el área de influencia de la minera– advirtió que el proyecto agravaría los problemas de disponibilidad hídrica. En septiembre del pasado año el Valle de Tambo fue declarado en emergencia por escasez de agua.
La zona de Madre de Dios en la Amazonía peruana ha sufrido fuertes modificaciones, por un lado debido al rápido incremento del precio internacional del oro y, por otro, a causa de la construcción de la Carretera Interoceánica. El arribo de la minería ilegal ha proliferado exponencialmente, causando a su paso un desastre ambiental sin precedentes y un complejo escenario de conflictos sociales. Comunidades agrícolas y mineras -y en particular, las mujeres, los niños y los pueblos indígenas de Madre de Dios- están expuestos a estos metales a través del consumo de peces, que son la principal fuente de proteínas en la Amazonía. En las comunidades nativas y rurales, los pobladores tienen mercurio hasta cinco veces el límite aceptable, y los pobladores que viven más cerca de las zonas mineras tienen hasta 8 veces más mercurio que el límite establecido por la OMS.
Notas
[1] IBC Perú
[2] Sobre los cuales la Corte Constitucional decidió haciendo prevalecer el derecho de las víctimas
[3] El arroyo Bruno es un afluente del Río Ranchería, que también fue desviado para proveer de agua a las empresas mineras. Los líderes de las comunidades advierten que ya se secaron 26 fuentes de agua a causa de la actividad minera a cielo abierto que realiza la multinacional Cerrejón.
FECHAR
Comunique à redação erros de português, de informação ou técnicos encontrados nesta página:
La odisea del acceso a la tierra entre mineras y grupos armados. Los casos de Colombia y Perú - Instituto Humanitas Unisinos - IHU