31 Janeiro 2018
La información es de Mariano Martínez Dueñas, publicada por Alai, 29-01-2018.
Roma, 7 de marzo de 2030, festividad de Santo Tomas de Aquino.
Queridos hermanos en el Episcopado, religiosas, religiosos y cristianos de Amerilandia:
Hace dos días me llegó una comunicación del Presidente de la Conferencia Episcopal de ese país para invitarme a visitarlo con ocasión de la celebración del décimo aniversario de su Declaración de Independencia. Después de consultarlo con mis asesores, he decidido aceptar la invitación, así que les comunico que estaré con ustedes desde el viernes 17 hasta el domingo 19 de mayo de este año. Faltan poco más de tres meses para el viaje, pero ya me estoy preparando para que nuestro encuentro sea provechoso para todos.
Agradeceré que esta carta sea difundida a través de los medios de comunicación para que, en lo posible, todos los cristianos de Amerilandia estén informados de la visita del Papa.
Como muchos de ustedes saben, hace unos años yo era obispo de una diócesis y Presidente de la Conferencia Episcopal de un país africano. Con todos los obispos del mundo, participé en el Concilio Ecuménico Vaticano III realizado hace dos años en Roma que, durante los largos meses que duró, tomó importantes decisiones para el futuro de la Iglesia católica. Una de ellas fue que la elección del Papa no la hicieran los cardenales, sino los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo. Y el año pasado, cuando murió mi antecesor, fui elegido Papa, creo que sin merecerlo. Tomé el nombre de Francisco II en honor al que me antecedió con este mismo nombre, al que admiro mucho por dos cosas: por su encíclica “Laudato sí sobre el cuidado de la casa común”, y porque estableció una relación espontánea y afectuosa con las personas. Este será el primer viaje que haré a otro país. Y esta será la primera vez que un Papa visitará Amerilandia. Una feliz oportunidad que debemos aprovechar.
Conozco bien las dificultades por las que atravesó ese amado país antes de su independencia. Sé que hubo una división muy fuerte entre la población, y que no faltó mucho para que se llegara a una guerra civil. Pero hubo varios líderes inteligentes y honestos que pusieron los valores cívicos por delante y por encima de los intereses políticos de sus partidos. Negociaron con limpieza y valentía las condiciones de un plebiscito vinculante para decidir si Amerilandia continuaría siendo parte de la nación o se convertiría en un país independiente. Eso ha hecho la diferencia con relación a otros países, en que el futuro de los territorios se decide mediante la manipulación, el engaño o el uso de la fuerza. Me alegra saber que a lo largo de los años se han ido limando las diferencias entre los partidarios de una y otra opción, y que cada vez son más los ciudadanos que apoyan los resultados del plebiscito. Me alegra también que la mayoría de los Estados del mundo haya reconocido a ese nuevo país independiente.
Ahora quiero compartir con ustedes la forma en que me gustaría que se desarrolle mi visita al país. Para empezar, recuerden que no soy más que un ser humano, con mis virtudes y defectos, y también un pecador. No los visito como jefe de Estado, porque el Vaticano ya no lo es. Tampoco quiero que me traten como Sumo Pontífice, ni como Santo Padre o Su Santidad. Todo eso ya pasó a la historia después del último concilio. Hoy en la Iglesia somos todos iguales, aunque a algunos nos toque cumplir funciones más difíciles.
Queridos hermanos en el Episcopado y en la fe: les pido que hagamos de mi visita algo sencillo, sin complicaciones. Haré el viaje desde Roma en un avión comercial y acompañado por cuatro personas, mis colaboradores más cercanos. Sugiero que nos reciban en el aeropuerto algunas delegaciones de las diócesis y los miembros de la Conferencia Episcopal que puedan estar presentes. Propongo también que todos los traslados por tierra se hagan en vehículos normales, sin guardias ni comitivas de seguridad. Si alguien tiene intención de hacerme daño, correré el riesgo junto con mis acompañantes. Por supuesto, no puedo oponerme a que la población sea informada de los desplazamientos que vamos a hacer durante esos tres días y a que quiera aprovechar la oportunidad para saludarnos a nuestro paso, pero traten de que ello no implique molestias para el desenvolvimiento normal de la vida ciudadana. Los que no creen en Dios, ni en la Iglesia católica ni en el Papa no deben ser incomodados por mi presencia.
En cuanto a nuestro alojamiento, prefiero que sea en la casa del obispo de la ciudad o en alguna residencia de sacerdotes o religiosos.
Comprendan que trato de cumplir las recomendaciones de Jesús a sus discípulos: no llevar consigo oro ni plata, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias ni bastón… Llevaré puesta una sotana blanca, con una cruz de madera en el pecho y el anillo del pescador en la mano derecha. Como saben, la mitra y el báculo han sido eliminados ya de las celebraciones litúrgicas. Espero que ustedes, hermanos obispos, procedan también de acuerdo con los cambios aprobados por esta sede apostólica.
Preferiría que no organicen ni promuevan ningún tipo de concentraciones. No quiero ninguna misa multitudinaria. Por supuesto, quiero celebrar cada día la eucaristía, que podría ser en una parroquia, preferiblemente de alguna zona periférica de la ciudad. Lo que no quiero es una misa anunciada y promocionada, con miles de personas al aire libre, que tienen que esperar durante horas expuestas a las inclemencias del sol o de la lluvia, con baños portátiles, grupos electrógenos, torres de sonido, reflectores, cámaras, micrófonos y pantallas gigantes de televisión. Todo ello ¿para qué? Para ver a un hombre de carne y hueso sobre un estrado elevado y lejano. Ustedes ya me entienden: no quiero misas convertidas en espectáculo, sino celebraciones sencillas, algo parecido a lo que hizo Jesús con sus discípulos en la última cena.
Me gustaría visitar tres ciudades, las que ustedes decidan. Sé que en cada una de ellas no puedo dejar de saludar a las autoridades legítimamente elegidas de los tres poderes del Estado. Preferiría que esto se haga en un único acto sencillo, no protocolar; por ejemplo, en la residencia del obispo de la ciudad. Y traten de evitar que me otorguen condecoraciones o doctorados “honoris causa” que no tendré dónde acomodar en la casa en que vivo en Roma.
Les pido que den la importancia debida a lo que es fundamental en nuestra condición de creyentes, de sacerdotes y de obispos: ser testigos de la fe que hemos recibido ante el mundo en que nos ha tocado vivir. Jesús habló a veces a grandes multitudes. No sé cómo haría para que todos lo vieran y escucharan su mensaje. Pero esto lo resuelve hoy la tecnología. Por eso, les agradeceré que cada día de mi visita reserven un tiempo en un lugar adecuado para dirigirme a la población del país a través de la radio, la televisión y la prensa escrita. Si les parece oportuno, cada día podría dedicar un tiempo prudencial para dar mi mensaje, y una media hora para dar respuesta a las preguntas de los periodistas presentes. Y si hay zonas en que algunos ciudadanos son tan pobres que no tienen receptor de radio o de televisión, en ellas se podría instalar una pantalla de TV para que puedan verme y oírme en grupos.
Una última recomendación: mi visita a Amerilandia no deberá significar un aporte económico por parte del Estado central o de las ciudades que visite. El viaje de ida y de regreso a Roma será financiado por la administración de la sede apostólica. Si hay que hacer gastos -previstos o imprevistos- durante nuestra estadía en el país, el pago deberá hacerse con fondos que tengan o puedan recaudar los respectivos obispados o la Conferencia Episcopal. Porque los viajes de un líder espiritual a un país –sobre todo si se trata de un Estado laico, como en este caso- deben financiarse con aportes de sus seguidores, no con fondos que pertenecen a toda la población.
El pedirles que esta carta sea difundida en el país no es por un capricho o gusto personal. Lo que pretendo es que valoren al Papa como lo que es: un ser humano que no está por encima de los demás, sino al servicio de todos. Más importante que honrar al Papa es dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, acoger al forastero, vestir al desnudo, visitar al enfermo o al que está preso. Dios nos pedirá cuentas de todo eso, pero no de si fuimos a ver al Papa cuando estuvo de paso en nuestra ciudad.
Pido a Dios que mi visita a ese país ayude a promover la paz y la unión; que motive a que sus autoridades legislen, gobiernen y administren justicia en una lucha conjunta contra la pobreza y la desigualdad; y que sirva para que muchos ciudadanos quieran escuchar a Jesús a través de mis palabras y orientar sus vidas hacia Dios, nuestro Padre.
Aprovecho la oportunidad para enviar a todos los habitantes de Amerilandia un afectuoso saludo. Y a ustedes y a todos los católicos, mi bendición apostólica.
Francisco II, obispo de Roma
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Entre la ficción y una realidad posible. El Papa Francisco II anuncia su primera visita - Instituto Humanitas Unisinos - IHU