01 Março 2019
"Para el Ejército de Nicaragua aún hay una pequeña luz de esperanza que les permitiría salir de su propia trampa. No se trata de un simple “ábrete sésamo”. Es más complicado de lo que parece, pero absolutamente factible si los militares se cubren con el consecuente talante institucional. Todo es que se decidan, no a enfrentar al régimen Ortega-Murillo, sino a plantarle cara", escribe, Roberto Cajina, en artículo publicado por Revista Envío, Nº. 442, febrero-2019.
Llevo siempre en mi mente una de las metáforas más profundas y simbólicas de Marguerite Yourcenar en su novela “Memorias de Adriano”. El emperador romano reflexiona: a todo ser humano le llega el momento de tomar la decisión más difícil de su vida. ¿De qué forma quiere preservarla: en lo alto con sus dioses o en las profundidades con sus demonios? La reflexión de Adriano puede aplicarse también a instituciones. Creo que se puede aplicar hoy al Ejército de Nicaragua.
La crisis política provocada por el régimen Ortega-Murillo al reprimir sangrientamente el levantamiento cívico desarmado, iniciado el 18 de abril de 2018, ha tenido devastadores efectos económicos y sociales. Y las masivas violaciones a los Derechos Humanos han sido abundantemente documentadas en el Informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), publicado el 21 de diciembre. Las cifras de la debacle económica son espeluznantes. A esto debe agregarse el efecto de las sanciones impuestas y por imponer por el gobierno de Estados Unidos, la eventual aplicación a Nicaragua de la Carta Democrática Interamericana a Nicaragua y la posible expulsión de nuestro país del DR-CAFTA. Prácticamente todas las cifras van en picada y para 2019 el panorama es aún más sombrío. Inevitablemente vamos camino al despeñadero, del que ya estamos muy cerca.
Frente a este ominoso escenario lo único que está claro es que el régimen Ortega-Murillo está decidido a conducir a toda Nicaragua y a todos los nicaragüenses al precipicio. Todos vamos a sufrir las consecuencias, unos más, otros quizás un poco menos. Lo paradójico es que entre los que las sufrirán más están los sectores más vulnerables de la población y, a la vez, quienes poseen recursos multimillonarios, entre ellos el Ejército de Nicaragua. Si ya para el año 2012 las inversiones en Estados Unidos del Instituto de Previsión Social Militar (IPSM) podrían haber aumentado a 100 millones de dólares, podemos imaginarnos a cuánto podrían haber ascendido esos recursos hoy, siete años más tarde.
Si el escenario actual es funesto, más lo es el futuro cercano. Desde los primeros días de la crisis tres de mis mayores preocupaciones han sido y siguen siendo: el papel del Ejército en el conflicto, lo que sucederá “el día después”, y la seguridad ciudadana en la transición a la democracia.
Desde el inicio de la crisis, los militares tomaron la decisión “estratégica” de no involucrarse. Para lograrlo se introdujeron en un laberinto, creyendo que ahí estarían a salvo como institución y que sus millonarios intereses, administrados por el IPSM, estarían preservados. Su concepto estratégico era muy simple: sobrevivir a la crisis sin que la crisis los arrastrara. Al inicio pareció ser una decisión lógica y hasta sensata. Sin embargo, y a pesar de que no “se mancharon las manos de sangre”, a medida que la crisis se ahondaba poco a poco el laberinto se les fue convirtiendo en una trampa. En ella se encuentran ahora los uniformados e inició 2019 sin que hubieran dado señales de cómo van a salir de ella o si tienen una ruta de escape.
Salir de un laberinto nunca es fácil. Peor, si los militares han permanecido inmóviles en el mismo punto sin buscar la salida. Haciendo esto han cometido un grave y costoso error táctico, de implicaciones estratégicas. La salida nunca jamás los buscará a ellos, los militares tienen que buscarla. Para eso sería necesario que tratasen de reconstruir la ruta de ingreso hasta llegar al punto en el que se encuentran hoy.
Esto, obviamente, no les será fácil, en especial si no previeron marcar la ruta por la que se desplazaban mientras se adentraban en el laberinto para poder salir sin dificultad en algún momento. Si lo hicieron, si marcaron la ruta, lo que se impone ahora con urgencia es que hagan una apreciación de la situación estratégica: que contrasten los intereses nacionales con los intereses institucionales, que analicen la situación de las tendencias que delimitan las principales consideraciones, que interpreten la situación a la luz de los objetivos de la seguridad nacional y las amenazas a esa seguridad, que definan los cursos de acción que se pueden seguir para enfrentar esas amenazas, y que propongan cómo conviene proceder.
En esta apreciación, las autoridades del Ejército -la Comandancia General y el Consejo Militar y el Grupo de Estudio del Comandante en Jefe- deben considerar seriamente el severo deterioro de la confianza de la población en la institución castrense. Antes de abril de 2018, el Ejército era la institución que gozaba del más alto índice de legitimidad y aceptación social. Pero el Estudio de Opinión Pública de Latinobarómetro Nicaragua #91 de septiembre 2018 revela que la confianza ciudadana en el Ejército se ha desplomado al 22%, mientras el promedio latinoamericano es el 44%.
Aunque la apreciación de la situación estratégica es originalmente propia del Arte y la Ciencia Militar y del ámbito de la Defensa Nacional, en la crisis que vive Nicaragua, que es esencialmente política, dedicarse a esta reflexión les sería de mucha utilidad para salir de la trampa en la que se metieron. Porque entraron en ese laberinto para que la crisis no los arrastrara, pero al final, por su silencio cómplice, ya los arrastró. Y los está arrastrando cada vez más rápido y con más fuerza.
Es muy probable que el silencio que el Ejército ha guardado a lo largo de la crisis, en especial sobre la masacre, haya sido el factor que ha disparado la pérdida de legitimidad de la institución ante la población que, a la vez, le considera cómplice sigiloso del régimen. Éste es, sin duda, uno de los costos políticos del silencio de los militares. Y no estoy claro si los uniformados estaban conscientes de ese efecto, que es algo más que un daño colateral para la institución. Todavía es un tanto borroso, imposible de predecir, en qué medida influirán estas dos percepciones de la población sobre el papel que juegue el Ejército en la transición.
Los militares deben saber muy bien cómo salir de la ratonera en la que se metieron porque saben cómo y por qué entraron. Pero, para salir de ahí el Ejército va a requerir de voluntad política y de talante institucional, además de mucho tacto político, lo que no significa ni paños tibios ni medias tintas.
Tendrán que cubrirse las manos con guantes de seda. Porque, a pesar de los muchos llamados a intervenir en la crisis, que van desde el justo llamado a desarmar a los paramilitares hasta el exagerado ultimátum al Jefe del Ejército general Julio César Avilés, “a detener y entregar al criminal internacional José Daniel Ortega Saavedra por crímenes de lesa humanidad” que circula en las redes sociales, los militares no pueden ni deben ser quienes resuelvan la crisis política, justamente porque se trata de una crisis política y no de una situación militar.
En una crisis como la que vive Nicaragua los uniformados sólo pueden ser un factor coadyuvante, no el factor decisivo. Darles el papel de “poder moderador” (moderating power), al que se refiere Samuel E. Finner en su obra The Man on Horseback. The role of the Military in Politics, significaría hipotecar de por vida la democracia al conceder a los uniformados un poder político que nunca deben ni pueden tener. Estoy completamente seguro de que los militares no quieren jugar ese papel y ésa fue la razón por la que se metieron en el laberinto hoy transformado en trampa.
Desde 1990 el Ejército de Nicaragua siempre ha tenido tres objetivos estratégicos. El primero, sobrevivir como institución en el tiempo. El segundo, preservar los multimillonarios recursos que han ido amasando a través de los años. Y el tercero, la estabilidad de Nicaragua. Así, en ese orden.
El tercero es crucial, sencillamente porque de la existencia de Nicaragua como nación depende la existencia del Ejército como institución. Y en ese sentido, la mala noticia para los militares es que no tienen muchas opciones, ya que la crisis que vive Nicaragua sólo tiene dos salidas: el diálogo (negociar) o el despeñadero. Es cierto que, al menos en tres ocasiones, el Ejército ha llamado al diálogo, pero el régimen Ortega Murillo no se ha inmutado. Ni siquiera les ha prestado atención.
Sin embargo, hay que subrayar una vez más que los militares no han hecho ni una sola referencia directa al casi medio millar de asesinados, a los miles de heridos, a los cientos de secuestrados y capturados ilegalmente, a los torturados y a los desaparecidos y a las decenas de miles que han abandonado el país huyendo de la represión. Si no disfrutan de la tragedia, lo que no creo, es evidente que se muestran insensibles y callan. Tampoco han dicho una sola palabra sobre el ficticio “intento de golpe de Estado” que ha esgrimido el régimen para tratar de justificar el baño de sangre. ¿Cuándo lo harán?
Hay una mala noticia para los militares. No tienen mucho tiempo para decidirse. A diferencia del tiempo cronológico, el tiempo histórico que vive Nicaragua corre a una velocidad vertiginosa y se está agotando. Si el Ejército no actúa correctamente y rápido, habrá consecuencias.
De hecho, en Washington circula información sobre nombres individuales y de instituciones que se barajan para ser incluidos en la lista de sancionados que, en cumplimiento de la Orden Ejecutiva del presidente Donald Trump del 27 de noviembre de 2018, prepara el Departamento de Estado de Estados Unidos para trasladarla al Departamento del Tesoro. Y entre esos nombres se mencionan como candidatos a los tres miembros de la Comandancia General del Ejército, a los jefes de la Dirección de Información para la Defensa (DID) y de Finanzas, al director ejecutivo del IPSM, al IPSM mismo como institución, así como al mayor general en retiro Denis Membreño, jefe de la Unidad de Análisis Financiero (UAF). Tarde o temprano la larga mano de la justicia de Estados Unidos podría caer sobre ellos. La realidad es que están entre la espada y la pared.
La Orden Ejecutiva 13851 del presidente Trump es clara. Serán sancionados por el Departamento del Tesoro, en consulta con el Secretario de Estado, “quienes sean responsables o cómplices” directos o indirectos de “acciones o políticas que socaven los procesos democráticos o instituciones en Nicaragua” y de “acciones o políticas que amenacen la paz, la seguridad o la estabilidad de Nicaragua”. La lógica que prevalece en los sectores más duros de Washington es que responsables o cómplices, por acción u omisión, deben ser sancionados por igual.
Desde una perspectiva más aproximada, hay que subrayar que lo más probable, y no hay evidencia de lo contrario, es que ninguno de los militares cuyos nombres se barajan para ingresar a la lista de funcionarios nicaragüenses que serán eventualmente sancionados, tenga cuentas o inversiones en Estados Unidos. Entonces, si las sanciones no afectarán al patrimonio de esos potencialmente enlistados, ¿para qué y por qué sancionarlos?
En principio parecería no tener sentido. Pero lo tiene: esas sanciones no tendrán efecto en sus caudales, pero es más que obvio que se trata de un mensaje político directo el Ejército de Nicaragua como institución.
Otra de mis mayores preocupaciones es el “día después” de cualquier diálogo o negociación con la que se inicie la transición a la democracia. No hay que ser sajurín para prever lo que se nos avecina. Una inevitable conmoción social y enormes tareas frente a los retos inmensos que implicarán la fundación del Estado Nación que nunca hemos tenido.
Disiento de algunas expresiones que a veces se utilizan como moneda de curso corriente en los pasadizos de la política criolla: Nicaragua no “volverá a ser República”… sencillamente porque nunca lo ha sido. Quizás hayan existido a través de los años repúblicas conservadora, liberal, somocista, hasta sandinista y ahora orteguista, pero nunca en el sentido estricto y pleno de lo que es una República. Sólo hemos tenido remedos.
Igualmente, disiento de un par de afirmaciones que he escuchado o leído de actores políticos locales en sus declaraciones a los medios cuando hablan de “refundar Nicaragua” y “refundar el Estado nicaragüense”. La tarea que se nos viene no es refundar, sino fundar por primera vez el Estado Nación nicaragüense, dando el primer paso: desmantelar el Estado orteguista.
En el nuevo escenario de libertad, justicia y democracia al que aspira la gran mayoría de los nicaragüenses, el primer gran cometido será similar al que en 1979 le tocó a la triunfante revolución sandinista ante el Estado somocista, la Guardia Nacional y sus fuerzas de seguridad, la Oficina de Seguridad Nacional (OSN) y el Servicio Secreto Anticomunista (SAC).
Hay diferencias notables entre 1979 y hoy. En 1979, la Guardia Nacional y las fuerzas de seguridad fueron inmediatamente reemplazadas por integrantes de las columnas guerrilleras del FSLN. Se creó un nuevo Ejército y una nueva Policía, así como un nuevo servicio de inteligencia política: la Dirección General de la Seguridad del Estado (DGSE). Quizás la diferencia más importante es que en 1979 se trató del triunfo militar de una fuerza irregular, el ejército guerrillero del FSLN, sobre la Guardia Nacional de la dictadura de la familia Somoza, mientras que lo que se aproxima será consecuencia de una insurrección cívica desarmada frente a un régimen que ha acallado a sangre y plomo las protestas. La única solución viable para organizar el cambio será mediante un diálogo nacional que fije los términos de la transición.
La transición a la democracia no va a ser nada fácil, seguramente más difícil y complicada que la iniciada en 1990, con el fin en las urnas de la revolución.
Si bien la recuperación económica será una de las prioridades de las nuevas autoridades, no será posible sin lograr seguridad en el país. De acuerdo con Latinobarómetro (septiembre 2018), el 79% de los nicaragüenses desconfía, y con razón, de la Policía. Y de acuerdo con la más reciente encuesta de CID-Gallup, el 61% afirma que la actual Policía no garantiza la protección de los nicaragüenses.
Así, con una fuerza pública completamente deslegitimada, rechazada y hasta odiada por una mayoría de la población por la represión criminal que ha desatado desde el inicio de las protestas cívicas, asesinando, realizando capturas ilegales, torturando e inventando cargos inexistentes para judicializar a quienes demandan democracia, ¿quién va a enfrentar la violencia común que inevitablemente tenderá a crecer de forma “natural” en un escenario confuso, una violencia que será potenciada por la incorporación de los paramilitares, transformados ya en nuevos delincuentes comunes, conversión que se viene observando...?
Ya estamos viendo cómo se han incrementado los robos en sus tres modalidades (con fuerza, con violencia, con intimidación), los asaltos callejeros de motorizados, los homicidios y asesinatos, y la atrocidad que acompaña estos crímenes. El Estudio de opinión #92, de enero 2019, de CID-Gallup, muestra que el 53% de la población afirma que el crimen y la delincuencia han crecido en el país.
Los “nuevos delincuentes comunes” tienen armas, incluso de guerra, tienen preparación militar y cuentan con una base social y política: los CPC y los CLS del partido de gobierno. Además, están arropados por el sentimiento de impunidad que les ha dado el régimen y si no dudaron en incendiar una casa quitando la vida a seis personas, incluidos dos bebés , ¿qué no se podría esperar de ellos?
Tampoco se puede olvidar cómo tras su derrota en las urnas en febrero de 1990 Daniel Ortega repartió decenas de miles de armas entre sus seguidores para seguir “gobernando desde abajo”. No sería extraño que sus gentes repitieran esa táctica. Tampoco sería raro que en Nicaragua comenzaran a “florecer” delitos inusuales, hasta ahora casi desconocidos o inexistentes: asaltos a bancos, secuestros extorsivos, secuestros políticamente motivados, sicariato político, y que se incrementen las violaciones sexuales.
Con el derrumbamiento del viejo régimen, el nuevo régimen tendrá retos superlativos. ¿Cómo se reformará el viciado Sistema de Justicia Penal (Policía, Fiscalía, Sistema Judicial y Sistema Penitenciario)? ¿Qué autoridad será la responsable de reducir y poner bajo custodia a policías, fiscales, jueces, guardas penitenciarios, ministros, secretarios políticos del FSLN, alcaldes y funcionarios municipales, miembros de los Consejos del Poder Ciudadano (CPC) y de los Consejos de Liderazgo Sandinista (CLS), directa o indirectamente involucrados en los crímenes de lesa humanidad y en otros crímenes señalados en el Informe del GIEI? ¿Quién va a resguardar los puertos (terrestres, marítimos y aéreos) del país para evitar la fuga de los responsables de las atrocidades contra la población civil desarmada?
Garantizar la seguridad ciudadana y el orden interior tendrá que ser, al menos en una etapa inicial hasta que se alcance un importante grado de normalidad, la prioridad cardinal de las nuevas autoridades.
La transición a la democracia tendrá una variante con relación a lo ocurrido en 1979. Sólo una de las instituciones que actualmente existen en Nicaragua sobrevivirá: el Ejército de Nicaragua. Pero solamente será posible que sobreviva si toma la decisión correcta y contribuye, nada más contribuye, a la solución de la crisis.
Si decide lanzarse al despeñadero junto con el régimen no me cabe la menor duda de que las nuevas autoridades buscarán y encontrarán en la asistencia internacional el apoyo necesario para hacer frente a las urgencias de seguridad que se multiplicarán de forma exponencial. Esto no sería una dádiva graciosa a los militares que no deberían merecerla por su silencio cómplice mientras estuvieron escondidos en su ratonera, aunque el hecho de que aparentemente no se involucraron directamente en la masacre será un aspecto que deba tomarse en cuenta.
El Ejército de Nicaragua podría sobrevivir, y no precisamente por sus méritos o por haber contribuido significativamente a la solución de la crisis política, sino por razón de necesidad. Esto lo saben bien los militares. Su papel será de primer orden en el mantenimiento de la seguridad pública en un escenario que se vislumbra más que complejo.
Para el Ejército de Nicaragua aún hay una pequeña luz de esperanza que les permitiría salir de su propia trampa. No se trata de un simple “ábrete sésamo”. Es más complicado de lo que parece, pero absolutamente factible si los militares se cubren con el consecuente talante institucional. Todo es que se decidan, no a enfrentar al régimen Ortega-Murillo, sino a plantarle cara.
¿Cómo? Llamándolo a la cordura y diciéndole con firmeza que está poniendo en grave riesgo la seguridad nacional del Estado de Nicaragua y que, de continuar atrincherado en El Carmen, el camino hacia el despeñadero será más corto, la caída más violenta y los efectos más catastróficos.
Esto no sería suficiente. Los uniformados deben proponerle que cree las condiciones para el diálogo: poner fin a la represión, cesar las capturas y allanamientos ilegales, dar libertad a los presos políticos y poner fin a los juicios amañados. Y deben dejarle claro que el diálogo nacional debe desembocar en elecciones anticipadas.
De acuerdo con la encuesta de CID-Gallup divulgada el 14 de enero de 2019, ambas salidas, diálogo y elecciones anticipadas, representan la demanda combinada del 84% de los nicaragüenses. ¿Los jefes militares, el Comandante en Jefe, el jefe de Estado Mayor General, el Inspector General y el Consejo Militar, estarán ciegos o se taparán los ojos para no ver?
Si en realidad desean alzarse con sus dioses, los militares simplemente tendrían que decirle a Daniel Ortega, de manera firme, con franqueza y sin ambages que no hay otra salida más que el diálogo y el adelanto de las elecciones. De no hacerlo, inevitablemente se hundirán con sus demonios… y sus millones.
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Nicarágua ¿Elevarse con sus dioses o hundirse con sus demonios? Mensaje urgente para el Ejército del País - Instituto Humanitas Unisinos - IHU