21 Novembro 2018
Con motivo de la conmemoración del XXIX Aniversario del asesinato de los jesuitas de la UCA, fui invitado –el pasado jueves 15 de noviembre— a dar una charla, titulada “La ética de los mártires de la UCA”, a alumnos de la Academia Nacional de Seguridad Pública (ANSP). Por la tarde de ese día, tuve una experiencia, en el centro de San Salvador, que me hizo ver la urgente necesidad que tenemos, en nuestro país, de trabajar por una inversión [1] de los valores vigentes, para la cual pueden ser de enorme relevancia los valores –especialmente, el de la primacía de la dignidad humana — de los mártires de la UCA. Expongo las ideas que desarrollé en la charla, y posteriormente hago una especie de aplicación de lo expuesto a una experiencia concreta.
El artículo es de Luis Armando González, publicado por Alai, 20-11-2018.
Buenos días. Nos reúne es esta ocasión la tragedia del 16 de noviembre de 1989, cuando la inteligencia del país recibió un terrible golpe. Con el asesinato de los jesuitas de la UCA – Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López y Joaquín López y López — se golpeó, con una violencia tremenda, el compromiso ético, con la sociedad salvadoreña, de un grupo de intelectuales de primer nivel en los campos de la filosofía, la teología y la ciencia.
Esta charla trata de ese compromiso, pero es bueno dejar establecido desde ya que la ética de los mártires de la UCA estaba fuertemente ligada, por un lado, a un compromiso con el conocimiento científico, filosófico, teológico y humanista; y por otro, a sus experiencias con la gente, debido a su práctica docente o su ejercicio pastoral. El conocimiento que cultivaron los jesuitas de la UCA — ese que dio sostén a su ética — fue un conocimiento riguroso, crítico, sistemático y bien fundamentado. Y de ahí derivaron unos valores que fueron cultivados por ellos de una manera extraordinaria.
El primero es el valor de la verdad. Una verdad que debe ser buscada y defendida sin desfallecer, poniendo las mejores energías y capacidades personales en ese empeño. ¿Cuál verdad? Como decía el P. Ellacuría, la verdad de la realidad, que nunca se nos da inmediatamente y que, por eso, debe ser buscada con ahínco, disciplina y dedicación. Se trata de luchar contra las propias limitaciones, pero también contra las ideologías que distorsionan y deforman las visiones que tenemos de la realidad.
El segundo valor es el de la honestidad. Honestidad con lo que la realidad va mostrando, en la medida que la vamos conociendo. Honestidad para compartir con otros aquello que vamos descubriendo y para no ocultarlo, por miedo o por interés. Y honestidad para con los propios errores y equivocaciones.
El tercer valor es el de la actitud crítica. Este valor debe hacerse presente ante las visiones falsas que se elaboran sobre la realidad social y sus problemas. La actitud crítica supone no aceptar nada como definitivo o absoluto. Exige analizar las cosas, mirarlas en su evolución y en su devenir histórico, entender su cambio permanente. Permite, cuando se asume sin rodeos, determinar los intereses que están detrás de quienes se ofrecen un mundo mejor por arte de magia.
El cuarto valor es el del bien común. Desde este valor, lo que importa es lo que está en función del bienestar de la mayor parte de la sociedad, y no en función de los intereses de grupos o sectores minoritarios. Por ejemplo, el bien común nos exige contar con una Policía Nacional Civil robusta, eficaz, profesional y respetuosa de los derechos humanos, y que sea la única instancia con potestad para usar la fuerza en el combate del crimen. Por lo mismo, los cuerpos privados de seguridad son contrarios al bien común, pues obedecen a intereses empresariales particulares que han hecho de la violencia un negocio.
El quinto valor es el de la justicia. Según este valor, cultivado radicalmente por los mártires de la UCA, cada persona debe recibir aquello que le corresponde en razón de su dignidad humana. Una justicia, anclada en esa dignidad, es el mejor criterio para determinar cuándo se cometen injusticias, siendo que las peores son las que se cometen cuando se vulnera la dignidad humana.
Y, por último, el sexto valor de los jesuitas de la UCA que quiero rescatar es el de la responsabilidad. Responsabilidad con la verdad, con el bien común, con la justician y con la dignidad de las personas. Este valor nos dice que no podemos ni debemos ser indiferentes ante la suerte de los demás, sobre todo ante la suerte de quienes padecen injusticias. No por su color de piel o porque sean mujeres, niños, niñas, ancianos o migrantes, sino por su condición de seres humanos, con los cuales nos hermana esa misma condición.
Por último, ¿de dónde obtuvieron los mártires de la UCA los valores que he compartido con ustedes? Desde mi punto de vista, en primer lugar, de las fuentes y tradiciones cristianas en las que se formaron como hombres de fe. Como referentes de una fe intensa y comprometida con la justicia, es indudable el impacto que tuvieron en ellos Monseñor Óscar Arnulfo Romero (ahora San Romero) y Rutilio Grande, el primer sacerdote asesinado en El Salvador. En segundo lugar, de su formación académica –teológica, filosófica y científica—, de la cual obtuvieron la convicción de que el conocimiento es liberador, cuando se cultiva con compromiso ético y con actitud crítica. Y, en tercer lugar, de su experiencia con la gente. Estudiantes, grupos comunitarios, catequistas, sindicalistas, campesinos… Esta gente impactó su vida y les enseñó a querer a este país. Y es que los mártires de la UCA quisieron entrañablemente a El Salvador y estuvieron dispuestos a jugarse la vida por hacer de este país un lugar en el que el bien común y la justicia fueran algo cotidiano. Este fue su compromiso ético más profundo.
El jueves 15 de noviembre, por la tarde, viví una experiencia [2] que ilustra bien la necesidad que tenemos de trabajar por una inversión — un reordenamiento — de los valores, de forma tal que un valor fundamental como lo es la dignidad humana se anteponga a esos otros que, hoy por hoy, son los prioritarios. Esta es la experiencia. A eso de las 5:30 pm llegué a la parada de buses de la Ruta 10, ubicada dos cuadras al sur del Banco Hipotecario, sobre la Av. Monseñor Romero. Se trata, en realidad, de una mega parada, pues ahí se detienen, entre otras, además de la Ruta 10, las Rutas 2, 1, 26 y 35 [3]. Lo normal es, al cierre de la tarde, una importante aglomeración de personas, trabajadoras en su mayoría, que quieren llegar a sus hogares cuanto antes, cansadas de una jornada laboral que seguramente comenzó muy temprano.
Un grupo de estas personas esperaba (esperábamos) la Ruta 10 ese jueves a las 5:30 pm. A eso de las 5:50 pm vi acercarse el autobús, pero se fue de largo, sin detenerse. La gente hizo gestos de resignación y yo, por mi parte, no pude evitar pensar en que el conductor tenía sus prioridades, entre las que no estaba el llevar a las personas a sus hogares. 20 minutos después llegó otro autobús de la misma ruta. Justo cuando se acababa de detener y el grupo de gente se dirigía hacia su puerta de entrada, una patrulla de la PNC se detuvo del lado del conductor y le dio la indicación, a través de un parlante, de que se moviera. Inmediatamente, la unidad comenzó a moverse: unas cuantas personas lograron subirse, un par de ellas se agarró de los barrotes y otras trastabillaron en el intento, sin lograr abordar el autobús [4].
Vi enojo y frustración en quienes se quedaron en la parada. Pensé que los agentes policiales tenían sus prioridades (sin duda, importantes), pero entre ellas no estaba la de velar porque las personas abordaran con tranquilidad y seguridad el transporte que las llevaría a casa. 20 minutos después, otro autobús de la Ruta 10 que apenas se detuvo, y al cual sólo se pudieron subir unas pocas personas: también para ese conductor no era prioritario velar porque la gente llegara a su hogar. Quienes nos quedamos en la parada de buses tuvimos que esperar por un cuarto autobús, que abordamos casi a las 7 pm.
Una vez que me acomodé en el asiento, no pude evitar pensar en lo distinto que serían las cosas si, por ejemplo, los conductores de autobús asumieran que su principal prioridad es asegurar que las personas lleguen, sanas y salvas, a su lugar de destino, o si los agentes policiales, en lugar de conminar a los conductores a que muevan de prisa sus unidades les dijeran algo así como: “Señores conductores: asegúrense de que todas las personas aborden la unidad, manejen con precaución y no maltraten a los pasajeros”. Esto sucedería si la dignidad humana ocupara el lugar que le corresponde — el primer lugar — en la jerarquía de los valores predominantes en la sociedad. Pero lamentablemente no es así: en el conjunto de valores vigentes, la dignidad humana no es una prioridad. Hagamos que eso sea posible, a partir de una inversión de los valores vigentes.
San Salvador, 15-16 de noviembre de 2018
[1] En el sentido de trastocar, reordenar, poner lo que está por último al principio.
[2] Es una experiencia que he vivido muchas veces, pues lo que relato sucede cotidianamente en esa mega parada de buses.
[3] En la misma cuadra, tienen su terminal los microbuses de la Ruta 12.
[4] Estos percances, que pusieron en riesgo la seguridad de esas personas, no fueron vistos por los policías que estaban del lado opuesto del autobús.
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La ética de los mártires de la UCA - Instituto Humanitas Unisinos - IHU