11 Setembro 2018
Existen en Nicaragua dos narrativas sobre el origen de la crisis y de la escalada represiva, la del régimen y la de la rebelión cívica, en un país polarizado estas parecen irreconciliables.
La análisis es publicada por Envío, edición 438, Septiembre-2018.
A cinco meses de la insurrección de la conciencia ciudadana que inició en abril Ortega proclama que el país está “normalizado” y parece determinado a quedarse en el gobierno hasta 2021. La población insurreccionada está determinada a impedirlo. El enfrentamiento es muy desigual. Y sin una pronta salida política, la crisis humanitaria y los graves problemas económicos y financieros que el conflicto ha provocado tienen a Nicaragua al borde del abismo. “Nicaragua es hoy una bomba de tiempo”, se escuchó en el Consejo de Seguridad de la ONU el 5 de septiembre.
En abril, y aún en mayo, se veía más cercana la solución de la crisis. El desproporcionado uso de la fuerza que el régimen empleó contra las protestas de los estudiantes, segando la vida de tantos, crímenes que no se detuvieron ni un solo día desde el 20 de abril, alimentaron exponencialmente la indignación popular y desataron una escalada represiva.
“Todo te dejamos pasar, pero jamás hubieras tocado a nuestros chavalos”, decía la pancarta dirigida a Daniel Ortega que una mujer había escrito a mano y alzaba decidida en la primera movilización masiva de abril. Esas primeras muertes de jóvenes explican cómo empezó esto, cuál fue la chispa, el origen de la rebelión: crímenes que aún hoy el gobierno ni siquiera reconoce que sucedieron. Esa primera chispa encendió un incendio, “resultado de agravios con profundas raíces”, se lee en el informe de Naciones Unidas.
El gobierno respondió al incendio “disparando a matar” como denunció Amnistía Internacional en su informe de mayo. Resultado: la mayor matanza jamás vista en Nicaragua en tiempos de paz. Hasta el 24 de agosto, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) han sido 322 las personas muertas como saldo del conflicto y más de 2 mil los heridos. Entre ellos, hay también muertos y heridos del lado de quienes defendían al régimen, porque hubo reacciones de legítima defensa y hechos de violencia en respuesta a la violencia institucional. Lo reconoce la ONU en su informe. También lo reconoce la CIDH, que ha vuelto a reiterar al concluir agosto: “La gran mayoría de víctimas fallecieron como resultado de la acción estatal o de fuerzas parapoliciales al servicio del Estado”.
La gran mayoría perdió la vida ejerciendo el derecho de reclamar derechos, justicia y democracia, otro gobierno, otro país. Los que la perdieron impidiendo ese derecho van a la cuenta del régimen, que los mandó a matar o a morir.
Ésta es la narrativa de quienes se oponen al régimen. La comparten el máximo organismo regional y el máximo organismo internacional de derechos humanos.
La narrativa del régimen niega que hubiera protestas ciudadanas reprimidas con armas de fuego, niega que se haya violentado el derecho a la protesta. Y afirma que lo que hubo fue la respuesta a un golpe de Estado planificado, organizado y financiado desde Estados Unidos, por la CIA o cualquier otra agencia del Norte.
No hay duda de que en este momento tan convulso sería extraño, por decir lo menos, que Estados Unidos no se interesara en participar, sacando alguna ganancia. Recursos y experiencia les sobran. Y por sobre todo, las excelentes relaciones que Ortega mantuvo durante más de una década con Washington, casi les obliga a interesarse en Nicaragua. Sin embargo, son consecuencias de la crisis y no la causa de la insurrección ciudadana.
Que lo ocurrido fuera un golpe de Estado fue una idea plantada por la delegación gubernamental en una de las primeras sesiones del diálogo nacional, cuando la Alianza Cívica, con la mediación de los obispos, propuso como salida a la crisis anticipar las elecciones.
Después, el régimen organizó las “operaciones limpieza” para recuperar el control territorial que centenares de tranques y barricadas le habían quitado. Fue la etapa en la que corrió más sangre en un enfrentamiento extremadamente desigual.
Así describe ese momento el informe de la ONU: “A medida que la crisis se desarrollaba el nivel de violencia contra los manifestantes por parte de la policía y de civiles armados aumentó aún más, y también lo hizo el nivel de resistencia de algunos individuos participando en los tranques. Existe amplia información sobre el uso de medios violentos por algunos manifestantes, incluyendo piedras, morteros, armas improvisadas y armas de fuego (fundamentalmente rifles). Sin embargo, no se encontró evidencia de que estos actos violentos hayan sido coordinados o respondieran a un plan preexistente”.
Concluida la “limpieza”, el régimen terminó de perfilar su versión de los hechos y concluyó su narrativa: en abril hubo un intento de golpe de Estado. Los tranques nunca fueron cívicos, eran de gente armada. Los golpistas emplearon el terror para imponerse, pero fueron derrotados y están siendo juzgados como lo que son: terroristas y vendepatrias.
El 7 de agosto, después de haber estado presentando cifras dispares sobre las muertes ocurridas en esta etapa, fijó un número definitivo y una nueva consigna: “Fueron 198. ¡Ellos los mataron! ¡Que paguen por sus crímenes!” Todos los muertos los causaron los terroristas, nadie cayó por disparos del régimen.
La narrativa oficial pretende cohesionar a las bases del partido de gobierno y también convencer a la “izquierda” internacional, asemejándola a la narrativa de los años 80, cuando el gobierno “revolucionario” fue víctima de una agresión armada financiada desde Estados Unidos.
No ha habido en cinco meses variante alguna sobre esta versión de lo ocurrido. Lo que vemos a diario es una persistente “huida hacia delante” que parece no tener vuelta atrás. Es lógico: durante más de una década la pareja gobernante avanzó, sin mayores obstáculos, en un proyecto dinástico para perpetuarse en el poder. Ahora, se resisten a aceptar que un plan tan cuidadosamente acariciado se haya hecho trizas inesperadamente. Del terror que les ha causado el fracaso ha nacido la política de terror con la que han respondido.
El informe elaborado por la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas (OACNUDH), que cubre los sucesos de los primeros cuatro meses de la crisis (18 abril-18 agosto) fue presentado en Ginebra y en Managua el 29 de agosto. (En este número lo reproducimos íntegramente, sólo suprimiendo, por su extensión, las notas a pie de página).
El informe cuestiona la narrativa del régimen: “En lugar de reconocer cualquier responsabilidad por actos ilícitos o indebidos durante la crisis, el Gobierno ha culpado a los líderes sociales y de la oposición, a las personas defensoras de los derechos humanos y a los medios de comunicación, por lo que ha denominado “violencia golpista”, así como por el impacto negativo de la crisis política en la economía nacional. Más aún, el Gobierno ha atribuido la responsabilidad por todos los actos de violencia a aquellos que participaron en las protestas, incluidas las 197 muertes oficialmente reconocidas hasta el día 25 de julio”.
Al presentar el informe, Guillermo Fernández Maldonado, quien coordinó la misión en Nicaragua de la OACNUDH, dijo: “Desde la primera reunión que estuvimos en Cancillería, la narrativa de un golpe de Estado fue lo que se nos planteó. Lo que nosotros dijimos es que si ésa era la visión, que nos dieran acceso a la información y a los lugares que la ratificaran y si encontrábamos efectivamente los hechos que sostienen esa visión lo haríamos público. Sin embargo, no nos han respondido ninguna de las solicitudes de información, ni nos han permitido salir de Managua ni ir a ninguno de los lugares que propusimos. La información a la que hemos tenido acceso no apoya esa visión. No hay ningún indicio de golpe de Estado. Por el contrario, desde la perspectiva de derechos humanos lo que hemos encontrado son acciones gubernamentales para responder a una protesta cívica, que están en contra del derecho internacional de los derechos humanos”.
El 30 de agosto Daniel Ortega difamó el informe de Naciones Unidas presentado el día anterior. “Cada vez más en el mundo -dijo ante sus seguidores- ya nadie cree en los organismos internacionales porque se convierten en instrumento de los poderosos, de los que imponen sus políticas de muerte sobre los pueblos del planeta Tierra… Estos organismos de Naciones Unidas, en este caso este organismo que tiene que ver con Derechos Humanos, no es más que un instrumento de la política de la muerte, de la política del terror, de la política de la mentira, de la política de la infamia. ¡Son infames, infames!”
Esa misma noche la Cancillería enviaba al representante de la Oficina de la ONU un mensaje: su estancia en Nicaragua había concluido. Una expulsión de facto.
El informe de la OACNUDH llegó el 5 de septiembre al Consejo Permanente de Naciones Unidas, un gran paso para que las masivas violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen Ortega-Murillo trasciendan el ámbito regional de la OEA y comiencen a ser conocidas en el máximo organismo mundial. Esto inauguró un tiempo de esperanzas en medio de tantas incertidumbres.
Ha sido el tema de los derechos humanos el que ha abierto los ojos del mundo a lo que pasa en Nicaragua. Y el logro político más significativo arrancado a Ortega por la rebelión cívica ha sido la presencia en Nicaragua de organismos regionales e internacionales de derechos humanos.
El informe sobre derechos humanos que la CIDH presentó a la OEA en junio, la OEA decidió involucrarse en la crisis de Nicaragua. Después, el régimen tuvo que aceptar que la CIDH instalara de forma permanente en nuestro país un Mecanismo de Seguimiento (MESENI) y que vinieran a Nicaragua, por seis meses prorrogables, cuatro profesionales del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), con el mandato de investigar todas las muertes ocurridas entre el 18 de abril y el 30 de mayo. También tuvo el régimen que aceptar en nuestro país al equipo de la OACNUDH, al que ahora expulsó.
Encontraron una muralla
Por presión de las movilizaciones en las calles y del diálogo nacional el régimen se vio forzado a someterse al escrutinio de los organismos internacionales de derechos humanos. Del lado de la rebelión cívica, las expectativas que despertó la llegada de estos ojos y oídos internacionales fueron enormes. Pensaron que obligarían al gobierno a cambiar, a actuar de otra forma. No fue así.
Las solicitudes del equipo del MESENI para visitar las cárceles o para asistir a los juicios de las personas acusadas de “terrorismo”, para viajar más allá de Managua a algunos puntos “calientes” del país para hablar con la población que ha sido víctima de represión han sido totalmente ignoradas. Todo lo que solicitan deben tramitarlo con la Cancillería y la Cancillería no responde. Las solicitudes del GIEI para acceder a los expedientes forenses, judiciales y policiales de los casos que deben investigar nunca les han sido entregados.
El régimen Ortega-Murillo sabe que el instrumento internacional más eficaz para colocar a Nicaragua en el radar internacional ha sido el tema de los derechos humanos. Por eso, para sostener su narrativa no tuvo más remedio que invitarlos y no tiene más remedio que levantar una muralla ante quienes los evidencian y difamar a quienes señalan su responsabilidad.
El 18 de agosto, en la tribuna de una de las “contra-marchas” que el régimen viene organizando cada vez con más frecuencia para moralizar a sus bases, el Canciller Denis Moncada “agitó” a la concurrencia que llegó a aplaudir a Ortega para que abucheara a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) leyéndoles el texto oficial en que el régimen califica los informes de la Comisión como “cuestionables por su sesgo político y su metodología de trabajo, que carece de todo rigor científico, siendo una de sus fallas más notorias la falta de verificación de la información que recibe y la utilización irresponsable de fuentes sin ninguna credibilidad”.
Los seguidores de Ortega abuchearon a la CIDH, que respondió el 24 de agosto con un comunicado, en el que señala la “extrema rigurosidad metodológica” con la que trabaja. “Esto incluye -dicen- contrastar varias fuentes: testimonios de víctimas, de familiares de víctimas, información que aportan organizaciones de la sociedad civil y medios informativos, así como también fuentes oficiales”.
Sobre la narrativa de los 198 fallecidos, todos “matados” por los golpistas, dijo la CIDH: “Las cifras de personas fallecidas aportadas por el Estado son inconsistentes. En notas que el Estado remitió a la CIDH entre junio y julio de 2018 informó sobre 37 personas fallecidas, en su mayoría agentes del Estado o personas afines al gobierno. Posteriormente, en respuesta a las reiteradas solicitudes de información actualizada, en nota del 7 de agosto el Estado reportó una cifra consolidada de 450 personas fallecidas entre el 19 de abril y el 25 de julio. En el desglose de esa cifra, el Estado informó que 197 personas fallecieron como “víctimas del terrorismo golpista” y 253 por “muertes homicidas (actividad delictiva común), accidentes de tránsito y otras causas, que fueron manipuladas por los golpistas y organismos afines para desprestigiar, difamar y dañar la imagen del gobierno de Nicaragua”.
La CIDH señala al gobierno la inconsistencia de no presentar ni nombres ni otros datos de las 197 personas (o 198, según apareció en mantas y afiches) por las que pide “justicia”. Y reitera al Estado “la necesidad urgente de garantizar el acceso a la información detallada sobre todas las personas fallecidas, a fin de que la CIDH pueda cotejar y verificar sus cifras con las que ofrecen las autoridades”.
También el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes está siendo ignorado por el régimen. El 16 de agosto, los expertos del GIEI, apremiados por el correr del tiempo, decidieron informar a la opinión pública no sobre lo que hacían, sino sobre lo que no les dejan hacer.
En rueda de prensa explicaron que desde el 2 de julio, cuando iniciaron la recopilación de información sobre los fallecidos en el plazo de su mandato, solicitaron “los expedientes de las investigaciones llevadas adelante por las instituciones nacionales, los informes de medicina legal y el listado de personas detenidas, así como el plan de reparación de las víctimas”. Pero no habían recibido un solo papel.
Después de escuchar la diplomática queja expuesta por los cuatro profesionales que integran el GIEI, la presidenta del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH), Vilma Núñez, afirmó que el gobierno no les había entregado nada “porque no han investigado nada”. Y como prueba, mencionó que en abril y mayo funcionarios del CENIDH acompañaron a unos 30 familiares de víctimas asesinadas, que accedieron a presentarse a la Fiscalía a poner la denuncia, iniciando con esa gestión la ruta legal para una investigación. “Pero sólo les recibieron la denuncia, sellaron el papel y nunca más volvieron a llamar a ninguna de esas personas para preguntarles nada, no investigaron nada”, dijo Núñez.
Cinco meses después de abril se ha reducido el número de asesinatos. Sin embargo, policías, parapolicías encapuchados o civiles siguen capturando tanto a líderes territoriales de las protestas como a cualquier otra persona que consideren sospechosa. Las llevan a las mazmorras de la cárcel El Chipote, en donde son vejadas, amenazadas, torturadas y, de forma arbitraria, a veces liberadas en horas o en días, a veces retenidas por más tiempo, a veces trasladadas a la Cárcel Modelo, donde son sometidas a juicios viciados de ilegalidades y violaciones a los derechos humanos. Todos son acusados de “terroristas”.
Aunque arrestos y detenciones ocurrieron desde los primeros días de la crisis, como reconoce el informe de la ONU, en la fase actual, de “criminalización de las protestas”, las capturas y las detenciones han arreciado. 340 fueron denunciadas por los familiares en el CENIDH.
En las innumerables violaciones al derecho a la libertad y a la seguridad personal, y en las generalizadas violaciones a las garantías del debido proceso legal es en donde el informe de la ONU ofrece un recuento más detallado y preciso de los patrones de la represión.
La ola represiva incluye también despidos arbitrarios. La Asociación Médica Nicaragüense informa de al menos 300 profesionales de la salud despedidos por haber atendido a heridos durante las protestas o haber expresado críticas a la política oficial. Circulan también listas de abogados que han brindado asesoría legal a las familias de los detenidos, que reciben amenazas. Los recortes al presupuesto por la crisis económica han dado lugar a una “operación limpieza” en las instituciones estatales: los funcionarios no leales están siendo despedidos.
En agosto la narrativa tiene un nuevo eje: “ya todo está normal”… o se está “normalizando”. Para demostrarlo, el régimen pretende recuperar el control de las calles, organizando contramarchas, infiltrando las movilizaciones cívicas con agentes que provocan violencia, impidiendo, por la fuerza o con la intimidación, cualquier expresión ciudadana en las calles, sean grandes marchas o plantones, para imponer la imagen de la “normalidad” y que la población sienta que “ya ganaron”, que “ya pasó todo” y que “el comandante se queda”.
La pregunta acuciante en todas partes es cómo, cuándo, terminará esto, cuál será la solución, ya que es palpable que el conflicto no se ha resuelto ni se resolverá imponiendo o reprimiendo, sea porque la economía le ha puesto severos límites a la pretensión política de Ortega, como demuestra el economista Néstor Avendaño en páginas siguientes, sea porque la mayoría de la población mantiene la determinación de lograr un cambio.
“¿Y cuál es esa solución?”. Y se responde: “Saquen de las cárceles a todos los presos políticos capturados en esta crisis, saquen de las calles a todos los paramilitares encapuchados, comiencen a aplicar la justicia a quienes han matado a nuestra juventud y anticipen las elecciones. Si se da una respuesta a estas demandas, ya podríamos pensar qué se puede hacer desde el Banco Central. Sólo entonces. No necesitamos soluciones de política económica, sino soluciones políticas para que haya tranquilidad económica. Ninguna política económica nos dará tranquilidad en un escenario tan dramático como en el que hoy estamos… Los altos cargos del Poder Ejecutivo argumentan públicamente que el país ya “está normal”. Decir eso es irrespetar a los nicaragüenses. Decirlo genera más desconfianza y aleja la solución política del problema político en el que estamos inmersos”.
Sólo dos sondeos han mostrado hasta ahora el sentir de la gente sobre cuál debe ser la salida al conflicto. El primero lo realizó la empresa encuestadora CID Gallup consultando a nivel nacional a 1,200 personas, entre el 5 y el 14 de mayo, cuando no había pasado ni un mes de la insurrección de abril. El 69% de las personas dijo en esas fechas que quería que Ortega y Murillo “renunciaran” al gobierno. De ese porcentaje un 30% se declaró sandinista.
Dos meses después, el 17 de julio, en marcha la sangrienta “operación limpieza”, el Grupo Cívico Ética y Transparencia realizó otro sondeo a 1,200 personas a nivel nacional por vía telefónica. El 79% respondió afirmativamente a la aseveración: “Es conveniente realizar elecciones generales prontamente”. Las personas encuestadas se definieron políticamente así: Danielistas 8%, Sandinistas 23%, Opositores 20%, Independientes 33%, mientras que un 16% no quiso opinar o dijo que era “secreto”.
No hay mucha diferencia entre las cifras de uno y otro sondeo. Dos meses después del primero, un porcentaje algo mayor quería elecciones anticipadas. A la espera de nuevas encuestas, creemos que a cinco meses de abril, el consenso mayoritario entre la población, tanto la que se moviliza en las calles exigiendo justicia y democracia y enfrentando balas, intimidación y capturas, como la que no lo hace, pero repudia al régimen y desea que esto tenga un final, es un pronto cambio de gobierno y de forma cívica: “Que se vayan y que sea sin guerra”.
El consenso internacional, encabezado por la OEA, al que hizo un eco aún tibio la Unión Europea, es que la solución debe ser electoral y cuanto antes, una salida que el régimen deberá negociar en el diálogo nacional.
Esa salida, lo sabemos en Nicaragua y lo sabe desde hace años la OEA, no sólo significa acordar una fecha concreta para elecciones anticipadas. El calendario debe incluir otras fechas en las que realizar cambios indispensables para que el colapsado sistema electoral, que ha estado preñado de fraudes durante una década, brinde garantías a toda la población y asegure unos comicios transparentes, competitivos y con observadores nacionales e internacionales. Estos cambios requieren de tiempo y hacerlos requiere de la voluntad política de Ortega.
Hasta el momento, en sus discursos ante sus seguidores Daniel Ortega insiste en que las elecciones serán hasta noviembre de 2021 y no hace siquiera mención de los previos cambios profundos que requieren las elecciones, sean cuando sean. La debacle económica y las presiones internacionales hacen difícil que el plan al que se aferra Ortega, permanecer en el gobierno hasta 2021 y si pudiera aún más, se haga realidad.
Tampoco respecto a retomar el diálogo como espacio para una “negociación de buena fe”, como le exige la OEA, ha dado Ortega señales positivas. El 25 de junio fue la última sesión del diálogo nacional. A poco más de un mes de iniciado, sus mediadores y testigos, los obispos, lo suspendieron al comprobar la falta de voluntad del régimen de entrar a discutir la ruta para la democratización del país. Desde entonces, Ortega se ha empeñado, sin éxito, en organizar “otro” diálogo con mediadores, interlocutores y garantes que le aseguren condiciones para lograr un acuerdo que le garantice evadir la justicia y permanecer en el gobierno.
Intentó convencer de esto al secretario general de Naciones Unidas, Antonio Gutérrez de que fuera garante del diálogo, pero sólo escuchó de él que el diálogo debía ser “inclusivo”. Intentó nada menos que convencer al Papa Francisco de que apartara del diálogo nacional a los obispos “no ecuánimes”. El Canciller Denis Moncada fue enviado al Vaticano para hablar con el pontífice, pero sólo fue escuchado, sin protocolo alguno, por el segundo en la Secretaría de Estado.
No puede negarse que la brutal política del terror ha tenido sus efectos. Ha afectado el ímpetu inicial de las protestas cívicas. Hay cienes de hogares enlutados por los muertos. Hay miles de hogares atendiendo aún a heridos graves. Y otros centenares de hogares desesperados por sus familiares capturados, apresados y enjuiciados como terroristas. Más de 20 mil personas han tenido que huir a Costa Rica buscando salvar sus vidas. El colapso de una economía de por sí frágil ha dejado ya a unas 200 mil personas en el desempleo y está a las puertas una severa crisis financiera, como explica Avendaño.
Y aunque se ha reducido el número de asesinatos -no deja de haberlos y poco se conoce con precisión de lo que ocurre en algunas zonas rurales-, los paramilitares armados siguen controlando zonas de algunos municipios, en total impunidad. Y aunque desde el desmantelamiento por la fuerza de tranques y barricadas se normalizó la circulación, en el país no se ha normalizado ni el consumo en los hogares ni el turismo, ni las universidades ni la vida cotidiana, ni siquiera las conversaciones diarias, a pesar del empeño oficial de imponer que “ya todo pasó”. Seguir secuestrando, capturando, amenazando y llenando las cárceles no normaliza un país cuando su población está indignada.
Tampoco lo normalizan los discursos de Ortega ni los mensajes diarios de Murillo en los medios oficiales. Murillo llama a quienes se manifiestan en las calles “plaga”, “vampiros”, “minúsculos”, “almas tóxicas” “poquedad”, “chingaste”, “puchos amargados”… Ortega los llama “perros rabiosos”, “satánicos”, “nazis”… Estigmatizar a quienes demandan un cambio no contribuye a la normalidad.
Tras cinco meses de rebelión, una de las consignas que más ha pegado en la población es la lanzada todos los días por el analista político Jaime Arellano, que a diario entrevista en el canal de televisión 100% Noticias a personajes de la vida nacional. “Vamos ganando”, reitera apasionadamente Arellano y lo argumenta de forma didáctica.
Cuando le preguntó a Arturo Cruz, ex-embajador de Ortega en Estados Unidos (2007-2009) y muy complaciente con el modelo orteguista hasta ahora, si compartía esa afirmación, Cruz le contestó: “Estratégicamente ya ganaste”. Cruz dijo que la correlación de fuerzas se está dando en estos momentos entre “legitimidad y coerción” - no quiso emplear la palabra represión-, y valorando el peso en ambos platillos de la balanza concluyó que, aunque la coerción puede ganar en el corto plazo, la legitimidad siempre termina ganando a la larga.
La derrota estratégica de Ortega se basa en su ilegitimidad, una mancha que lo acompaña visiblemente desde su reelección en 2016, cuando se apropió del gobierno por tercera vez consecutiva en unos comicios sin oposición, sin observación, ni nacional ni internacional y con índices de abstención nunca vistos en el país.
¿Quién va ganando entonces? Aunque no es tiempo aún de hacer balances, Ortega ha “ganado” en el corto plazo por contar con la brutalidad represiva de la Policía y los parapolicías y con la complicidad del Ejército.
El movimiento insurreccional de buena parte del pueblo nicaragüense contra el régimen de Ortega va “ganando” estratégicamente al mantener e insistir, a costa de todo, en el carácter cívico y pacífico de la lucha. El precio que ha pagado ha sido altísimo.
Es ese precio pagado en sangre y en dolor el que ha abierto finalmente los ojos de la comunidad internacional a lo que está pasando en Nicaragua. Eso ha aislado a Ortega, lo ha desenmascarado y lo mantiene acorralado. Y por la ilegitimidad con la que hoy lo mira el mundo, la rebelión cívica va ganando.
Los crasos errores que Ortega y Murillo vienen cometiendo, sin freno ni pudor, han ocupado la atención de la comunidad internacional y han incrementado la preocupación en aportar para resolver la crisis de Nicaragua. El último mes ha sido pródigo en errores. Destacan entre todos ellos, el cerrarle las puertas de Nicaragua al Grupo de Trabajo de doce países creado en agosto en la OEA y la expulsión de facto del país de la misión de Naciones Unidas.
Ortega, quien firmó hace más de un año con la secretaría general de la OEA, que preside Luis Almagro, un “acuerdo de entendimiento” para reformar el sistema electoral, ya no responde a Almagro cuando le plantea el anticipo de las elecciones. Más bien, desafía a la OEA cuestionando a la CIDH y afirmando que “se queda” hasta 2021. Y a pesar de que busca al secretario general de la ONU para que Naciones Unidas actúe como garante del diálogo nacional expulsa a la misión de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU.
De este modo, la errática política internacional seguida por Ortega para encubrir y negar la brutal represión que desató en abril y que fue el comienzo de esta tragedia, no ha dejado de escalar, haciendo de su inverosímil narrativa una fuente de ganancias para la insurrección ciudadana.
Otras dos ganancias, estratégicas por ser promesas de un futuro mejor para Nicaragua, tiene en su haber la rebelión cívica.
Una es el despertar de la juventud, que con su valor y decisión abrió el camino para el despertar de muchos. Otra es la incipiente y embrionaria unidad nacional a la que la gravedad de la crisis ha llevado a diversos sectores sociales, a variados intereses y a distintas generaciones para enfrentar juntos a la dictadura.
Después de abril la rebeldía se convirtió en virtud para buena parte de la juventud, que se rebeló contra “el pensamiento único” que trató de imponer el régimen. Mucha de la juventud rebelde tiene raíces sandi-nistas. La rebelión tiene en su haber el que han quedado más definidas que nunca las fronteras entre Sandinismo y Orteguismo, ganancia más significativa teniendo en cuenta que en el proyecto dinástico era central transmutar el partido FSLN apartando a los históricos, con trayectoria y memoria histórica, para rehacerlo con jóvenes, sin otro requisito que ser ciegamente incondicionales del culto a la personalidad de Ortega.
La crisis ha demostrado que existen en nuestro país sólidos liderazgos nacionales y locales, jóvenes y no tan jóvenes, empresariales y sociales, mujeres y hombres. Contamos con un capital humano a la altura de lo que está exigiendo el presente y coherente con los desafíos que traerá un futuro que desde este tiempo de tantas incertidumbres, y de tantas esperanzas, ya avizoramos tan complejo.
Aún le falta a la rebeldía cívica mayor organicidad, superar el exceso de horizontalidad de los grupos autoconvocados hasta encontrar un liderazgo colectivo con una dirección estratégica que defina claramente un “horizonte”.
La brújula ya está ahí y el magnetismo está asegurado. Lo garantiza la persistencia de la indignación social y la determinación de continuar reclamando una nación mejor, diferente a la que tenemos hoy, diferente a la que quiso construir Ortega, diferente a la que hemos tenido a lo largo de la historia. Aunque la solución aún no se vea clara en el horizonte, la ruta ya está trazada.
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Nicaragua. Tiempo de incertidumbres, tiempo de esperanzas - Instituto Humanitas Unisinos - IHU