14 Julho 2017
"Creo que ha llegado el momento de combinar la lucha por internalizar de nuevo los riesgos y los costes a quienes los crean – este es un terreno que no podemos abandonar – con un cambio en la configuración del Estado social. Y ello pasa por construir políticas de ingresos mínimos no vinculadas únicamente al factor trabajo, que no reproduzcan la segregación que genera el mercado de trabajo" escribe Joan Coscubiela Conesa, sindicalista y político español, en artículo publicado por Joancoscubiela.cat, 11-07-2017.
Durante las últimas décadas, la precariedad laboral ha pasado de ser una patología de los sistemas de relaciones laborales nacionales a un componente genético del mercado de trabajo global.
Este cambio tiene mucho de ver con el tránsito del capitalismo industrialista de base nacional a un capitalismo financiero global. La razón no debe buscarse en el terreno de la ética. El capitalismo en todas sus modalidades, como cualquier forma de organización y dominación social, solo apuesta por la ética si le sale más caro no hacerlo.
Las causas más bien debemos buscarlas en el terreno del modelo productivo, la organización social dominante y la ideología que los sustenta.
La precariedad laboral actúa hoy como la más mutante de las bacterias. Responde con una gran celeridad y eficacia y neutraliza todas las formas sociales, políticas y legales que se usan para combatirla. De ahí su gran peligrosidad para el Estado social y, de rebote, para el propio sistema democrático.
Tengo para mí que aún no hemos analizado bien el cambio cualitativo que supone el paso de la precariedad como patología a la precariedad como elemento genético del mercado de trabajo global.
Aunque algunas de las formas en que hoy se manifiesta la precariedad laboral (empresas de servicios integrales) puedan recordarnos viejas conductas (prestamistas laborales), esa identificación lo es, solo y en parte, en los efectos que causa. Pero no en su naturaleza, y por ende en la respuesta que necesitamos para neutralizarla.
El paradigma de mercado de trabajo global tiene poco que ver con los modelos de relaciones laborales construidos en Europa durante la segunda mitad del siglo XX, acumulando las fuerzas de dos siglos de lucha. No solo en el uso del lenguaje (mercado de trabajo versus relaciones laborales), sino también y fundamentalmente en su naturaleza, sus reglas de juego.
Los modelos de relaciones laborales del Estado Social europeo consiguieron, después de muchos años de lucha y conquista de derechos, una cierta distribución de riesgos entre trabajadores y empresas frente a los cambios e incertidumbres de la economía. La regulación de la contratación y el despido causal es una de estas formas de distribuir riesgos, a partir de la protección de la parte más débil de la relación laboral –qué lejos que suena hoy esta música.
En cambio, el modelo de mercado de trabajo global, como expresión de un modelo productivo y social, está construido sobre el paradigma de la externalización de riesgos y costes.
Esta externalización de riesgos y costes a terceros por parte de los que ostentan el poder económico –y en consecuencia, el político– se produce en todas las esferas económicas y sociales. Baste ver cómo se comporta el capitalismo concesional en relación al sector público, privatizando ganancias y socializando pérdidas – los rescates de las autopistas, sin ir más lejos –. O el eje sobre el que se articula la solución privada a los conflictos entre Estados y empresas inversoras en los mal llamados “tratados de libre comercio”. En estos tratados se parte de la idea de que el bien superior a proteger es el de la seguridad de los inversores, aunque sea a costa de transferir costes a la ciudadanía y de la pérdida de soberanía política por parte de los Estados.
En el terreno del trabajo es donde este proceso de externalización de riesgos está siendo más intenso y con consecuencias más profundas.
En el paradigma del mercado de trabajo global encontramos, en la parte más alta de este modelo productivo, las empresas, mayoritariamente transnacionales, que controlan mercados y productos, internalizan beneficios y externalizan riesgos y costes. En la parte más baja, aquellos que producen bienes y servicios, asumiendo todos los riesgos porque no tienen a quien externalizarlos. Un ejemplo tradicional es el autónomo dependiente, cínicamente apodado como “autoemprendedor”, sin vínculo laboral con la empresa para la que trabaja, pero con una gran dependencia económica. Y un ejemplo más moderno es el de los “colaboradores” de la economía depredadora, mal llamada “economía colaborativa”.
Entre la parte más alta y la más baja de este modelo de mercado de trabajo nos encontramos una diversidad de situaciones que tienen todas en común la externalización de riesgos y costes. Empresas centrales versus periféricas, trabajadores asalariados con distintos niveles de protección versus precarios o autónomos y “colaboradores” situados fuera de cualquier círculo de protección del derecho y de las organizaciones sindicales y sociales.
Es una opinión pacífica que esta estrategia de externalización de riesgos viene favorecida por un sistema de producción de bienes y servicios que utiliza las posibilidades productivas y organizativas que brindan los cambios tecnológicos y las innovaciones de las últimas décadas. Como siempre, tampoco en esto nuestra época es distinta a anteriores momentos históricos.
Por supuesto, pretender combatir esta degradación social intentando parar la globalización económica o los cambios tecnológicos que la sustentan sería algo parecido a intentar evitar la ley de la gravedad, tal como en su momento explicó de manera lúcida el presidente Lula. Pero, como demuestra la historia, los cambios tecnológicos, la globalización económica, no tienen una única manera de ser gobernados. Y en ese intento estamos, aunque con grandes dificultades.
El carácter genético de la precariedad del mercado de trabajo global, que le da una gran capacidad de mutación, es lo que dificulta que las respuestas sociales y políticas dadas hasta ahora sean útiles.
En España tenemos diversos ejemplos de esa mutación de la precariedad como estrategia dominante. Es el caso de la mutación de la precariedad que llevan a cabo las empresas usuarias, dejando de utilizar las ETT para hacer lo mismo con las llamadas “empresas multiservicios”. Al aumento de la precariedad que supuso la legalización en 1994 de las ETT se le dio una respuesta sindical y política, con la negociación colectiva y los cambios legales, que propiciaron, entre otras cosas, la igualdad salarial entre los trabajadores de la empresa cedente y la cesionaria que realizaran igual trabajo o trabajo de igual valor. Pero poco tardó la precariedad en contraatacar, mutando de las ETT a las empresas multiservicios o empresas de servicios integrales.
No deberíamos perder de vista que las ETT o las empresas de servicios integrales, o más recientemente las plataformas digitales de la economía depredadora –mal llamada “colaborativa”– no son la causa ni están en el origen de la precariedad, son solo las autopistas por las que la bacteria mutante de la precariedad circula a gran velocidad y coloniza el cuerpo económico y social.
Ejemplos de esta mutación constante de la precariedad los tenemos a miles. En apariencia son distintos, pero tienen en común dos características: la huida de los espacios laborales protegidos legal y sindicalmente y la búsqueda de nuevas formas de trabajo desprotegidas que posibilitan la externalización de riesgos y costes.
Ello nos debe llevar a una reflexión en profundidad sobre la respuesta a dar a la precariedad genética del mercado de trabajo global. Sin renunciar a las concretas actuaciones sociales y políticas para combatirlas, esta es una batalla que solamente se puede ganar si actuamos sobre los hábitats en que la precariedad genética nace, se reproduce y muta. Su hábitat ideológico, su hábitat productivo, su hábitat social.
No creo que hoy nadie tenga la fórmula mágica, ni en el sindicalismo ni en la política. No en vano esta es una de las causas profundas de la crisis de todas las formas de organización social y política que estamos viviendo y de la pérdida de legitimidad del sistema democrático. La debilidad de la sociedad frente al mercado y de la política frente a la economía. Pero necesitamos encontrar nuevas formas de respuesta.
El principal campo de batalla ha de ser el ideológico. No olvidemos que la revolución conservadora y ultraliberal de los años 80 se fundamenta en su gran triunfo ideológico.
Algunos apuntes de esta batalla pasan por impugnar los valores dominantes. Y como siempre a lo largo de la historia, se trata de recuperar el equilibrio de valores frente a la hibrys –desmesura- que nos domina.
De la competitividad salvaje y destructiva a la cooperación creativa. Del individuo a la persona –no es lo mismo una relación de trabajo personalizada que individualizada–. Del beneficio individual como motor de la economía al bien común como valor prioritario a proteger. Se trata de valores que a lo largo de la historia siempre han estado en conflicto y que en los períodos en que se han desequilibrado han terminado provocando grandes sufrimientos sociales.
Sin dar y ganar esta batalla ideológica no será posible construir un nuevo equilibrio social. Por eso es una buena noticia que el sindicalismo confederal haya apostado fuerte por abrirse y buscar todo tipo de alianzas sociales y políticas. Como dijo Ignacio Fernández Toxo en su última intervención como Secretario General de CCOO, el sindicalismo no puede hacerlo todo y no lo puede hacer solo.
Otro aspecto clave es el del ámbito territorial en el que dar la batalla. Pretender dar respuesta a la precariedad genética del capitalismo global encerrados en las paredes estrechas de los Estados nacionales es una ingenuidad que nos está costando muy cara. Hay que terminar cuanto antes con el espejismo de las respuestas políticas nacionales frente a estrategias globales y armonizadas. Recuperar espacios de soberanía para la política no es factible solamente en el terreno de los Estados nacionales –cada frontera política es una oportunidad de dumping social y fiscal para los mercados globales.
En este objetivo, el papel de la Unión Europea, con sus limitaciones y déficits, debería ser clave. Hoy, la prioridad del sindicalismo y de las opciones políticas de izquierda debiera ser reforzar el papel político de la Unión Europea, ampliando su campo de actuación. Y por supuesto, cambiando algunos de sus valores dominantes, por ejemplo el que sitúa la libertad de establecimiento empresarial y de inversiones como un valor superior a los del empleo, su calidad, los derechos sindicales y de negociación colectiva. Es la única manera de evitar sentencias como las del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que, primando la libertad de establecimiento e inversión, dejan en papel mojado los derechos colectivos de los trabajadores. O las del propio Tribunal Constitucional español que, sin que se haya producido ninguna reforma constitucional, ha efectuado un giro copernicano en la interpretación de los valores y principios constitucionales, como se ha comprobado en las sentencias sobre la Reforma Laboral de 2012.
Siendo importante el papel de la Unión Europea, no es suficiente frente al proceso de armonización legal impuesto vía mercados. Mientras algunos luchábamos por ampliar las competencias de la Unión Europea en materia laboral y social para favorecer la armonización vía política, la armonización ha llegado vía mercados con la colaboración imprescindible de los Estados nacionales. Mientras los poderes económicos se oponían y oponen a la armonización democrática de las leyes, con la colaboración de los Estados nacionales, que pretenden mantener el espejismo de la soberanía estatal, el mercado global ha impuesto una armonización sin ninguna legitimidad democrática.
Un ejemplo evidente son las reformas laborales, todas cortadas por el mismo patrón, impuestas como parte de las políticas de austeridad y reformas, especialmente a aquellos Estados fiscalmente débiles, que han necesitado la financiación por parte de los mercados, a elevados tipos de interés y sobre todo con grandes contrapartidas sociales y pérdida de soberanía.
En el terreno de la armonización de condiciones de trabajo, desde la izquierda social y política, también deberíamos apostar por que el mercado juegue su papel.
Me explico para no ser malinterpretado. Una de las maneras de dificultar la estrategia de precariedad de un capitalismo global que utiliza su gran capacidad de movilidad para imponer condiciones de trabajo sería acelerar los procesos de mejora de condiciones de trabajo de los países con un menor grado de desarrollo. No hace tanto tiempo –en términos históricos– las condiciones de trabajo de Corea se identificaban como un factor de competitividad a la baja que incidía negativamente en las condiciones de trabajo de los países con los que las empresas coreanas competían. Eso ha dejado de ser así, y este papel lo están jugando otras economías, siempre con estrategias de externalización. Sería un error pensar que la externalización es un fenómeno limitado a la relación entre empresas de países ricos y las de países pobres. Baste ver las relaciones existentes entre China, Vietnam, Bangladesh, en las cadenas de producción industrial.
Mejorar las condiciones de trabajo de estos países es clave a medio plazo, y en eso las políticas de proteccionismo comercial y liberalización financiera tienen efectos perversos. Por eso es tan importante combatirlas.
Otro aspecto en el que la respuesta sindical y social debe cambiar es el de las formas de organización social y sindical. La organización sindical, si quiere ser útil a las personas que organiza, debe siempre atender a las formas de organización de la producción. Lo sabían muy bien los dirigentes de la CNT Salvador Seguí y Joan Peiró, que en menos de 20 años propiciaron dos cambios muy importantes en la organización sindical, pasando primero del sindicato de oficio al sindicato único de empresa y después a la creación de las Federaciones. Pero desde entonces las formas de organización sindical no han evolucionado sindicalmente, a pesar que la empresa a la que se referencian está cambiando de manera constante. Y los pocos cambios realizados en las estructuras de las organizaciones sindicales lo han sido no mirando hacia fuera –la organización del trabajo o la organización productiva–, sino hacia dentro –las relaciones internas.
Este es sin duda uno de los grandes retos del sindicalismo, expresado magistralmente por Unai Sordo en su primera intervención como Secretario General de CCOO con una frase tan breve como densa de contenidos y objetivos: “Lo que la empresa desintegra, intégrelo el sindicato”.
No será fácil conseguirlo porque, como también nos recordó Unai, esto no va de tener buenas propuestas escritas en los papeles de los Congresos, sino que va de correlación de fuerzas. Y la actual no nos es favorable. Individualismo, corporativismo, precariedad laboral genética, reducción del papel del Estado, entre otros factores, dificultan mucho las respuestas, si se quieren dar de manera autárquica.
Para modificar substancialmente la correlación de fuerzas, la batalla en el terreno ideológico, el cambio de escenario territorial en el que dar las batallas deviene clave. Y también lo es recuperar el terreno en relación al papel del Estado y reconsiderar las políticas propias del Estado social.
Si se quiere modificar la correlación de fuerzas, el sindicalismo no puede hacerlo en el marco de Estados nacionales débiles. Recuperar cierta soberanía política pasa por fortalecer la musculatura fiscal de los Estados, por avanzar en una estructura fiscal propia de la Unión Europea que le permita hacer más política. Para que las sociedades no sean rehenes de los mercados financieros, el papel de las políticas fiscales es determinante. En una economía global no hay Estados plenamente soberanos, pero lo son mucho más aquellos que disponen de musculatura fiscal con la que poder hacer políticas públicas de cohesión sin tener que depender exclusiva o principalmente de la financiación de los mercados, de su poder político y de su capacidad de imponer políticas.
Para contribuir a mejorar la vida de las personas y la correlación de fuerzas, algunos cambios en la concepción y las políticas del Estado social parecen necesarios.
Aunque con diferencias, la mayor parte de los Estados europeos han construido sus políticas sociales sobre el eje del trabajo asalariado. Muchas de las prestaciones son de naturaleza contributiva –especialmente las que protegen ante el desempleo o en la vejez e invalidez–. Eso mismo pasaba también hasta hace poco y pasa aún en algunos países con el derecho a la salud.
Hacer depender ingresos, prestaciones económicas y derechos única y exclusivamente de un mercado de trabajo, que tiene una gran capacidad de desagregación de intereses y en consecuencia de desagregación social, dificulta e impide la construcción de respuestas solidarias y propicia respuestas corporativas. Sobretodo en unos momentos en que la estrategia de la precariedad mutante pasa por organizar el trabajo fuera de las esferas protectoras del trabajo asalariado.
Creo que ha llegado el momento de combinar la lucha por internalizar de nuevo los riesgos y los costes a quienes los crean –este es un terreno que no podemos abandonar– con un cambio en la configuración del Estado social. Y ello pasa por construir políticas de ingresos mínimos no vinculadas únicamente al factor trabajo, que no reproduzcan la segregación que genera el mercado de trabajo.
Ese sería un buen objetivo a compartir por toda la Unión Europea. En momentos como estos, además de intentar intuir el horizonte, deviene imprescindible construir propuesta sencillas que puedan ser compartidas por amplios sectores sociales y nos permitan avanzar en la relegitimación social y democrática de Europa, que no vendrá de la mano de grandes Libros Blancos, sino de la reconexión emocional con la ciudadanía europea.
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Precariedad: bacteria mutante del capitalismo depredador - Instituto Humanitas Unisinos - IHU