12 Outubro 2016
"Estoy en contra del diaconado femenino, porque, de instaurarse institucionalmente, las mujeres seguirían siendo subalternas y estarían al servicio de los sacerdotes y de los obispos, no de la comunidad cristiana. Creo que es hora de pasar de la subalternidad de las mujeres a la igualdad; de su sumisión al empoderamiento; de su estatuto de dependencia a la autonomía; de ser objetos decorativos a sujetos activos" escribe, Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones. Universidad Carlos III de Madrid.
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El papa Francisco ha creado una Comisión, formada por seis hombres y seis mujeres y presidida por el secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el arzobispo español Luis Ladaria Ferrer, para el estudio del diaconado femenino en la Iglesia católica. De la Comisión han sido excluidos cuatro continentes: Asia, África, América Latina y Oceanía. Hay doce miembros europeos y una estadounidense.
Mi opinión es que se trata de una Comisión tan innecesaria como ineficaz. Innecesaria porque el estudio ya está hecho por exegetas, teólogos, teólogas e historiadores del cristianismo. Las conclusiones cuentan con un amplio consenso entre los investigadores: Jesús de Nazaret formó un movimiento contrahegemónico igualitario de hombres y mujeres que lo acompañaron por los caminos de Galilea, compartieron su estilo de vida itinerante y asumieron responsabilidades sin discriminación alguna. En los primeros siglos del cristianismo hubo mujeres sacerdotes, diaconisas y obispas que ejercieron funciones ministeriales y tareas directivas hasta que la Iglesia se jerarquizó, clericalizó y patriarcalizó y fueron reducidas al silencio. El libro de la teóloga Torjesen Cuando las mujeres eran sacerdotes lo demuestra con todo tipo de argumentos: arqueológicos, históricos, teológicos, hermenéuticos.
La Comisión me parece ineficaz, si falta voluntad de incorporar a las mujeres a las funciones directivas, al acceso directo a lo sagrado sin mediación patriarcal y a la elaboración de la doctrina y de la moral. Y hoy falta dicha voluntad. A los hechos me remito. En la encíclica Inter insigniores, el papa Pablo VI cerró a cal y canto la puerta al acceso de las mujeres al ministerio sacerdotal alegando que Jesucristo solo ordenó a varones.
Sus sucesores han repetido tan falaz argumento como un mantra. Juan Pablo II, asesorado por el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, radicalizó el cierre al afirmar que el asunto quedaba zanjado definitivamente. Benedicto XVI, conocedor como teólogo que era, de la existencia de mujeres diaconisas, sacerdotes y obispas en el cristianismo primitivo, se mostró igualmente contumaz y siguió el mismo camino de obstrucción al sacerdocio de las mujeres. El papa Francisco ha vuelto a ratificarlo citando la contundente afirmación excluyente de Juan Pablo II.
Estoy en contra del diaconado femenino, porque, de instaurarse institucionalmente, las mujeres seguirían siendo subalternas y estarían al servicio de los sacerdotes y de los obispos, no de la comunidad cristiana. Creo que es hora de pasar de la subalternidad de las mujeres a la igualdad; de su sumisión al empoderamiento; de su estatuto de dependencia a la autonomía; de ser objetos decorativos a sujetos activos. Y eso con el diaconado femenino no se logra, sino todo lo contrario: se prolonga la minoría de edad de la mujeres bajo el espejismo de que se está dando un importante paso hacia adelante y de que se les concede protagonismo, cuando lo que se hace es perpetuar su estado de humillación y servidumbre. Para que se produzca un cambio real en el estatuto de inferioridad de las mujeres es necesario que sean reconocidas como sujetos religiosos, eclesiales, éticos y teológicos, cosa que ahora no sucede.
Para eso suceda es necesario mirar al pasado, ciertamente, pero no con la añoranza de reproducir acríticamente la tradición, sino con el objetivo de recuperar creativamente el protagonismo que las mujeres tuvieron en el movimiento de Jesús y en los primeros siglos de la Iglesia cristiana. Pero, sobre todo, hay que mirar al presente y al futuro para poner en práctica en el interior de la Iglesia el principio de igualdad y no discriminación de género que rige, aunque imperfectamente, en la sociedad. Un hombre, una mujer, un voto; un cristiano, una cristiana, un voto. Todas y todos son iguales por la común dignidad que poseemos hombres y mujeres y por el bautismo, que iguala a todos los cristianos y cristianas.
Cualquier discriminación de género es contraria a los derechos humanos y al principio de fraternidad-sororidad que debe regir en la Iglesia. Sin igualdad, la Iglesia seguirá siendo una de los últimos, si no el último, de los bastiones del patriarcado que quedan en el mundo. En otras palabras, se mantendrá como una perfecta patriarquía. Y para ello no podrá apelar a Jesús de Nazaret, su fundador, sino al patriarcado religioso, basado en la masculinidad sagrada, que apela al carácter varonil de Dios para convertir al hombre en único representante y portavoz de la divinidad. Como afirma la filósofa feminista Mary Daly, “Si Dios es varón, entonces el varón es Dios”. ¡Patriarcado en estado puro!
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Mujeres diaconisas y subalternas - Instituto Humanitas Unisinos - IHU