24 Novembro 2017
Los “dreamers”, los “soñadores”, jóvenes que llegaron siendo niños a Estados Unidos, estudiaron y estudian en Estados Unidos y hablan perfectamente el inglés, hasta hace unos años, tan sólo una porción de los indocumentados, son hoy los más aceptados y hasta queridos de todos los migrantes. Son unos 800 mil, la mayoría mexicanos y centroamericanos. Son también un poderoso movimiento que lucha por todos los “ilegales”. ¿Cómo llegaron hasta ahí?
El artículo es de José Luis Rocha, investigador de la Universidad Rafael Landívar de Guatemla y de la Universidad José Simeón Cañas de El Salvador, publicado por Revista Envío, 22-11-2017.
El 5 de septiembre Donald Trump canceló el programa Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA), que podemos traducir como Acción Diferida para los Llegados en la Infancia.
En un abrir y cerrar de ojos, la palabra DACA, hasta entonces del dominio de los beneficiados y pocos más, pasó del lenguaje especializado al lenguaje de muchos que antes ni la habían escuchado. Con la aprobación del DACA, Obama no logró lo que Trump con su rechazo. La supresión fue una más de las medidas anti-inmigrantes que Trump viene aplicando desde que llegó al salón oval y, sin duda, la que más manifestaciones y condenas ha desatado.
Las reacciones no sólo se deben al número de los afectados inmediatos, unos 800 mil jóvenes, ni al de potenciales afectados, que podrían superar los 5 millones. Se deben a que el programa había dado vuelos a un movimiento, el de los dreamers, formado a partir del no-movimiento de los indocumentados. Los DACAmentados, un segmento de los indocumentados, han sido la porción más aceptable de una manzana que algunos juzgan podrida. ¿Cómo llegamos a esto? ¿Cómo se construyó una etiqueta que hizo socialmente aceptables a un grupo de los “ilegales”?
Los “dreamers” son un grupo particular de indocumentados, entre los que los centroamericanos tienen una significativa presencia. El término proviene de la Dream Act (Development, Relief, and Education for Alien Minors Act), un anteproyecto de ley originalmente patrocinado en 2001 por los senadores Orrin Hatch de Utah y Richard Durbin de Illinois. Esta ley bipartidista buscaba facilitar el ingreso de migrantes ilegales menores de edad con título de bachillerato o por obtenerlo a las instituciones de educación superior.
Según Susan Martin, investigadora de la Universidad de Georgetown, estos estudiantes tenían problemas para conseguir trabajo y para continuar sus estudios por los altos costos de la universidad. La Dream Act autorizaría a los estados a concederles la residencia para poder acceder a las tarifas preferenciales de los residentes, independientemente de su estatus migratorio. También suspendería la posibilidad de deportación de los estudiantes ya admitidos por una universidad o por el ejército. Después de seis años de espera, los inmigrantes que calificaran en esta categoría podrían obtener el estatus de residente permanente.
“Dreamers”, soñadores… El acrónimo tiene resonancias: “el sueño americano” y el “I have a dream” de Martin Luther King. El propósito de la ley era pavimentar el camino hacia la educación y la residencia legal de un segmento de indocumentados con potencial positivo tangible. La versión original de este anteproyecto, sometido a votación en 2006 como parte de la Comprehensive Immigration Reform Act of 2006 (CIRA), hubiera podido beneficiar posiblemente a 2 millones 100 mil jóvenes indocumentados.
El proyecto de ley no obtuvo consenso, pero dio lugar a diversas iniciativas de ley que mimetizaron su lógica: conceder un estatus condicional a jóvenes indocumentados, de probada buena conducta, para acceder a tarifas estatales de la Universidad y, finalmente, a la residencia legal. La Congressional Budget Office emitió un informe en el que estimó que la versión de diciembre de 2010 de la Dream Act (H. R. 9467) incrementaría los ingresos del Estado en 1 mil 700 millones de dólares y reduciría el déficit en alrededor de 2 mil 200 millones de dólares entre 2011 y 2020.
Refiriéndose a la versión de 2011 (S.952 and H.R.1842), que modificó, entre otros parámetros, la edad máxima y el costo de aplicación, un estudio realizado por el Center for American Progress estimó que, de ser aprobada, la Dream Act añadiría 329 mil millones de dólares a la economía estadounidense y podría crear 1 millón 400 mil nuevos empleos entre su aprobación y 2030.
Una alternativa a la Dream Act fue la Studying Towards Adjusted Residency Status, Stars Act de 2012 (H. R. 5869), que restringió aún más el grupo de potenciales beneficiarios, aumentando los costos de aplicación y reduciendo la edad máxima de aplicación, de 33 a 19 años de edad. Manufacturada por Marco Rubio, senador republicano, miembro del Tea Party y precandidato en 2016 a la Presidencia, la Stars Act también aumentó el período del estatus condicional, el tiempo para acceder a la residencia, más allá de la culminación de los estudios universitarios. Un mes después de la promoción de la Stars Act , el Presidente Barack Obama anunció que su administración detendría las deportaciones de jóvenes indocumentados que calzaran con ciertos criterios propuestos por la Dream Act y nació así el programa Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA), con el potencial de beneficiar a 1 millón 700 mil jóvenes indocumentados ya viviendo en Estados Unidos, la mayoría mexicanos y centroamericanos. En realidad, a muchos más, si tenemos en cuenta las posibilidades de su ampliación.
Adelantándose a este programa, en julio de 2011, el estado de California aprobó la California Dream Act, que concede a los estudiantes indocumentados que ingresaron al país cuando eran menores de 16 años y habían estudiado la secundaria, acceso a fondos de apoyo para costear sus estudios universitarios. Una investigación de la escuela de leyes de la Universidad de Berkeley informó que 400 mil menores indocumentados residen en California, la mayoría llevados a Estados Unidos antes de cumplir los 12 años. Pocos tienen acceso a la educación superior. Los altos costos de la universidad son la mayor barrera para los estudiantes indocumentados. De acuerdo a ese estudio, solo 1,620 estudiantes indocumentados ingresaron en 2005 a las universidades estatales de California.
Diversos análisis han enfatizado las consecuencias que tiene la vulnerabilidad legal para llegar a la educación universitaria y a otros tipos de formación. Esta exclusión reduce los ingresos futuros de un grupo particular de la población: un trabajador con licenciatura gana en promedio 1 millón de dólares más a lo largo de su vida que un trabajador que sólo tenga título de bachiller. Por tanto, la ley que California aprobó se presumía tendría un efecto dominó y lograría una mano de obra más adecuada para los retos futuros de la economía, elevaría el consumo y proporcionaría más impuestos.
Entre los centroamericanos que se beneficiaron de DACA está Sofía Villatoro, guatemalteca de 26 años. Primero fue beneficiaria de la Convention Against Torture (CAT) y ahora lo es de DACA. Pero en 2005, para sorpresa de sus maestras y condiscípulos, que la conocían ante todo como una estudiante dedicada y destacada, estuvo a un paso de ser deportada. Su padre había ingresado indocumentado en 1991. Sofía lo hizo ocho años después. Llegó a Estados Unidos a los 9 años huyendo de la violencia y enviada por su abuela sin más compañía que los coyotes a quienes les pagó por su viaje y que la dejaron en la puerta de la casa de sus atónitos progenitores en San Francisco. En 2005 su padre quiso montar su propia empresa de limpieza de oficinas y restaurantes. Legalizarse era imprescindible. Para lograrlo pagó algunos miles de dólares a unos tinterillos que hicieron un pésimo trabajo, dejando a Sofía a las puertas de la deportación. Su caso llamó la atención del “San Francisco Chronicle” y el reportaje que le dedicó atrajo una cadena de reacciones favorables.
Pero eso no solucionó todo el problema. Sólo era una de las 60 mil estudiantes indocumentadas que cada año se gradúan de la secundaria. Entre las personas que habían migrado desde Centroamérica, el grupo era relativamente pequeño: el peso de los centroamericanos con diploma de bachillerato va desde el 21% de guatemaltecos hasta el 26% de nicaragüenses y hondureños, pasando por el 25% de salvadoreños. Muchos no tienen planes de ir a la universidad.
Sofía tenía ese sueño desde pequeña. En un comedor para el personal de la Universidad de San Francisco me relató su insólito sendero hacia la educación superior: “Siempre quise venir a esta universidad. Yo ayudaba a mi papá a trabajar y de camino al trabajo pasaba por acá. Nosotros somos muy cristianos y por eso mi papá me decía que si quería esa escuela, Dios me la iba a proveer. Me decía: “Si tú realmente crees, te reto a que te bajes y que vayas a orar junto a la pared”. A Sofía le daba vergüenza que se la quedaran mirando los transeúntes: “Van a decir que yo soy loca”. Yo tenía como 14 años. Pero lo hice por varios años. Él paraba en Fulton Street y yo me bajaba y ponía las manos en la pared: “Claro que voy a venir a esta universidad. No sé cómo ni con qué dinero, porque no tengo los fondos, pero voy a venir”.
La gente se me quedaba viendo como diciendo What’s wrong with her? Yo oraba y mi papá se me quedaba viendo, y ahí fue que me creyó y dijo: “¡Wow, de verdad quiere ir ahí!”. Y apliqué. Me aceptaron y uno de los sacerdotes de la universidad quiso conocerme. Sabía de mi caso porque en mi solicitud yo incluí el artículo que sobre mi caso apareció en el “San Francisco Chronicle” para que vieran que no era mentira que yo no tenía dinero. Y obtuve el ingreso, un trabajo, todo… Y me gradué de Psicología el año pasado. Es un sueño hecho realidad. Y ahora cada vez que paso por Fulton Street, me recuerdo”.
Sofía estudió su licenciatura con mucho esfuerzo porque su padre cayó enfermo y ella tuvo que ir por las noches a trabajar con su familia en limpieza de restaurantes, el oficio de sus padres y la única fuente de ingresos de la familia. Ahora estudia una maestría y tiene un empleo en la Universidad de San Francisco.
La condición de indocumentada de Sofía despertó una serie de reacciones solidarias. En gran parte porque era una dreamer, una etiqueta acuñada en 2001, pero que hasta 2012 no obtuvo validación legal. Su historia es una sola entre muchas del impacto que cosechó la mejor etiqueta jamás inventada por los inmigrantes y sus aliados para multiplicar sus posibilidades de aceptación social y validación legal.
El especialista en estudios urbanos Walter J. Nicholls, señala que antes de 2001 los dreamers no existían como grupo político. Había cientos y miles de jóvenes indocumentados enfrentando dificultades por ser personas “entre” dos países.
Los dreamers son una construcción político-social que aspira a la realización jurídica. La categoría dreamers ha mostrado ser un poderoso artefacto ideológico para luchar por la inclusión de los migrantes. Del mismo modo que los desobedientes civiles de los años 60 inventaron -visibilizaron- a una víctima de la segregación racial cuando Rosa Parks fue a prisión, los desobedientes migrantes inventaron unas víctimas cuando desgajaron a los dreamers del conjunto de los inmigrantes no autorizados.
Aunque la segregación y su resistencia existían desde hace tiempo, antes que Rosa Parks fuera detenida, y aunque la segregación era el pan de cada día para los afroamericanos y Rosa Parks no fue la primera en desafiarla, tanto Martin Luther King como la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) se percataron en seguida de las enormes potencialidades mediáticas del encarcelamiento de Rosa Parks. El caso de Parks les dio la oportunidad de presentar la segregación bajo una potente luz ante los periodistas. Fue un exitoso golpe publicitario.
La práctica de la desobediencia civil necesita de esos golpes de efecto. El no-movimiento de los indocumentados logró ese golpe mediante la construcción de la figura de los dreamers. Las etiquetas cumplen la función de hacer visible lo que pasa desapercibido y anormal, lo que la inercia de la costumbre ha naturalizado.
Como observaron los científicos sociales William e Iliana Pérez, los estudiantes indocumentados en todo Estados Unidos adoptaron la etiqueta dreamers. Esta etiqueta y la identidad política que entraña ayuda no sólo a que concilien su estatus estigmatizado, sino también a que refuercen sus méritos como estudiantes con el activismo. Portando esa nueva etiqueta, los estudiantes se organizan, reclutan a otros y comparten recursos. Sin haberlo pretendido, la AB540 de California (en 2001 permitió a los no residentes con secundaria acceder a las menos caras tarifas universitarias de los residentes) y la Dream Act fueron moldeando las identidades políticas de los estudiantes activistas indocumentados, de manera que, para ellos y ellas, esas leyes no sólo representan acceso a la educación superior y estatus legal, sino también un reconocimiento formal de su aporte a la sociedad y una señal de apoyo a sus luchas. Desde que en los años 80 se creó el colectivo de “refugiables”, por los que lucharon las Iglesias bautistas organizadas en la American Baptist Churches y sus aliados al demandar al Fiscal General nunca se había creado una etiqueta de tanta eficacia política.
Podemos calibrar la eficacia de la etiqueta dreamers por sus efectos en los medios de comunicación. Con el ingenioso y significativo título Covering immigration veamos apenas cuatro titulares en distintos tiempos y años: Time bomb in Mexico. Why there’ll be no end to the invasion by “illegals” (Una bomba de tiempo en México. Por qué no terminará la invasión de “ilegales”, U.S.News and World Report 4 julio 1977), America’s Uneasy New Melting Pot (El difícil nuevo crisol de razas en Estados Unidos, Time 13 junio 1983), What will the U.S. be like when whites are no longer the majority? (Cómo será Estados Unidos cuando los blancos ya no sean mayoría, Time 9 abril 1990), Go back where you came from. (Váyanse al lugar de donde vinieron, American Heritage marzo 1994).
El pánico ante la pérdida de control de la frontera, los incómodos efectos del crisol étnico y los no siempre ocultos deseos de un giro hacia políticas decididamente anti-inmigrantes son temas centrales en titulares de portadas y en textos. Esa tendencia se mantuvo, incluso, se agudizó después del 9/11. La portada del 20 de septiembre de 2004 de la revista “Time” reflejó, por un lado, un veredicto del escrutinio público sobre la Operation Blockade (más adelante denominada Hold the Line), Operation Gatekeeper, Operation Safeguard y Operation Rio Grande y similares, aplicadas en los años 90 y reforzadas después de los atentados, triplicando el número de agentes de la Border Patrol. Por otro lado, preconizaba y justificaba la ley de 2004 (Intelligence Reform and Terrorism Prevention), que autorizó la contratación de 2 mil nuevos agentes por año durante los siguientes cinco años fiscales y la construcción de barreras fronterizas adicionales.
Ocho años después, en junio de 2012, “Time” rompió su tendencia. Esta vez no se limitó a una imagen y a un texto: la revista propuso al migrante indocumentado como “personaje del año”, difundiendo un video en el que varios jóvenes indocumentados defienden su americanidad en un impecable inglés. Aunque la personalidad de aquel año fue Barack Obama, los “inmigrantes indocumentados” obtuvieron un nada despreciable tercer lugar.
¿A qué migrantes indocumentados se refería “Time”? El video no dejaba espacio para dudas: eran los dreamers. La etiqueta política se había convertido en etiqueta mediática. Numerosos medios de comunicación empezaron a hablar de los Undocumented Americans, un término del que no existe ninguna definición oficial, pero que la Asociación Americana de Psicología difunde y explica mediante un lúcido video de diez minutos colgado en su sitio web.
Estos “estadounidenses indocumentados” son un fragmento de los que el académico e inmigrante cubano Rubén Rumbaut bautizó en los años 80 como “la generación 1.5”. Rumbaut y Alejandro Portes los describen como “nacidos en el extranjero, pero traídos a Estados Unidos a temprana edad”. Dicen que “son muy proclives a mantener la nacionalidad de sus padres como autoidentificación”. Y como estar en la escuela y no haber entrado a la pubertad son asideros relativamente flotantes, para efectos de análisis estadísticos Rumbaut los ubicó como migrantes que llegaron de 0 a 12 años, edad en que llegó el mismo Rumbaut.
La etiqueta fue de gran utilidad analítica, pero sólo adquirió su capacidad al reaparecer -en una versión más restringida- como dreamers. Entre los académicos está muy establecida la asociación de la generación 1.5 con las pandillas juveniles. En contraste, tal y como han sido seleccionados por las distintas versiones de las Dream Acts, los dreamers son el segmento “sano” de la generación 1.5. Pero, aunque actuaran como un proceso de depuración, las sucesivas Dream Acts fueron también un proceso de politización. La generación 1.5 pasó de ser un concepto analítico a funcionar como una categoría sociopolítica que engendró un movimiento.
Del enorme no-movimiento de los indocumentados, diseñadores de políticas, activistas, académicos y periodistas habían desgajado una fracción susceptible de tomar forma de movimiento. La etiqueta había creado al actor. Y ese actor era capaz de suscitar mayor aceptación social que el conjunto de los indocumentados. Porque condensaba una serie de valores compartidos y de rasgos del buen ciudadano y del migrante asimilado: esfuerzo, buena conducta, años de residencia, dominio del inglés, educados en el sistema estadounidense y, lo más importante, no haber infringido ni siquiera las leyes migratorias, pues fueron “forzados” a migrar por sus padres cuando no podían oponerse.
Esa construcción, que primero partió de activistas y diseñadores de políticas, provocó un cambio en los medios. Esa etiqueta motivó el contraste entre las portadas de la revista “Time”. Entre las de 2012 y las precedentes se habían multiplicado las películas y documentales favorables a los indocumentados. Y la industria del entretenimiento había cobrado mayor conciencia del poder adquisitivo de los latinos. Los medios masivos habían pasado a ser un terreno sustancialmente más propicio para acoger y proyectar la etiqueta dreamers.
Introducir la etiqueta en los medios era tanto más importante que introducirla en el Congreso. En los medios se podía multiplicar el efecto sobre la sociedad para cultivar complicidades. Manuel Castells sostiene que los medios de comunicación “no son el cuarto Estado. Son mucho más importantes: son el espacio donde se forma el poder”. Dice: “Los medios constituyen el espacio donde las relaciones de poder son decididas entre actores políticos y sociales en competencia. Por tanto, casi todos los actores y mensajes deben proyectarse en los medios si quieren alcanzar sus metas. Y tienen que aceptar las reglas del involucramiento en los medios, el lenguaje de los medios, y los intereses de los medios”.
La etiqueta jugó en esa cancha y recibió amplia cobertura. Y una vez catapultada por los medios rindió resultados formidables. El poder de los medios fue tal que este sector de los indocumentados se convirtió en un actor con tanta libertad plena de expresión, que hizo el itinerario “de las calles al Congreso”, como significativamente expresa la socióloga Shannon Gleeson, que describe un viaje desde la “política callejera” que encomia el sociólogo iraní Asef Bayat hasta la “política convencional”, en el curso del cual el no-movimiento de los indocumentados se transmuta en el movimiento de los dreamers. Sólo después del debut en los medios ocurrió ese ejercicio, que se tradujo en una avalancha de conferencias de prensa de los dreamers, en seminarios, peticiones a los congresistas, cartas con sus historias personales, testimonios ante comités legislativos, vigilias, ayunos y actos de desobediencia civil explícita, acciones todas que recibieron amplia cobertura en los medios de comunicación.
La categoría dreamer fue una construcción política, jurídica y mediática. En las batallas ideológicas, que saben echar mano de arquetipos con arrastre, la eficacia de esa etiqueta puede ser sopesada en contraste con las de las asociaciones de veteranos de guerra migrantes, que se manifiestan cada domingo, luciendo sus flamantes uniformes militares y relucientes medallas, en la frontera de Tijuana/San Diego y en otros puntos de la guardarraya suroeste.
El grupo más importante son los Veterans Without Borders, que en Tijuana está compuesto por 30 veteranos de guerra deportados por haber cometido algún delito. Todos eran residentes, todos se consideran ciudadanos con plenos derechos por haberse jugado el pellejo por Estados Unidos, aunque ahora ni siquiera puedan cobrar su pensión militar ni acceder a beneficios médicos y a seguro social. Piden una audiencia en la Casa Blanca.
Alex Murillo sirvió en el ejército de 1996 a 2000, tiene 36 años y cuatro hijos (de 17, 14, 12 y 8 años). Vivía en Phoenix, Arizona, cuando fue deportado en 2006. Esto me dice Murillo: “Estamos deportados varios veteranos de diferentes países del mundo, pero somos americanos. Somos veteranos de la Fuerza Armada de Estados Unidos. Pertenecemos a Estados Unidos y debemos estar en casa. Ahorita estamos luchando para volver a nuestro país y con nuestras familias. El Ejército se lava las manos, le echa la culpa al Presidente o a las leyes de migración. Lo que pasa es que cuando se comete un delito en que tu sentencia es de más de 365 días y no eres ciudadano americano, eres deportado después de haber pagado tu deuda a la sociedad. Nosotros pagamos la deuda con la misma sociedad por la que estuvimos dispuestos a dar la vida como miembros de las fuerzas armadas”.
Héctor López, veterano de 50 años, deportado en 2007, añade: “A nosotros, por ley federal, cuando nos muramos nos tienen que enterrar en un panteón de veteranos de Estados Unidos. Podremos volver muertos, pero no vivos”. Le pregunté: “¿En qué guerra luchó?”. Y respondió: “En la de Reagan”. Nunca mejor dicho. La guerra no pareció ser un asunto institucional de un Estado que un día les pidió jugarse la vida y ahora se desentiende.
Las distintas versiones de la Dream Act han pavimentado una vía hacia la residencia legal para los inmigrantes no autorizados que ingresen a la universidad o se enrolen en el ejército. Pero también en todas sus versiones incluyó la exigencia de buena conducta. Podían ser toleradas hasta dos faltas, pero la tercera falta o un solo delito bastaban para descalificar al aplicante.
Los veteranos expulsados -originalmente en una mejor posición que los dreamers- son 3 mil residentes legales que terminaron siendo tratados como los más indeseables de los ilegales. Fueron afectados por el excesivo traslape entre legislación penal y legislación migratoria: una vez que un residente nacido en el exterior comete un delito, la Corte revisa sus antecedentes migratorios y el hecho de haber nacido en otro país anula su derecho a residir en Estados Unidos y desestima los servicios que prestaron en Vietnam, Panamá, Kosovo, la Guerra del Golfo, Irak y Afganistán.
Son otro segmento de la generación 1.5. Algunos llegaron siendo niños de pecho y tenían 30, 40 años de vivir en Estados Unidos. Algunos tuvieron que aprender o reaprender el español. No han obtenido libertad de expresión: la etiqueta “veterano” no ha sido lo suficientemente poderosa para que obtengan audiencia en la Casa Blanca y sus apariciones en los medios están casi reducidas a una referencia anual en periódicos locales.
Tan pronto como los dreamers se diferenciaron de la masa de indocumentados, cuando formaron un subgrupo dentro de ese gigantesco no-movimiento, pudieron constituirse en movimiento. Entonces empezaron a hacer uso de la libertad de expresión adquirida con la etiqueta diseminada en los medios. Usaron la etiqueta y su expediente limpio para luchar por los indocumentados en general.
Shannon Gleeson sostiene que “una de las cuestiones centrales que suscita este movimiento de los estudiantes indocumentados ha sido la pregunta de si los individuos que fueron traídos a Estados Unidos cuando eran niños deben ser castigados por los pecados que cometieron sus padres”. Esto podría haber conducido a una peligrosa dicotomía: padres culpables con hijos forzados a migrar, padres que no hablan inglés con hijos que lo hablan como cualquier nativo, padres sin educación con hijos con perspectivas de ser universitarios. Se estaba dibujando una peligrosa línea divisoria en el no-movimiento de los indocumentados, la que separaría a las legalizables de los no legalizables, una línea -sostiene Walter J. Nicholls- “entre inmigrantes que merecen ser legalizados y aquellos que merecen la deportación”. Sin embargo, de inmediato se emprendió la lucha para incluir a los padres. Por eso Gleeson sostiene que “muchos dreamers han luchado por re-enmarcar la típica etiqueta de estudiantes indocumentados inocentes versus padres criminales que los trajeron”. Y añade: “Recientes movilizaciones han complicado la imagen de dreamers con grandes logros que sí merecen ser sujetos de derechos. Además de involucrarse en actos de desobediencia civil para presionar en favor de una reforma legislativa y protestar contra la detención de compañeros dreamers, los activistas también han subrayado la tragedia de la separación familiar y el impacto devastador de la deportación de comunidades enteras”.
Los dreamers tomaron ventaja del hecho de que el apoyo a un segmento de los indocumentados estuviera en vías de ingresar al área de lo políticamente correcto. Ésa fue la señal que envió la revista “Time” con su portada, su campaña y su video. Los dreamers fueron una avanzadilla del gran no-movimiento de los indocumentados. No permitieron ser desgajados del grupo porque se negaron a que se moralizara el derecho a la inclusión. Como si hubieran tomado nota de que ése es el talón de Aquiles de los veteranos deportados, no han aceptado la dicotomía con que políticos, analistas, académicos y periodistas estaban construyendo una distinción con tintes morales para bifurcar los destinos legales de dos fracciones del no-movimiento de los indocumentados.
Usaron su etiqueta y la libertad de expresión adquiridas como movimiento para hablar por todo el conjunto. Y ocurrió que un segmento logró incrementar la aceptación social en un sector de los medios y en un grupo de congresistas, se constituyó en movimiento y usó ese poder en beneficio de todos los demás, en el no-movimiento al que siguen perteneciendo.
Pasar de no-movimiento a movimiento implicó un salto de la desobediencia civil espontánea (un mero desacato a lo que está prohibido: el ingreso y la permanencia no autorizados) a una desobediencia civil que se presenta explícitamente como tal. En la Universidad de San Francisco hay un grupo de dreamers que ahí estudian, se reúnen con regularidad y han llegado a formar un grupo, el San Francisco Working Project.
A ese grupo pertenece Gabriela García, de 23 años, estudiante de Relaciones Internacionales, beneficiaria de DACA. Como militante dreamer, Gabriela ha practicado la desobediencia civil para presionar al gobierno a que detenga las deportaciones y expanda la cobertura de DACA. El 11 de abril de 2014 se plantó con esa demanda en un cruce de las principales avenidas de San Francisco, temblando de miedo, pero segura de estar cumpliendo con su deber. En realidad, su primer acto de desobediencia lo hizo a los 3 años, cuando cruzó la frontera por decisión familiar, con sus desobedientes padres, como implícitamente reconoció a la periodista que cubrió su desacato y asistió al entrenamiento en desobediencia civil de Gabriela junto a otros 20 dreamers: “García no le está dando a conocer a su madre sobre la desobediencia civil, ella dice que es la historia de su mamá la que la impulsó a hacer esto”, dijo la periodista.
Tres días después, en una entrevista que le hice en el campus de su alma mater, Gabriela fue más específica y me dijo: “Siempre me ha interesado mucho esto del gobierno, mi situación. Sabía de César Chávez y de Dolores Huerta. Me ponía a pensar: Wow, ¡qué chéveres! Pero si uno se pone a pensar en lo que ellos lograron, tal vez no es mucho, porque todavía hay muchas cosas que cambiar. Cuando me hicieron una entrevista, les dije: Estoy aquí dando la cara. Pero ésta no es sólo mi historia. Es la historia de mis padres, que tuvieron ese valor de cruzar la frontera contra la prohibición. Mi mamá fue la primera rebelde. Yo soy todo lo que soy por ellos, porque ellos nunca se han dado por vencidos. Todo eso les dije”.
Gabriela establece la filiación de su rebeldía. Puntualiza que su desobediencia civil hunde sus raíces en el desacato de sus padres, una cadena donde unos actos políticos engendran otros porque las decisiones de la primera generación de inmigrantes moldea las condiciones políticas de la generación 1.5.
Según los expertos en estudios religiosos Marie Friedmann Marquardt y Manuel A. Vásquez, los éxitos parciales de los dreamers la atención que les prestó la administración de Obama y las simpatías de muchos ciudadanos estadounidenses- “pueden ser atribuidos, en gran parte, al uso estratégico de prácticas pacíficas de desobediencia civil, incluyendo marchas y plantones, así como al extendido uso de testimonios conmovedores, que grupos como United We Dream tomaron prestados del movimiento de lucha por los derechos civiles”.
Los dreamers supieron empalmar con una tradición bien establecida de desobediencia civil como herramienta de lucha para incluir a los excluidos. Su paso por la escuela y la universidad, las relaciones que cosecharon tras la atención mediática y su protección contra la deportación como segmento de los indocumentados que podían beneficiarse con el programa DACA, los colocaron en condiciones de conocer y practicar la desobediencia civil. Y esa práctica ha mantenido su presencia en los medios y confirmado a los políticos que esta juventud es un actor político de creciente importancia. Ese reconocimiento lo obtuvieron con la visita que en la Universidad de San Francisco les hizo Nancy Pelosi, congresista demócrata que se ha caracterizado por sus posiciones pro-inmigrantes incluso en la discusión sobre temas espinosos como la revisión de los casos de inmigrantes haitianos y las barreras puestas a los inmigrantes con el virus del VIH.
También obtuvieron reconocimiento cuando Obama dijo que los dreamers eran “estadounidenses en sus corazones, en sus mentes, en todas las formas, excepto en una: en los documentos”. Sobre todo, lo consiguieron con el éxito en la más cara de sus luchas: la ampliación de DACA hasta cubrir a más de la mitad del no-movimiento de los indocumentados por obra de una acción del Ejecutivo anunciada el 20 de noviembre de 2014. Fue un éxito momentáneo, pero éxito al fin y al cabo, porque después de las impugnaciones de políticos xenófobos abortaron la implementación del decreto.
En suma, el no-movimiento de los indocumentados pudo practicar una desobediencia civil militante y aumentar su libertad de palabra por haberse constituido en movimiento, por haber emergido del anonimato cultivando una etiqueta cautivadora y por explotar las oportunidades de la heterogeneidad estatal.
Tras la abrupta, pero en modo alguna sorprendente supresión del programa DACA por decisión de Donald Trump, pareciera que sólo nos queda pronunciar las palabras finales de “El nombre de la rosa”: Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos (Permanece la rosa primigenia, no nos queda más que el nombre).
La decisión de Trump no es una derrota. Permanece la rosa -ese segmento de los indocumentados- y un nombre -la etiqueta- que ha probado ser una poderosa bandera. Una vez “nombrada la rosa”, creada la etiqueta, no hay marcha atrás. La formidable construcción de la etiqueta DACA ha hecho de los dreamers un conjunto diferenciado y también el más aceptable de todos los segmentos de indocumentados.
Los políticos no han permanecido de brazos cruzados. Los siguen defendiendo. Ante la previsible supresión de DACA, hubo una sucesión de propuestas legislativas que deberán someterse a votación en los próximos meses. Una de ellas es la BRIDGE Act (Bar Removal of Individuals who Dream and Grow our Economy Act), que los senadores Lindsey Graham y Dick Durbin presentaron en abril. El proyecto podría garantizar tres años de extensión de DACA. No es más que una solución temporal, pero podría ser un peldaño hacia una solución permanente porque gana tiempo -el necesario para que termine el período de Trump- y, ante todo, es un instrumento legislativo que está a salvo de los caprichos de Trump o de quien lo suceda.
Otra iniciativa es la Recognizing America’s Children Act, que en marzo fue presentada por Carlos Curbelo y un grupo de representantes republicanos para otorgar un “estatus condicional de residente permanente” por cinco años a quienes cumplan con los requisitos de DACA. Después de esos cinco años, quienes se enrolen en el Ejército, se gradúen de la secundaria o puedan demostrar que trabajaron continuamente durante cuatro años serán elegibles para la concesión de la residencia permanente.
Y finalmente está la DREAM Act, presentada por primera vez en el 2001 por los senadores Dick Durbin (Illinois) y Orrin Hatch (Utah), rechazada, presentada y rechazada nuevamente en 2010, base de inspiración de DACA y ahora, anticipándose a la suspensión de DACA, vuelta a presentar el 20 de julio por Durbin, junto con el también senador Lindsay Graham. Son varios intentos en los últimos 16 años. En 2010, la última vez que la habían presentado, obtuvo el espaldarazo de la Cámara de Representantes, pero le faltaron 5 votos para completar los 60 que necesitaba su aprobación en el Senado.
Todas estas iniciativas se enfrentan a los intentos de Trump por cerrarles el camino a otros millones de indocumentados hacia la residencia legal. En esa tercia los DACAmentados siguen dando declaraciones y manifestándose en los espacios públicos que ya no son para ellos un coto vedado. Las fuerzas en puja definirán si ser dreamer es sólo un nombre, una etiqueta. O si es mucho más.
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Cómo los “dreamers” se convirtieron en un movimiento con poder - Instituto Humanitas Unisinos - IHU