28 Fevereiro 2018
"La mentira en la política es inevitable, como todo lo bueno y lo malo que tiene la naturaleza humana. Reconocerla y desmontarla es parte de las tareas políticas a las que la ciudadanía no debe renunciar. No puede esperarse que quienes engañan repentinamente se arrepientan y confiesen, y por ello no puede abandonarse esa batalla de hurgar en la verdad, reclamar información o demandar transparencia", escribe Eduardo Gudynas, ambientalista, en artículo publicado por Semanário Voces, 26-02-2018.
En un inesperado hecho político, en las escalinatas de un ministerio, el presidente Vázquez gritó una y otra vez: “Yo no miento”. Una reacción repleta de implicancias y consecuencias que involucran a todo el elenco político uruguayo. Tener un presidente que no miente sería motivo de orgullo para cualquier país, aunque rápidamente se recordaron algunas de sus promesas, como las de no incrementan impuestos o tarifas, para dejar en claro que finalmente se obró en sentido contrario.
Sorpresivamente se ha puesto en primer plano el papel de la mentira en la política. No es nada sencillo abordar la cuestión, ya que se estima que al menos un tercio de lo que se dice en la cotidianidad es mentiroso. Se cuentan desde las excusas por llegar tarde o las promesas que evidentemente serán incumplidas, y hasta se defienden mentiras piadosas.
En el ámbito de los asuntos públicos la situación es más compleja. Todos conocemos casos de políticos que apelan al engaño para ocultar ilegalidades o hacen promesas electorales para conseguir votos sabiendo que nunca las cumplirán. No sólo mienten las personas sino también las instituciones, escondiendo sus errores, ocultando información (como ocurre con indicadores sobre la calidad del ambiente), o volviéndolas tan confusas que cualquier interpretación es posible (tal como sucede con los índices sobre violencia o educación). Es como si la mentira siempre terminara asomando en algún sitio de la política.
En 1971, cuando en Estados Unidos se revelaron los Papeles del Pentágono, ese episodio que en parte recrea la reciente película The Post, quedaron al denudo las mentiras que por años tejieron varios gobiernos. Esa situación llevó a la notable politóloga alemana, Hannah Arendt, a decir que “la veracidad nunca se contó entre las virtudes políticas, y las mentiras siempre fueron consideradas como herramientas justificables en las negociaciones políticas”.
La idea de mentira que preocupaba a Arendt era la presentación deliberada de falsedades. Ese extremo no siempre ha sido rechazado en la política, ya que hay quienes la justifican como uno de los medios necesarios para llegar a ciertos fines. La necesidad de virtud debería estar en esos fines, pero no necesariamente en los medios. Incluso están los que postulan “mentiras nobles”, esgrimidas por una minoría que se la presenta como más capacitada y sabia para manejar los asuntos públicos. Como la gente común no lograría entender la complejidad de las verdades, agrega ese razonamiento, se les ofrecen unas mentiras condensadas que serían más digeribles.
Pero son muchas otras las posturas que consideran a la mentira política como negativa, aunque reconocen que termina siendo un elemento inevitable de la dinámica política. En el caso abordado por Arendt, la intervención en Vietnam, se muestra cómo se organizó una red de engaños basada en el convencimiento de que una derrota sería intolerable para la reputación del gobierno y del presidente. Esa retorcida idea de proteger una reputación estuvo por encima de la suerte de las tropas o de la población, y alimentó la maquinaria de mentiras. Nada puede evitar preguntarse si, en estos años, una dinámica similar no ha estado detrás de la defensa de unos cuantos presidentes y sus gobiernos en América Latina.
Montar una red de mentiras puede ser sencillo, en al menos algunos asuntos, agrega Arendt. Esto ocurre por ejemplo con las cuestiones que no llevan una verdad inherente, o para ideas que, a pesar de ser falsas, resultan más plausibles o deseables para la ciudadanía. En Uruguay casi todos deseamos vernos como una sociedad tranquila y pacífica, y aunque eso ya no es así, buscamos alivios en encontrar algún indicador que nos muestra alguna mejora o suspiramos cuando nos muestran otros países con mayores tasas de homicidios.
Las mentiras políticas muchas veces no aparecen aisladas, sino que se conforman conjuntos organizados, para rescatar otra idea de Arendt. De esta manera, el incumplimiento de una promesa electoral se justifica por otras circunstancias, mezclándose en ellas verdades, exageraciones y engaños. Por ejemplo, se podría decir que no se pudo cumplir con la reducción de las tarifas de los entes debido a las “condiciones económicas internacionales”. En otros casos se insiste en que se ha cumplido con la palabra empeñada, y para ello se toman como referencias estadísticos e indicadores, y son éstos los que se vuelven el objetivo de la discusión pública cuando algunos denuncian que son incorrectos (por ejemplo, ¿las pruebas en educación Pisa son adecuadas?). Entonces las energías se ponen en distinguir si estamos ante engaños o errores, falsedades o ilusiones.
En otros casos el engaño está en evitar analizar la verdad o falsedad de una información o un argumento, reconvirtiéndolo en una disputa partidaria. Esto es muy común en América Latina, donde el poder no entra en un terreno de verificar o refutar, sino que insiste en etiquetar a otras posiciones como intereses partidarios de la oposción. En algunos casos se llega a extremos absurdos tales como decir que los vecinos que denuncian la contaminación de un arroyo, en realidad tienen una agenda partidaria oculta.
Habría que interrogarse si algo de esto ocurrió en la discusión en el MGAP, cuando alguno de los productores alude al trato desigual frente a inversores extranjeros, y Vázquez lo niega. Su respuesta es insostenible por la abrumadora la evidencia sobre tratos desiguales, no sólo entre uruguayos (tales como la distinta imposición tributaria sobre trabajadores y empresas), sino frente a algunos extranjeros (con el caso extremo de forestales-pasteras como UPM). Pero todo eso quedó en la bruma con el intercambio de bravuconadas de verse en las urnas, y el presidente lo aprovechó para presentar a esos reclamos como partidarios.
La mentira en la política está allí y hay que lidiar con ella. No será sencillo, y de hecho es impactante que el exabrupto de Vázquez no fuera seguido por un coro de políticos, especialmente de la oposición, afirmando que ellos serían los que realmente no mienten. En cambio, esa cuestión se esquivó y se apuntó a otros temas.
La mentira en la política es inevitable, como todo lo bueno y lo malo que tiene la naturaleza humana. Reconocerla y desmontarla es parte de las tareas políticas a las que la ciudadanía no debe renunciar. No puede esperarse que quienes engañan repentinamente se arrepientan y confiesen, y por ello no puede abandonarse esa batalla de hurgar en la verdad, reclamar información o demandar transparencia. Es, además, un ejercicio que mejora la calidad de las instituciones y los debates. Es una tarea constante, sin descanso. Es que el “embustero no tiene que dar muchas explicaciones”, advierte Arendt, y eso le permite estar en el centro de la escena política: “es un actor por naturaleza, dice lo que no es porque quiere que las cosas sean distintas de lo que son”.
- Hanna Arendt, La mentira en la política (en inglés), en Crisis of the Republic, Harcout Brace, 1972; Verdad y política (en inglés) en The New Yorker, 1967.
- Franca D’Agostino, Mentira, A. Hidalgo, 2014.
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Las mentiras y los políticos por Eduardo Gudynas - Instituto Humanitas Unisinos - IHU