30 Novembro 2018
La crisis que sacude a Nicaragua desde abril no puede leerse sin considerar la manera con la que ha sido enfrentada por el régimen. Reportaje de Hélène Roux y José Luis Rocha Gómez para Democracia Abierta.
La reportaje es de Hélène Roux y José Luis Rocha Gómez, publicada por Democracia Abierta y reproducida por Cpal Social, 29-11-2018.
Cabe la hipótesis de que fue la brutal represión la que precipitó masivamente a la ciudadanía en las calles.
Analizar esta correlación represión-protestas (en este orden y no al revés) pasa por entender que los mecanismos coercitivos se desplegaron en etapas sucesivas tanto antes como durante la crisis y que se “adaptaron” al “teatro de operaciones” (campo o ciudad).
Resultando de lo anterior, tanto la estigmatización de grupos enteros (estudiantes, empresarios, intelectuales, comerciantes, campesinos, ciudadana/os de a pie, trabajadores, feministas, dirigentes políticos, etc.) como las amenazas selectivas contra ciertos individuos reflejan el tipo de narrativa que el poder quiere imprimirle a los sucesos.
Los mensajes destinados a suscitar el respaldo de sus aliados (dentro y fuera del país) también inciden en las formas de acción de sus contradictores.
En una de sus crónicas intitulada “la abuela vandálica contra los hombres invisibles”, el sociólogo José Luis Rocha se pregunta “¿Por qué un Gobierno que dispone de más de 20 000 guardianes del (des)orden –entre policías y militares- y varios miles de paramilitares necesita detener con desmesurado uso de la fuerza, como si se tratara de Osama Bin Laden resucitado, a una señora de 78 años que no hacía más que dar agua a los participantes en las manifestaciones de protesta?”
Doña Coquito, prosigue Rocha, iba a las marchas para regalar las bolsas de agua de cuya venta suele obtener sus ingresos. Por eso la detuvo el pasado fin de semana un pelotón de la policía, no menos de cinco, quizás hasta diez efectivos rabiosos y descoordinados.
Sin embargo, ella no ha proclamado nada. No pide nada. No levanta una mano en señal de protesta. Jamás ha proferido en público una palabra contra el régimen.
Simplemente reparte agua entre los sedientos manifestantes. Incluso cuando la entrevistaron sobre su detención, no lanzó maldiciones al régimen. Su relato se ciñó estrictamente a los hechos: ‘Me llamaron vieja vandálica y me aventaron a la camioneta como si fuera un chancho’."
"Doña Coquito, aguadora de los marchantes, junto con la bailarina doña Flor y el maratonista Alex Vanegas, ha devenido símbolo de la rebelión.
Casi arrastrando su huipil, doña Flor fue llevada a empellones hasta una patrulla policial y luego a El Chipote por bailar folklore en las marchas contra el Gobierno.
El maratonista Alex Vanegas, que a sus 62 años recorre el país llamando a la liberación de los presos políticos, ya ha cosechado dos detenciones.
Tres personajes de la rebelión. No son líderes. Dios nos libre – nos dirían – de tal pretensión. Sólo reparten agua, bailan y corren. Tres actividades que aterrorizan a una familia millonaria atrincherada en su gigantesco complejo habitacional que incluye servicio de cocina con comida a la carta."
Doña Coquito, doña Flor y don Alex son una porción de la ‘gente ordinaria’ que ha protagonizado con su coraje y gracia el movimiento 19 de abril.
Son gente motivada por sus valores y catapultada por los acontecimientos – la represión, ante todo – hasta el ojo del huracán y los grandes escenarios de la política.
Hace 30 años no hubieran sido más que una anécdota que acaso habría circulado de boca en boca. Hoy son tres colosos de la rebelión.
Estas tres personas ordinarias no lideran nada. No aspiran a ningún ministerio, embajada o prebenda. Ningún manifiesto ha salido de sus plumas y hasta hace una semana no habían puesto un pie en un estudio de televisión.
No obstante, son paladines del movimiento. Tanto los tres actores mencionados como los estudiantes universitarios […] debutaron en las minúsculas pantallas de los celulares antes de llegar a las pantallas de los televisores. De alguna forma fueron “votados” en las redes e identificados por el régimen como personas peligrosas.
"En la otra esquina están sus contrincantes: los paramilitares, superhéroes del régimen. No sólo están en las antípodas por su apoyo a Ortega y sus métodos brutales.
Son sus opuestos porque cubren sus rostros. Si doña Coquito, doña Flor y don Alex son eficaces porque son famosos, los paramilitares extraen su fuerza de su anonimato.
Son los hombres invisibles. La capucha no sólo los hace desconocidos para el resto de ciudadanos. Su función es hacerlos desconocidos para sí mismos."
"La rebelión de abril tiene dos contrincantes: los que operan a rostro y pecho descubierto, y los que se ocultan bajo capuchas para ser desconocidos del público en general y de sí mismos.
Los que se muestran y los que se cubren. Unos actúan movidos por compasión, otros cometen crímenes que no quieren confesarse ni a sí mismos.
Sin embargo, los miles de paramilitares que ocultan su identidad y ponen sordina a conciencia no han podido amedrentar a la oposición. Y en contraste, el régimen se siente inseguro si en las calles circula repartiendo agua y a rostro descubierto una mujer de 78 años. ¿Quién dijo ‘miedo’?”
Este retrato de la resistencia va a contrapelo del discurso que, desde el poder, se ha querido imponer: el de una oposición maquiavélica, movida por fuerzas oscuras y manipulada por agentes del extranjero.
Pero también resulta desconcertante si, como el sociólogo hondureño Tomas Andino – uno de los primeros en intentar analizar lo “que pasa en Nicaragua” – se destacan principalmente razones derivadas de un “descontento social muy profundo acumulado durante una década, que tiene como base un conjunto de contradicciones entre el gobierno y el Pueblo, incubadas en el capitalismo nicaragüense, de la mano de decisiones impopulares, actitudes dictatoriales e impositivas del dúo Daniel Ortega y Rosario Murillo.”
Esta explicación podrá tener cierta validez, sobre todo porque cuestiona tanto el discurso oficial como la credulidad de aquellos que, sin pestañear, se tragaron la versión del “país más seguro de la región” y amigable para inversión extranjera gracias a un amplio consenso social promovido por el gobierno.
Si el problema se hubiese limitado a la controvertida reforma del Instituto Nicaragüense de Seguro Social – presentada como el detonante de las protestas – su retiro por un Daniel Ortega, rodeado de gerentes de empresas de Zona Franca, debió haber bastado para apaciguar los ánimos.
Pero ya se registraban más de una decena de muertos. Además, tal como se escenificó, el mensaje del presidente ha de haber sonado como una amenaza, un chantaje al empleo para los trabajadores de las Zonas Francas (que suman más de 100.000). De hecho, como sector organizado, los trabajadores han sido notablemente ausentes de las protestas.
En cambio, salvo contadas excepciones, las cupulas sindicales hicieron coro para proclamar, como horizonte insuperable, el derecho de los trabajadores a seguir siendo explotados por inversionistas foráneos.
Resulta peculiar que parte de las izquierdas europeas que han expresado respaldo al gobierno de Ortega, no denuncien lo que jamás aceptarían en sus propios países.
Si nos referimos a la huelga reciente de los ferrocarrileros en Francia, serían tildados de “esquiroles” aquellos que, como las organizaciones coludidas con el gobierno nicaragüense, plantean que la población es “rehén” de los manifestantes y huelguistas.
Otro conocedor advertido de la realidad nicaragüense observó lo que sucedió en lugares que fueron bastiones de la lucha contra la dictadura somocista en los años 1970 – como el barrio indígena de Monimbó (en la ciudad de Masaya) o los barrios populares aledaños a la Carretera norte en Managua – y que ahora, de nueva cuenta, se destacaron no solo por su participación en las protestas sino también por su capacidad autoorganizativa.
Extendiendo el análisis del caso particular al plano general, este estudioso enfatiza en “la existencia de una gran masa de la población, la cual históricamente ha estado excluida no solo en términos económicos y sociales, sino de toda participación o representación política.
Se caracteriza por la existencia de familias ampliadas y lazos familiares muy fuertes y, en los barrios o asentamientos que habita, por fuertes lazos comunitarios."
"La característica más relevante del poder político ha sido – salvo paréntesis temporales muy reducidos de gobiernos muy débiles, electos según las reglas de la democracia liberal – gobiernos verticales y autoritarios, que controlaban discrecionalmente todos los poderes del Estado, y en particular disponían de la fuerza de las armas.
La vida política del país estuvo signada, a lo largo de los últimos dos siglos, por algunos intentos de rebelión que han sido reprimidos brutalmente, mientras una gran masa de la población, concentrada en la sobrevivencia cotidiana, se mantenía relativamente “tranquila”.
Los levantamientos masivos solo se produjeron cuando sectores extensos de la población percibieron que el abuso de poder discrecional de los sectores gobernantes cruzaba cierta barrera, y/o dislocaba de manera inaceptable la vida cotidiana.” O sea “cuando el poder ha intervenido en su vida de manera que es percibida como injusta, arbitraria y abusiva."
"Una característica destacada de los sectores populares ha sido su alta religiosidad, expresada en decenas de fiestas religiosas y patronales, en una religiosidad sincrética que combina ceremonias religiosas con bailes, música, licor y celebraciones.
También esta religiosidad explica porque [desde el poder] se ha intentado utilizar un lenguaje religioso y explotar prejuicios religiosos conservadores, como denominar criminales a los grupos feministas que propugnan por restituir el aborto terapéutico, y porque se recurrió a la alianza con los sectores más retrógrados de la Iglesia.
Sin embargo, también es muy interesante que la población, cuando se rebela, se encomiende a Dios, y convoque en su ayuda al “Señor de todos los ejércitos”. Quizá también es un remanente, en la religiosidad sincrética, de la población indígena que se encomendaba a sus dioses antes de ir a la batalla.”
Ambos relatos aquí expuestos le dan a la indignación rostros de una ciudadanía de extracción popular y principalmente urbana. Pero lo que señalan también vale para una amplia franja del campesinado que, al sumarse a las protestas, encontró una perspectiva no solo de hacer avanzar sus propias luchas sino también de visibilizar la represión de la cual estaba siendo blanco, desde hace años.
El Movimiento campesino anticanal, que ya tenía a su activo centenares de marchas – pese a la militarización de la zona y al recurrente cierre del acceso de los manifestantes a la capital –, ha sido la cara más visible del descontento en el campo.
Pero, en otras regiones, también hubo resistencia a raíz de la reanudación desenfrenada de la explotación minera emprendida por el gobierno a partir de 2007 o en contra de proyectos de infraestructura que suponían el despojo de tierras y/o el desplazamiento de poblaciones.
En los últimos años, la existencia de grupos rearmados en el campo ha sido evocada. En varias ocasiones, se dieron a conocer ejecuciones extrajudiciales (a manos del ejército), las cuales, sin embargo, fueron calificadas por las autoridades castrenses como muertes ocurridas en enfrentamientos contra grupos delincuenciales.
De cierta manera, a partir de abril, la expansión de la represión a las ciudades contribuyó a visibilizar la ira silenciosa (y silenciada) en el campo. Este fenómeno recuerda lo sucedido en 2011 en Túnez.
Los motines que, meses y años atrás, habían sido brutalmente reprimidos en las provincias remotas no fueron conocidos hasta que la revuelta alcanzó la capital y terminó con el reino despótico de la familia gobernante. ¿Será por temor a similar desenlace que Carlos Fonseca Terán – que se ufana de ser el “ideólogo” del Frente Sandinista – tilda de “nefastas” las llamadas revoluciones árabes?
Parece ser que este y otros consejeros del régimen no vieron llegar en casa propia el peligroso efecto bumerán que habían identificado en los lejanos países árabes.
El discurso consistente en justificar la eliminación de algunos elementos subversivos en el campo en aras de garantizar la paz perdió toda legitimidad cuando el calificativo de “terrorista” fue extendido primero a la juventud estudiantil y luego aplicado al conjunto de la población.
Desde la lógica del poder, este “salto cualitativo” de la eliminación selectiva hacia la represión masiva también invalida el refrán repetido durante años según el cual un pequeño grupo de agitadores – financiado y dirigido desde el exterior por fuerzas de la derecha – estaría empeñado en desestabilizar el gobierno.
Paradójicamente, la falta de protagonismo de los partidos de oposición tradicionales en las protestas – aunque no faltaran quienes buscaran posicionarse para el futuro – quedó puesta en evidencia cuando el régimen reclutó paramilitares para ensañarse con armas de guerra en contra de los estudiantes.
De repente, jóvenes sin particular preparación política se vieron propulsados a la cabeza de multitudes motivadas por una indignación cuya magnitud probablemente no habían previsto ni tenían la capacidad de dirigir, mucho menos de encauzar.
Finalmente, si algo logró la estrategia represiva del gobierno, es de haber propiciado que se acercaran sectores (feministas, campesinos, comerciantes, estudiantes…etc.) cuyos intereses respectivos quizás no predestinaban a encontrarse.
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Represión irracional y rebelión en Nicaragua - Instituto Humanitas Unisinos - IHU