16 Fevereiro 2018
La palabra “fraude” define hoy la situación en Honduras. No sólo porque el 26 de noviembre se desarrolló un descarado fraude electoral, sino porque desde mucho antes buena parte de la sociedad hondureña entendió que todo el proceso hacia las elecciones estaba salpicado por fraudes, especialmente desde que se impuso la candidatura de Juan Orlando Hernández, no sólo polémica sino ilegal. El resultado inmediato de este colosal fraude es una convulsión política y social y un futuro de ingobernabilidad complejo de superar.
El comentário es de Ismael Moreno Coto, S.J., en artículo publicado por Revista Envío, Nº. 431, Febrero-2018.
Las elecciones generales del 26 de noviembre han significado una nueva tragedia política para Honduras. Los promotores del fraude anunciado y ejecutado antes, durante y después de esa fecha, siguen siendo dueños de las leyes y de las armas, que apuntan a quienes rechazan la dictadura de Juan Orlando Hernández.
Unas 40 personas asesinadas entre el 27 de noviembre y el 27 de enero -al menos la mitad en los primeros diez días de diciembre, cuando el usurpador de la Presidencia decretó toque de queda y ordenó a la Policía Militar del Orden Público que les disparara-, 1,500 personas golpeadas, torturadas y heridas y más de 50 personas encarceladas, acusadas de sedición y de realizar actos violentos, son los saldos más visibles de la respuesta militar a la vibrante protesta social contra el fraude.
El 17 de diciembre, después de continuas incongruencias y contradicciones, después de retrasos injustificados, caídas del sistema, recuento de actas, David Matamoros, al frente del desacreditado Tribunal Supremo Electoral, anunció finalmente que Juan Orlando Hernández era el vencedor de las elecciones, a pesar de las voces que, dentro y fuera de Honduras, denunciaban que eran fraudulentas y hasta exigían nuevas elecciones.
Washington no secundó de inmediato el anuncio de Matamoros. Todos sabíamos que Juan Orlando Hernández era el candidato de Washington. Lo que no sabía Washington es que, pese a todo lo que preparó para garantizar su victoria, su candidato perdería las elecciones, por haber cosechado tanto repudio popular. Cuando Matamoros ratificó la victoria de Hernández, a Washington le urgía hablar. Un último episodio terminó de decidir al Departamento de Estado.
El jueves 21 de diciembre no fue para Elizabeth Flores Flake un día alegre, aunque amaneció tan espléndido que invitaba a dar un paseo por el siempre atractivo Central Park de Nueva York. El calendario marcaba el solsticio de invierno, el día más corto del año, pero para Lizzy, fue un día eterno, difícil de olvidar en su brillante carrera política y en sus siete años como embajadora de Honduras ante la ONU.
Después de una noche sin dormir, cargada de sentimientos encontrados, eligió un maquillaje que lograra ocultar su angustia. Nunca pudo imaginar que su padre y maestro, el ex-Presidente Carlos Roberto Flores Facussé, de ascendencia palestina, la iba a llamar, conminándola a cumplir con tan amarga tarea.
Llegó al salón de sesiones y ocupó su asiento. Ese día, en sesión especial, la Asamblea General de Naciones Unidas debatía y votaba sobre la polémica decisión del Presidente Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel.
La sesión la habían solicitado Turquía y Yemen, en nombre del grupo de países árabes, después que Estados Unidos vetara el proyecto de resolución del Consejo de Seguridad de la ONU estableciendo que cualquier decisión sobre el estatus de Jerusalén carecía de efecto legal.
Lizzy había recibido de su padre no una solicitud, una orden. Tendría que respaldar la decisión de Trump. “Tenés que dejar los sentimientos a un lado. De ese voto depende nuestro futuro. O ganan ellos, que están listos para ajustar cuentas con nosotros o gana Juan Orlando, que nos garantiza estabilidad política y familiar”. Algo así le debió decir el padre a la hija, que nunca le había dicho un NO a su padre.
Llegó la hora de votar. Trató de olvidar los latidos de su corazón, por el que corre sangre palestina, y de evitar las miradas de sus colegas árabes. Y votó como una autómata, con la mirada perdida, en contra de la moción y a favor de la decisión de Trump.
La acompañó el voto del embajador de la Guatemala que hoy está en manos de ese payaso convertido en político que es Jimmy Morales, y los votos de los representantes de varios diminutos países-islas del Pacífico. 128 países respaldaron a los árabes oponiéndose a la decisión de Trump.
Mientras Lizzy abandonaba apresuradamente el salón de sesiones sin hablar con nadie, su padre, tan acostumbrado desde la década de los años 80 hasta el día de hoy a manejar a su antojo a periodistas, políticos de poca monta y piadosos religiosos, respiró satisfecho.
Sólo horas después, el 22 de diciembre, el gobierno de Estados Unidos reconocía el triunfo electoral de Juan Orlando Hernández.
Con el reconocimiento de Washington se hizo efectivo, en menos de una década un nuevo golpe de Estado, en esta ocasión, paradójicamente, por la vía electoral y con el mismo propósito del de 2009: sacar del juego a Mel Zelaya, el “fantasma” que atormenta las noches de Flores Facussé por venganzas pendientes…
El Departamento de Estado no tuvo en cuenta el llamado dramático que había hecho ya el secretario general de la OEA, Luis Almagro, pidiendo que se realizaran nuevas elecciones.
Tampoco tuvo en cuenta el silencio de Europa y de varios gobiernos de América Latina, conscientes todos de las flagrantes irregularidades del proceso y las dimensiones que estaban alcanzando las protestas populares.
Antes de los comicios, Washington había desestimado la ilegalidad de la candidatura de Hernández a la reelección. Realizados los comicios, obvió las maniobras fraudulentas que caracterizaron la jornada electoral, no dio importancia al masivo repudio popular e hizo caso omiso de los posibles vínculos de Hernández con el crimen organizado.
Washington respaldó a Juan Orlando Hernández porque en Honduras es él quien más docilidad y servilismo le garantiza para llevar adelante su política de seguridad para Centroamérica.
Una vez que habló Washington, el reconocimiento del resto de países comenzó a llegar, uno tras otro, como cuando caen las hojas de los árboles en el otoño del hemisferio norte. Sin embargo, al reconocer al nuevo Presidente, todos sin excepción se hacían eco de la necesidad de un diálogo nacional, al que había convocado el propio Hernández.
De todas formas, ningún mandatario de ningún país del mundo llegó el 27 de enero a la toma de posesión, celebrada en el estadio nacional bajo estrictas medidas de seguridad. En las afueras del estadio centenares de manifestantes eran violentamente reprimidos con armas estadounidenses e israelíes, mientras Ana García, la esposa de Hernández, con una estrella de David al cuello, agradecía a Dios la oportunidad de seguir siendo, él y ella, “sus instrumentos” como gobernantes.
El reconocimiento internacional de la necesidad de un diálogo nacional llevaba entre las líneas del lenguaje diplomático la evidencia de que en Honduras hay una crisis y que, en importante medida y paradójicamente, la crisis la provoca el gobierno al que reconocían.
El miedo a un fantasma determinó la aceptación del fraude en las oficinas del Departamento de Estado en Washington. Ese fantasma revoloteó por oficinas políticas, negocios empresariales y sedes de la llamada “sociedad civil” y de embajadas...
El fantasma tiene nombre, se llama Manuel Zelaya Rosales, convertido por muchos en Honduras en un auténtico mito, algo así como el monstruo de la laguna negra con el que los padres amenazan a sus hijos.
Analizando las dimensiones que llegó a alcanzar el miedo a ese fantasma, podemos afirmar que en estos comicios no ganó Juan Orlando Hernández ni se impuso el fraude. Quien ganó fue el miedo a ese fantasma y lo que se impuso fue el prejuicio de Washington a un gobierno en el que participara Zelaya.
Nunca separó Washington a Nasralla de Zelaya. A lo sumo, veían con sarcasmo a Nasralla de Presidente. La convicción que predominó en Washington fue que el hombre del sombrerón, Manuel Zelaya, sería quien gobernaría tras Nasralla.
Con el fraude impuesto y este golpe de Estado que tiene sabor imperial se han impuesto nuevamente en Honduras los intereses de la geopolítica global por sobre los intereses nacionales. De nuevo ha pesado la lógica de que somos una “banana republic” y, por tanto, los intereses hondureños se definen sin el país, fuera del país y en contra del país.
Dejando a un lado a los tibios demócratas que ocupan la embajada de Estados Unidos en Tegucigalpa, el Departamento de Estado y el Comando Sur decidieron cerrar filas contra el peligro que veían venir en el imprevisible gobierno que harían un Salvador Nasralla y un Zelaya Rosales, a los que les achacan vasos comunicantes con el agónico Socialismo del Siglo 21.
Ante ese peligro, cualquier cosa, incluso seguir respaldando a un rufián y mafioso como Hernández. Mejor lo malo por conocido que… el fantasma, aun cuando tropiecen de nuevo con la misma piedra.
Y tropezarán. Porque Washington sabe quién es Juan Orlando Hernández y sabe que él perdió. Lo sabe Juan Orlando, lo sabe Matamoros, lo saben los observadores de la OEA y los de la Unión Europa. Lo saben, más que nadie, y convierten ese saber en rechazo, rabia y resistencia, sectores mayoritarios de la población hondureña que no votaron por Nasralla ni por su liderazgo ni por su capacidad, sino que votaron contra JOH, un personaje que se ha labrado él mismo su imagen: el más repudiado político de la historia de nuestro país en los últimos años.
Los gobernantes que ha tenido Honduras en las últimas cuatro décadas son recordados por el pueblo acentuando en la memoria determinados rasgos.
A los militares que dieron golpes de Estado en los años 70 los recuerdan burlescamente por su patética ignorancia. Después vinieron los mandatarios civiles. En el país todo mundo se mofa de Suazo Córdova, el primer presidente en la etapa de las democracias representativas, por sus alardes pueblerinos y su estilo de alcalde de pueblo. A Azcona Hoyos se le recuerda por la mezquindad con la que abordó la demanda internacional de sacar a la contrarrevolución nicaragüense de territorio hondureño. A Callejas lo ha hecho el pueblo el símbolo del gobernante corrupto, el icono de la cleptocracia.
Después de ellos, Carlos Roberto Reina quedó en el imaginario popular como quien quiso adecentar la institucionalidad promoviendo una inoperante “revolución moral”… aunque dejó algo positivo al abolir el servicio militar obligatorio.
Vino después Carlos Roberto Flores Facussé, el padre de Lizzy. Su nombre va unido al devastador huracán Mitch, que ocurrió durante su período. Se le recuerda por su hábil y deshonesta compra de periodistas y por ser el constructor del “cerco mediático” que se mantiene hasta hoy.
Ricardo Maduro ha quedado en la memoria popular como el hombre de la mano dura, el que pasó todo su gobierno vengándola muerte de su hijo y capitalizando las ayudas que llegaron por el Mitch.
Los dos mandatarios que precedieron a JOH, Manuel Zelaya y Pepe Lobo, también dejaron impronta en la población. A Zelaya se le asocia con un “poder ciudadano” que puso a temblar todo lo que de neoliberalismo se había consolidado desde Callejas hasta Maduro. Zelaya es el hombre de la Cuarta Urna y la víctima del golpe de Estado.
De Micheletti, quien lo sustituyó, apenas se recuerda su estridente tripleta de gritos ¡Viva Honduras! propios de un “gorilete”, como le llamaron.
A Pepe Lobo se le asocia con la mano extendida a la comunidad internacional suplicándole reconocimiento y tapando los agujeros que dejaban a su paso las prácticas corruptas de sus más cercanos colaboradores, incluyendo las de su amada “mi Rosa”.
¿Y Juan Orlando Hernández? Será recordado, cuando ya no esté, por su crudo cinismo y su desmedida ambición, por ser el más descarado representante de la oligarquía hondureña. Ningún mandatario pasará a la historia tan repudiado como JOH.
La permanencia en el gobierno de Juan Orlando Hernández y la situación convulsa y dramática a la que nos llevó el fraude del 26 de noviembre pudo evitarse. Pudieron evitarla, en primer lugar, los partidos de oposición, que estaban claros que la candidatura de Hernández era en sí misma un fraude por su ilegalidad. Participar en el proceso electoral era, de algún modo, avalar esa ilegalidad.
Si en lugar de participar se hubiesen dedicado a conformar un frente nacional de ciudadanía opositora contra el fraude que representaba esa candidatura, hubiesen forzado al grupo fraudulento a negociar una salida distinta a las elecciones. Sabíamos todos que, en las circunstancias en que se desarrollaban, las elecciones no iban a ser solución, sino que provocarían un conflicto mayor.
Si ya se sabía eso, ¿por qué participó la oposición? Porque las elecciones son siempre una competencia atractiva para la población y porque lo que mueve a la inmensa mayoría de los actores políticos hondureños, tanto a los de los partidos tradicionales como a los de los partidos opositores, es la búsqueda de cuotas de poder.
El frente nacional contra el fraude no se construyó y Honduras tiene ahora en el gobierno a un mandatario repudiado, que comprobó con las masivas protestas populares que siguieron a su “triunfo” que no se impondrá fácilmente. Para Juan Orlando Hernández y su equipo el desafío es cómo “blanquear” el fraude y hacer legítima la ilegitimidad. Para eso han puesto en marcha una estrategia con cinco líneas simultáneas de trabajo.
La primera línea es la internacional. Buscan reconocimiento y respaldo. Dirige esto Arturo Corrales, ex-Canciller y ex-Ministro de Seguridad, experto en el uso de encuestas para crear tendencias y ahora, para blanquear fraudes. Corrales inició su trabajo en Estados Unidos: fue él quien planeó ofrecer a Washington el voto de Honduras para respaldar la decisión de Trump de declarar Jerusalén capital de Israel a cambio del pronto reconocimiento de Hernández, sabiendo que cuando hablara el Departamento de Estado los reconocimientos del resto de países vendrían por añadidura.
La segunda línea es la nacional. Se trata de maquillar la dictadura por dos vías: que el gobierno insista en llamar a un diálogo nacional y que se reinstale y se re-institucionalice el Ministerio de Derechos Humanos. Ambas vías cuentan con un unánime respaldo internacional, porque ¿qué país en el mundo rechaza el diálogo y el respeto a los derechos humanos?
A la estrategia de convocar un diálogo nacional para apaciguar un problema ya recurrió el equipo de Hernández en 2015 en el fragor de la crisis que motivó el destape de la enorme corrupción que había en el Seguro Social. En aquel momento decenas de marchas de indignados con antorchas encendidas repudiaron a Hernández.
Fue entonces cuando se estrenó la consigna ¡Fuera JOH!, repetida una y otra vez durante el fraude electoral, y sin duda la más popular de las consignas que se han conocido en Honduras en mucho tiempo. Esa consigna dio origen a la canción “¡Es pa’ fuera que vas!”, cantada en todo el país y presente continuamente en las redes sociales. Según una encuesta musical realizada en Internet, al terminar 2017 ocupaba el tercer lugar entre las 50 canciones más escuchadas este año en Honduras.
En aquella ocasión, cuando Juan Orlando y su equipo se vieron acorralados por las presiones para que se investigara, se enjuiciara y se sancionara a quienes habían saqueado el Instituto Hondureño del Seguro Social, el gobierno convocó a un diálogo “incluyente, abierto y sin condiciones”. Pero en ese diálogo sólo participaron los afines a la mafia gubernamental.
Del diálogo de 2015 surgió la MACCIH (Misión de Apoyo a la lucha contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras). Esta nueva instancia fue la respuesta gubernamental a la crisis. La arregló Arturo Corrales, entonces Canciller, con el secretario general de la OEA, Luis Almagro. En las marchas de las antorchas lo que la gente pedía no era eso, sino una institución como la CICIG (Comisión Internacional contra la Corrupción y la Impunidad) instalada en Guatemala con el patrocinio de la ONU. La MACCIH fue una especie de híbrido. Y su misión nunca ha cuajado, a pesar de la buena voluntad de algunos de sus integrantes.
Son tan impenetrables la corrupción y la impunidad en las estructuras del poder en Honduras que cuando la MACCIH ha tocado a algunos diputados para que sean investigados sus actos de corrupción, el régimen ha saltado defendiéndolos, con el argumento de que nadie del exterior puede hacerlo porque Honduras tiene fiscales y jueces capaces de investigar y juzgar. Después, cuando vieron que la MACCIH estaba decidida a investigar rutas de corrupción en el Congreso Nacional, que alcanzan al menos a unos 60 diputados, éstos decidieron reformar las leyes con el propósito de impedirlo y de que nada ponga en riesgo la impunidad que los protege.
El fruto del diálogo de 2015 fue “normalizar” la situación que hizo tambalear a JOH. Aplacada la crisis, el equipo de Juan Orlando tuvo allanado el camino para prepararle la reelección, lo que ha provocado ahora una crisis mayor que aquella, una convulsión política y social, que de nuevo tratan de solventar con la reedición de un diálogo cuyo punto de partida es dejar intactas las reglas del juego que permitieron los polémicos resultados electorales.
El diálogo de 2015 no fue ni abierto ni incluyente. Buscaba solamente calmar la crisis, no resolverla. Actuó como lo hace una tapadera puesta a una olla de presión hirviendo. La olla siguió hirviendo y dos años después ha estallado con el fraude electoral, haciendo más intensos todos los conflictos latentes.
La otra vía en la línea nacional de blanqueo del fraude es conformar de nuevo el Ministerio de Derechos Humanos, una institución que el propio Hernández eliminó cuando llegó al gobierno en 2014 y que ahora reabrirá por la presión internacional.
Aunque lo reabra, este Ministerio es un auténtico contrasentido si se tiene en cuenta el peso que en su gobierno tiene la inversión en armar a los cuerpos represivos para que respondan más eficazmente a las protestas populares, violando los derechos humanos. Es muy probable que lo que haga este Ministerio no represente otra cosa que la sonrisa del verdugo y la palmadita del torturador a sus víctimas.
La tercera línea de trabajo para blanquear el fraude es el reforzamiento de la alianza con los propietarios de los principales medios de comunicación del país. Para que eleven en sus medios el perfil humano, profesional, espiritual y familiar de Juan Orlando Hernández.
Para que destaquen los beneficios del diálogo nacional con el fin de reconciliar a la familia hondureña. Para que resalten el vandalismo de quienes se resisten a aceptar las reglas “del juego de la democracia, en donde siempre hay un ganador y un perdedor”.
Para que insistan en el reconocimiento que ha dado la comunidad internacional a la democracia hondureña.
Se estigmatizará también el trabajo de los periodistas y sus vidas privadas, presentándolos como enemigos de la paz, aliados del crimen organizado, promotores del vandalismo y del desorden. Se les cooptará o se les sobornará, como quisieron hacerlo con Salvador Nasralla, a quien consideraron el eslabón más débil de la alianza opositora.
Se estrechará el “cerco mediático” en defensa del nuevo gobierno por las vías de siempre y nuevas vías. El sabotaje que derribó una antena y una torre de Radio Progreso en la noche del 9 al 10 de diciembre fue apenas una advertencia de lo que podría ocurrir a los medios que no se sometan a las líneas de ese “cerco”.
La cuarta línea de trabajo para blanquear el fraude es la compra de gobernabilidad -no de gobernanza-, invirtiendo más recursos económicos para afianzar la alianza con los oficiales de las Fuerzas Armadas, de la Policía Militar del Orden Público, de la Policía Nacional, y con otros colaboradores.
Esta línea comenzó a implementarse con los oficiales y clases del Batallón Cobras de la Policía Nacional, que protagonizaron un conato de sublevación pocos días después de las elecciones. Hernández atajó personalmente la crisis con mucho dinero. El éxito que logró con esa maniobra lo decidió a aplicarlo a todos los mandos de las diversas estructuras armadas, y también a civiles a los que le interesa mantener contentos, para evitar que en la crisis post-fraude le surjan sorpresas que no pueda controlar.
Y la quinta línea de trabajo que blanqueará el fraude es la pura y dura represión contra los opositores. Se criminalizará a los manifestantes de oposición al nuevo gobierno que tengan algún nivel de liderazgo y trabajen en zonas con mayor índice de movilización. Esto ya ocurre: se ha capturado a decenas de ellos, levantándoles procesos judiciales. También se eliminará físicamente a los principales líderes de base de la oposición cuando sea necesario.
Para garantizar el éxito de esta línea, Hernández decidió nombrar nuevos comandantes del Ejército. Entre ellos, al General René Orlando Ponce Fonseca, su amigo personal, formado en el Batallón 3-16, que actuó como escuadrón de la muerte y fue responsable de asesinatos y desaparición de decenas de personas en la década de los 80.
Mientras se organiza un nuevo diálogo, “amplio e incluyente”, las fuerzas represivas persiguen, capturan, torturan y desaparecen. Y cuando los perseguidos tienen suerte los entregan a la fiscalía para que los acuse por delitos de terrorismo, daños a la propiedad privada y sedición y les apliquen condenas de varios años de cárcel sin derecho a fianza o a medidas sustitutivas.
Honduras ha entrado a partir del golpe de Estado que significó el reconocimiento por Washington del gobierno de Juan Orlando Hernández en el peor de los escenarios, el que confronta y polariza sin posibilidad de una negociación que ponga límites y contrapesos al proyecto de dictadura, al que se oponen al menos las tres cuartas partes de la población hondureña y una oposición no sólidamente articulada, pero sí unida en el repudio a esta dictadura y a este dictador.
Por ese escenario riesgoso, que conduce inevitablemente a la ingobernabilidad, optó el gobierno de Estados Unidos al respaldar a Juan Orlando Hernández. Riesgoso, porque el estigma del fraude no sólo no podrá quitárselo de encima su gobierno, sino que seguirá siendo un factor detonador de conflictos, movilizaciones y protestas.
El régimen inaugurado el 27 de enero de 2018 será el gobierno más débil de la historia hondureña en las últimas décadas. Ya el primer gobierno de Hernández se caracterizó por su escasa legitimidad, dados los niveles de corrupción de los bienes públicos que se descubrieron. Ahora, carecerá también de legalidad, por haber irrespetado la voluntad soberana del pueblo al cometer fraude y haberse impuesto inconstitucionalmente.
“A este usurpador hay que hacerle la vida imposible”, “No puede gobernaren paz un gobierno que le ha quitado la paz a la sociedad”, dice la gente.
Para sostenerse será enorme la inversión que tendrá que hacer este gobierno en la compra de voluntades, conciencias y estómagos en todos los niveles de la sociedad. El presupuesto de casa presidencial y el presupuesto discrecional del Presidente deberán elevarse exponencialmente. Será un gobierno mercenario que no podrá mantenerse sin invertir mucho en comprar lealtades.
Será dramático el recurso al miedo y a la fuerza de las armas que tendrá que hacer este gobierno para lograr acallar las protestas. Incapaz de promover consensos y provocando disensos se fortalecerá sólo con amenazas, control y con los ardides de la inteligencia militar.
Será continuo el esfuerzo de este gobierno para diseñar alianzas con la clase más rica del país y con el capital transnacional. La privatización de los bienes públicos, la multiplicación de proyectos extractivos y los contratos basados en sobornos y chantajes caracterizarán a un gobierno que necesita congraciarse con quienes tienen el poder del dinero, tanto en Honduras como en Estados Unidos.
Será importante la inversión en propaganda en los medios de comunicación que tendrá que hacer este gobierno para construir un más sólido “cerco mediático” y una opinión pública favorable y distraída con otros temas.
Será permanente el acomodo de la legislación que aprobará el Congreso, donde Hernández cuenta, por el fraude, con mayoría de diputados. Y también será permanente el recurrir a alianzas con líderes, tanto católicos como evangélicos, para que fortalezcan con el poder divino la enorme debilidad de su gobierno.
El ciclo electoral se cerró el 27 de enero desde la perspectiva de Washington, desde la perspectiva del nuevo gobierno hondureño y desde la perspectiva de la comunidad internacional. ¿También desde la perspectiva del pueblo hondureño?
En un escenario ideal, propio de una película de ficción, se revierte el fraude y se convocan nuevas elecciones bajo estricta supervisión internacional. Eso supondría que Washington rectifica.
Una variable de ese escenario es lo que sostiene el partido LIBRE y su coordinador, Manuel Zelaya, que demandan un mediador internacional que en breve plazo examine el proceso electoral y que al confirmar el fraude reconozca el triunfo de Nasralla o si no, que ordene repetir los comicios, sólo entre dos candidatos: Hernández y Nasralla. Esto también parece película de ficción.
El otro escenario es posible. Se trata de construir y fortalecer en el mediano plazo una coalición amplia de ciudadanía en rebeldía contra la dictadura, capaz de presionar desde los más diversos ámbitos, restando poco a poco espacios a la dictadura.
El punto central de la presión ciudadana apuntaría a la ilegalidad de la reelección de Hernández y a la ilegitimidad de su gobierno por el fraude electoral y por el delito, imprescriptible, de traición a la patria cometido por el Tribunal Electoral al inscribir la candidatura de JOH. Desde esta perspectiva la exigencia de anular las elecciones de noviembre de 2017 puede ser permanente, pues en su origen todo el proceso está viciado por el fraude.
Este escenario sólo podría fundamentarse en una muy amplia alianza, que incluiría a los sectores más radicales del partido Libertad y Refundación (LIBRE) y a otros sectores políticos radicales de la izquierda, hasta el Partido Liberal que lidera Luis Zelaya, pasando por quienes conformaron la Alianza Opositora contra la Dictadura y extendiéndose a los sectores ciudadanos y populares que hoy se aglutinan en la Convergencia Contra el Continuismo, espacio en donde convergen las iniciativas más relevantes de diversos sectores sociales y ciudadanos.
Lograr este escenario exige que quienes se unan para hacerlo posible reconozcan que, más allá de las coyunturas efervescentes, la organización social, comunitaria y popular sigue siendo muy débil en Honduras. Exige que muchas organizaciones sociales salgan de su encierro y superen sus agendas específicas. Exige tener en cuenta todas las diversidades, superar la dispersión y dedicar todas las energías a lograr la anulación de las elecciones.
Este escenario requiere de estrategia de calle y de alianzas internacionales. Juan Orlando Hernández ha hecho méritos para ser acusado de crímenes de lesa humanidad y, considerando que Honduras sigue siendo un laboratorio de golpes de Estado y de gobiernos de extrema derecha, hay que lograr que este personaje sea identificado internacionalmente como un peligro para la democracia, no sólo para Honduras sino para toda América Latina.
Con una alianza y con una convocatoria opositora ciudadana tan amplia el proyecto de la dictadura no tendría éxito y llegaría un momento en que se vería obligado a negociar una salida, que podría ser un gobierno transitorio, cuya única tarea sería convocar nuevas elecciones con un nuevo Tribunal Electoral y con supervisión internacional, en las que Hernández no podría ser candidato por la ilegalidad de su reelección. El gobierno que surgiera de esas nuevas elecciones podría organizar una consulta nacional para que el pueblo, ejerciendo su soberanía, decida si se convoca o no una asamblea nacional constituyente que escriba una nueva Constitución que redefina la institucionalidad democrática de nuestro país.
FECHAR
Comunique à redação erros de português, de informação ou técnicos encontrados nesta página:
Honduras: Un fraude electoral con sabor a golpe de estado imperial - Instituto Humanitas Unisinos - IHU