08 Outubro 2016
Durante años los gobiernos centroamericanos, también el de Nicaragua, pudieron silenciar la llegada de africanos a nuestras fronteras. Ya no pueden. Llegan miles…y seguirán llegando. No son sólo “razones económicas” ni el imán del “sueño americano” las que los traen hasta nosotros. Son muchas las razones, todas interrelacionadas. La presencia de algunas nacionalidades africanas entre estos migrantes se está expandiendo al ritmo de las lucrativas inversiones en agrocombustibles. El acaparamiento de tierras y las expulsiones son una de ellas.
El reportaje es de José Luis Rocha, publicado por Envio.org.ni e republicado por CPALsocial, 05-10-2016.
Centroamérica está siendo sacudida por la globalización. Las dinámicas socioeconómicas que conectan hoy zonas y poblaciones antes distantes se han corporeizado en una creciente cantidad de migrantes de África, Asia, Haití y Cuba que atraviesan los países del istmo en una caravana que parece no tener final, pero cuyos inicios espacio-temporales podemos rastrear.
(Foto: Flickr United Nations Photo. Licencia Creative Commons.)
En los años 70 la noticia sobre un grupo de congoleños atravesando los valles de Rivas hubiera gozado de menos crédito que la de cinco apariciones simultáneas de la Virgen María. En los últimos meses congoleños y otros africanos están en los medios de comunicación nicaragüenses todos los días. ¿Qué ha ocurrido para que esa migración ingresara al ámbito de lo cotidiano? Hay muchas explicaciones: las vías de comunicación, el efecto demostración, la creciente cantidad de migrantes que financian el viaje de nuevos migrantes, la fortaleza y experiencia de las redes de coyotaje, la demanda laboral y el cabildeo y apoyo de organismos humanitarios... Todas son algunas explicaciones.
Me concentraré en las reacciones de los gobiernos centroamericanos y en las fuerzas que expulsan de sus tierras a estos hombres y mujeres porque son las que dan cuenta de la situación actual y de la realidad acumulada en los países de origen. Esas fuerzas nos están dando alcance, hermanando a Centroamérica con África por senderos imprevistos hace menos de una década. Y me centraré en los africanos por razones de economía argumentativa: para exponer qué formas específicas reviste “la pobreza”, esa bestia ubicua y polimorfa, que a menudo oculta más de lo que explica.
En un mundo como el de este 2016, con 65.3 millones de desplazados forzosos, 33,972 desplazados diarios, 21.3 millones de refugiados y 10 millones de apátridas -todas cifras del ACNUR- era imposible que Centroamérica no fuera tocada y hollada por los que huyen de sus países en busca de mejores condiciones de vida. O, simplemente, de vida.
Según un informe del ACNUR sobre las tendencias globales de refugiados en 2015, las principales fuentes de solicitantes de refugio son Siria, Afganistán, Somalia, Sudán, República Democrática del Congo, República Central Africana, Myannmar, Eritrea y Colombia.
A Centroamérica han llegado ciudadanos de al menos cinco de esos países. Pero los gobiernos de la región han querido permanecer como si estos desplazamientos no existieran y han tomado partido por el bando de quienes no están dispuestos a solidarizarse con los pobres del mundo, los esclavos sin pan por quienes la Nicaragua socialista proclama luchar.
La migración de africanos que ahora resulta ya imposible de ignorar pasó desapercibida durante varios años. Ahora, las políticas de rechazo y el aumento del volumen han surtido el efecto de hacerla más visible. Los gobiernos centroamericanos tienen por costumbre común no hacer públicas las cifras de detenidos en sus centros de detención de migrantes. Pero la necesidad que tenía de intérpretes el Centro de Retención de Migrantes en Managua -del inglés al español- para cumplimentar los formatos del ACNUR, me permitió saber que sólo en el primer semestre de 2012 fueron detenidos 208 cubanos y que ya en 2009 las autoridades detuvieron a 86 somalíes, a 90 eritreos y a 21 etíopes. Esta migración se ha incrementado con las crisis que está viviendo el continente africano.
No sabemos cuántos son ahora. Un indicio nos lo da el informe de 2015 de gestión de la Dirección General de Migración y Extranjería de Nicaragua, que inicia con un agradecimiento “a Dios, a la Virgen María y a todos nuestros héroes y mártires”. Habla de la “regularización de 9,848 mi¬gran¬tes atendidos en el Centro Albergue Nacional de la DGME, trabajo extraordinario que han realizado los inspectores designados”. El informe aclara que se trata de migrantes no autorizados, pero no especifica sus nacionalidades.
Otros datos del aumento de esta migración y del amplio abanico de naciones que la componen nos los brindan los medios de comunicación. Las noticias hablan de nepalíes y haitianos (26 detenidos en Carazo el 23 de junio de 2016), otras veces de africanos de la República Democrática del Congo y haitianos, también detenidos en Carazo el 4 de agosto de este mismo año, que según fuentes policiales ascendían a 42. Dos días antes, la policía de Rivas encontró ocho cadáveres a orillas del lago Cocibolca, presumiblemente de migrantes africanos (¿O haitianos?). Posteriormente aparecieron dos cadáveres más y por las declaraciones de un sobreviviente se supo que procedían de la República Democrática del Congo.
Apenas cinco días antes el Ejército de Nicaragua reveló haber detenido en los primeros siete meses de 2016 a 2,507 extranjeros indocumentados en el departamento de Rivas, de los que 674 fueron capturados en julio: 486 africanos, 94 haitianos, 69 asiáticos y 25 cubanos.
Una fuente menos limitada para conocer el volumen y su composición -aunque siempre incompleta porque se concentra en detenidos- es la Unidad de Política Migratoria del gobierno mexicano, que reporta africanos en las cifras de “alojados” que aparecen en sus boletines estadísticos. No registra personas, sino “eventos”, las veces que han sido detenidos migrantes.
En 2010 se llegó a la cifra sin precedentes de 1,282 eventos de detención de africanos, con 723 de Eritrea, 311 de Somalia y 167 de Etiopía en los primeros lugares. En 2011 hubo 287 eventos de africanos detenidos, con una mayoría de 136 eritreos. En 2012 fueron 323, siendo mayoritarios los 176 de Somalia, 61 de Eritrea, 22 de Ghana, 20 de Nigeria y 11 de Etiopía.
En 2013 hubo 545 detenciones, 339 de Somalia, 69 de Eritrea y 65 de Ghana. En 2014 llegaron a 785, con 403 de Somalia, 169 de Ghana y 83 de Eritrea. En 2015 hubo un salto hasta alcanzar 2,078 detenciones, con 864 de Somalia, 631 de Ghana y 155 de Eritrea.
El primer semestre de 2016 superó a todo el año 2015 con 3,689 detenciones, 1,982 de República Democrática del Congo, 396 de Ghana, 237 de Senegal, 208 de Somalia, 196 de Mali y 140 de Eritrea. Este registro nos permite ver las proporciones en que aumenta el número de migrantes africanos y cómo y cuándo se van añadiendo nuevas nacionalidades.
Otra fuente es el Department of Homeland Security (DHS), con datos de un arribo a Estados Unidos ascendente de refugiados de Eritrea desde los 327 en 2005 hasta los 1,488 en 2014, pasando por un pico de 2,570 en 2010. Los de Somalia totalizaron 64,007 en ese período. Y los de la República Democrática del Congo, que apenas empiezan a ser detectados por la migra mexicana y sus homólogas centroamericanas, eran 1,535 en 2009, pasaron a 3,174 en 2010 y llegaron a 4,540 en 2014.
Estas cifras nos permiten establecer que el flujo de africanos ha sido muy superior al detectado -o declarado- por las policías migratorias del istmo centroamericano. Sus estadísticas han buscado minimizar ese tránsito, invisibilizar a los africanos, propósito que se tornó irrealizable cuando los africanos cambiaron sus rutas y, en lugar de entrar por barco a las costas atlánticas de Centroamérica, donde eran capturados, empezaron a cruzar masivamente por los patios de los rivenses. Las fuentes que hacen depender sus estadísticas de las cifras oficiales han contribuido a hacerlos invisibles.
En el perfil migratorio de Nicaragua que la OIM dio a conocer en 2012, se sostiene que en 1990-2003 “fueron albergados por las autoridades 5,624 extranjeros, la mayoría provenientes de América del Sur”. Y añade que en 2007-2011 “destacan” migrantes de África y Asia, que en 2011 sumaron 711.
El perfil realizado para Guatemala no nombra una sola vez a Somalia, Eritrea, Etiopía o Ghana ni da el nombre de ningún país africano o de sus gentilicios. Se menciona sólo tres veces la palabra “africana”, empleada sólo para adjetivar las plantaciones de palma. No existen equivalentes de esos perfiles migratorios para Honduras y El Salvador.
Hay excepciones. Un informe del Instituto Centroamericano de Estudios Sociales y Desarrollo (INCEDES) usó cifras oficiales de la policía guatemalteca, pero luego razona sobre las mismas: “Según las cifras de la Policía Nacional, estos casos han crecido con un promedio de 370 casos anuales. Para el período 1990-2005 la Policía contabilizó a 6,055 extranjeros, lo que indica un subregistro enorme sobre el flujo migratorio irregular. La Policía Nacional calcula que tan sólo se registran el 5% y 10% de los casos, por lo que en la realidad el número de migrantes irregulares para este período podría ser de 60,550 a 121,100 personas. Según estos datos, en este período se detuvo a migrantes provenientes principalmente de Perú, Ecuador, Colombia, India, República Dominicana, Costa Rica y China Continental”. La presencia de costarricenses llama a la perplejidad, más aún en contraste con la ausencia de africanos, cubanos y haitianos.
(Foto: Flickr United Nations Photo. Licencia Creative Commons)
Durante años los gobiernos centroamericanos pudieron silenciar la llegada de los africanos y otros solicitantes de refugio. En el caso de Nicaragua ayudó mucho su discreto ingreso a través de la costa atlántica en un país que vive de espaldas a esa región. Allí la Policía Nacional los capturaba y los remitía al centro de retención que estaba en un rincón de las oficinas de la Dirección de Migración y Extranjería en Managua.
A lo largo de varios meses, esgrimiendo la excusa de una concienzuda investigación policial, las autoridades no iniciaban ningún trámite. Cuando el ingreso de nuevos migrantes hacía insostenible el hacinamiento, cuando la cantidad de internos ponía en crisis el presupuesto del centro o cuando se aproximaban las vacaciones de los cancerberos, les hacían llenar unas peticiones de refugio y sometían sus casos a una comisión que en cuestión de horas y a cantaradas les concedía ese estatus. Razones pedestres, que no hacen política, pero de peso. Sabiendo que de inmediato reanudarían su marcha hacia el norte, no tardaban en borrarlos de los registros de refugiados.
Nicaragua contabilizaría varios miles de refugiados si no hubiera dado automáticamente de baja a todos los que durante años benefició con ese estatus. Es probable que ésa sea la práctica predominante en la región porque el informe anual del ACNUR en 2014 habla de apenas 280 refugiados en Nicaragua, de los cuales sólo 59 tienen casos pendientes de resolución. Guatemala aparece con 164 refugiados y 109 casos pendientes, Honduras con 26 y 15, El Salvador con 35 y ninguno por resolver.
Este panorama cambió cuando la crisis humanitaria -que la cadena Euronews supone un problema netamente europeo- salpicó la región. El flujo aumentó y las rutas se diversificaron.
Entonces el gobierno de la Nicaragua socialista, haciendo caso omiso del grito “Proletarios de todos los países, uníos”, puso un tapón en su frontera sur, alegando una política de “Muro de contención” definiéndola como “política de seguridad ante el crimen organizado, narco¬tráfico y trata de personas”, según ratificó Daniel Ortega el 12 de agosto de 2016, convirtiéndose ese modelo en un fenotipo extendido del empleado por el DHS de Estados Unidos. Cuando la Nicaragua anti-imperialista adoptó una política que la embajadora estadounidense en Managua declaró que era legítima, los refugiados se acumularon en Costa Rica. Y ahí cesó la invisibilidad por acumulación y porque Costa Rica sí ha dado reconocimiento a los refugiados.
Las únicas cifras sobre refugiados en la región con un nivel aceptable de verosimilitud, que dan lugar a alarmantes conjeturas sobre la fiabilidad de las de la Centroamérica del norte, son las de Costa Rica (12,924 refugiados, 7,820 en condiciones semejantes al refugio, 16,675 atendidos por el ACNUR, 1,774 casos por resolver) y las de Panamá (2,271 refugiados, un vergonzoso total de 15,000 en situaciones similares al refugio, apenas 298 asistidos por el ACNUR, 1,402 casos pendientes).
Los 15,000 en situaciones semejantes al refugio en Panamá son una descarada falsificación, pero la desvergüenza no alcanza el nivel de las cifras de Nicaragua, Guatemala, Honduras y El Salvador, que no registran personas en esas categorías y que presentan cifras tan exiguas sobre los solicitantes de asilo. Estos datos -los más frescos que ofrece el ACNUR- son de hace dos años, de 2014. Desde entonces, mucha agua ha corrido bajo el puente…
La mayor cifra de atendidos por el ACNUR en Costa Rica significa ante todo que, al ser reconocida la presencia de refugiados por el gobierno, el ACNUR contrae una obligación moral y una presión para atenderlos. El no reconocimiento de los gobiernos del norte centroamericano es el caldo de cultivo para que los organismos internacionales se laven las manos y las redes del tráfico de personas, que tanto dicen condenar, sigan operando a todo pulmón. También ha sido el caldo de cultivo de la invisibilización.
El de los refugiados es un asunto muy mal manejado, plagado de dimes y diretes entre los funcionarios gubernamentales de la región. Es un test que desnuda ante el público un flanco inoperante del Sistema de Integración Centroamericana. Los Estados del istmo comen en el mismo plato de las políticas anti-imigrantes. Pero esas políticas han entrado en colisión con la posibilidad de un frente único regional para tratar el tema del refugio. El muro de contención nicaragüense no resuelve el problema regional, sólo lo confina en su vecina Costa Rica.
Los migrantes se recetan solución por su propia mano, buscando a tientas los puntos ciegos por los que pasar a Nicaragua. Algunos ciudadanos nicaragüenses los apoyan, pagando el precio que les cobra una legislación migratoria xenófoba. La periodista de “El Nuevo Diario” Tania Narvaéz informa: “Rosa Mendieta es originaria de la comunidad de Amayito, en Diriamba, Carazo. Comenta que cuando ve pasar a los africanos y haitianos les brinda alimentos con más miedo que otra cosa por temor a caer presa… Tal es la historia de Ricardo López, habitante de la zona costera de Casares, quien fue apresado para ser interrogado por la guardia costera de esa localidad. Todo hace parecer que fue porque López llevó comida y ropa a los indocumentados, sin dar aviso a las autoridades”.
Para contrarrestar esta imagen, el sábado 6 de agosto, seis días antes de que Ortega ratificara la política de “muro de contención”, la cancillería de Nicaragua emitió un comunicado donde explicó su posición institucional: “Las autoridades de Cancillería, Policía, Migración y Aduanas estamos coordinando esfuerzos para garantizar ese movimiento migratorio ordenado y seguro, que nuestros pueblos necesitan como parte de su vida y relaciones propias entre pueblos hermanos. Ante las amenazas del crimen organizado y todos los peligros antes señalados, estamos trabajando para organizar este tránsito, protegiendo la integridad física y la vida de las familias y comunidades”.
¿Funcionará esta coordinación? Porque el Estado nicaragüense tiene un compromiso con una legislación extremadamente anti-inmigrante. La política de “muro de contención” es la consecuencia lógica que se desprende de sus normativas. La dispersa legislación sobre migraciones en Nicaragua fue condensada, reformada y actualizada en la ley general 761 de junio de 2011, que entró en vigencia el 1 de agosto de 2011.
Al derogar la ley 153 del 24 de febrero de 1993 -que durante 18 años reguló los aspectos más importantes referentes a los trámites migratorios y a las competencias de las autoridades de migración nicaragüense- y la ley sobre el tráfico ilegal de personas, la ley 761 se convirtió en el principal cuerpo legal migratorio, comprehensivo de todos los aspectos, salvo los que se refieren a la ley 655 de protección a refugiados y la protección consular.
Los aspectos más importantes que conciernen directamente a los derechos humanos son varios. El artículo 11 reconoce a los extranjeros los mismos derechos que la Constitución Política de Nicaragua concede a los nacionales. El artículo 40 reconoce la nacionalidad nicaragüense a los hijos de padres desconocidos que sean hallados dentro del territorio nacional. El artículo 45 aplica el ius soli y el ius sanguinis (la concesión de la nacionalidad nicaragüense por nacer en Nicaragua o por ser hijo o hija de padres nicaragüenses).
Los artículos 46 y 47 conceden la múltiple nacionalidad y la imposibilidad de perder la nacionalidad nicaragüense aun cuando se posea otra nacionalidad. El artículo 162 señala el derecho a que los extranjeros irregulares internados en el Centro de Albergue Nacional -que dejó de llamarse Centro de Retención para Migrantes Ilegales- y las representaciones diplomáticas o consulares de su país sean informadas. Pero ninguno de los artículos referentes al albergue fija un límite al internamiento, que se extenderá todo el “tiempo que dure la tramitación de su deportación, reembarque o resolución de su situación migratoria”. (artículo 163).
La ley 761 fue una ley de apresurada discusión en el plenario, luego de descansar durante más de cuatro años, “de su dueño tal vez olvidada”, en una gaveta de la comisión de población. Debido al interés de la Dirección General de Migración y Extranjería en cobrar las nuevas -y considerablemente más elevadas- multas, tarifas y aranceles, la ley fue aprobada en tiempo récord una vez que pasó al plenario.
El artículo más polémico es el 62, que establece que el nicaragüense que posea doble nacionalidad “para efectos de permanencia o salidas del país debe hacerlo como nicaragüense”. En la práctica, esto significa que todos los nicas-gringos o nicas-españoles, por poner sólo dos de los ejemplos más significativos, que visitan Nicaragua y que carecen de pasaporte nicaragüense, deben tramitarlo durante su breve estadía, que, además, suele coincidir con las fiestas navideñas y las vacaciones de la burocracia migratoria.
La nueva legislación incluye disposiciones hostiles a los indocumentados, muy semejantes a las que los políticos nacionales impugnan cuando las encuentran en la legislación estadounidense o costarricense.
Los artículos 151, 152, 153 y 154 prohíben la contratación de extranjeros en situación migratoria irregular, imponen multas a quienes infrinjan dicha prohibición y obligan a que los empleadores envíen un reporte semestral de los extranjeros que laboren en sus empresas, detallando nombres, apellidos, cargo, nacionalidad, vigencia del contrato y dirección domiciliar, entre otros. El artículo 122 establece una multa de 5 mil córdobas para los empleadores que contraten indocumentados y del doble de ese monto para los reincidentes.
(Foto: Flickr United Nations Photo. Licencia Creative Commons)
El artículo 156 prohíbe alojar a extranjeros en situación irregular a los dueños, administradores o encargados de hoteles, pensiones o negocios similares. Y el artículo 157 los obliga a llevar un libro de registro de personas extranjeras, debidamente foliado y sellado por la Dirección General de Migración y Extranjería, institución a cuya disposición deberá estar ese libro. El artículo 122 impone una multa de 2,000 córdobas a los extranjeros que ingresen o salgan del país por un puesto fronterizo no habilitado y una multa de 50 córdobas por cada día de permanencia irregular. El artículo 171 legitima como causal de deportación “el haber sido condenado por delitos graves o menos graves”.
Con estos artículos, el gobierno reproduce, al interior del país, los requerimientos que en Estados Unidos y Costa Rica han complicado la vida y multiplicado las deportaciones de sus ciudadanos.
Otro instrumento jurídico, en franca colisión con el anterior, es la ley de protección a refugiados de 2008, que concede derechos que, en la práctica, no se están ejerciendo. Por ejemplo, el artículo 10, inciso C, de la Ley de protección a refugiados establece el traslado de menores, enfermos, ancianos, personas con discapacidad o víctimas de algún tipo de violencia a un albergue especial donde puedan recibir la asistencia que necesitan. Para el caso de los potenciales refugiados, el artículo 18 de la Ley de protección a refugiados establece que “todo solicitante deberá ser informado de los derechos inherentes al debido proceso legal”, cosa que no suele ocurrir.
Muchos detenidos y posteriormente deportados califican en bloque para obtener la condición de refugiados, según las circunstancias que la Ley de protección a refugiados establece que deben concurrir para el reconocimiento oficial de dicho estatus: “A) Que debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, género, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país; B) Que careciendo de nacionalidad y por los motivos expuestos en el inciso anterior, se encuentre fuera del país donde antes tuviera su residencia habitual, y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera regresar a él; C) Que haya huido de su país o del país donde antes tuviera su residencia habitual, porque su vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público”.
Naturalmente, la calificación como refugiado no tiene ningún chance de materializarse si el gobierno no les permite ingresar al país y presentar la solicitud.
Cuando logran entrar, el sistema de rastreo, detención y procesamiento de la Dirección General de Migración y Extranjería viola sistemáticamente la ley de refugio, según la cual “en el caso de que un solicitante de la condición de refugiado sea detenido por encontrarse indocumentado y/o haber ingresado al territorio nacional de forma irregular, la autoridad competente no podrá retenerlo por más de siete días, tiempo en el cual podrá realizar las investigaciones pertinentes”.
Las investigaciones y el proceso toman casi indefectiblemente más de un mes para los africanos que solicitan refugio. Las penalizaciones pecuniarias son una violación al artículo 10 de la Ley de protección a refugiados: “No se impondrán sanciones penales o administrativas, por causa de la entrada o presencia irregular, a los refugiados o solicitantes de la condición de refugiado que hayan entrado o se encuentren en el territorio nacional sin autorización, a condición de que se presenten ante la autoridad competente a más tardar en el término de un año, alegando causa razonable de su entrada o presencia irregular”.
El rechazo de los migrantes -de ciertos migrantes- no es un asunto nuevo ni exclusivo de Nicaragua. La legislación anti-inmigrante está diseminada por toda la región y hunde sus raíces en un inveterado racismo. Los consorcios coloniales fueron muy activos en el tráfico de personas, con la venia de las coronas española y británica. Trajeron miles de esclavos africanos a Centroamérica.
A El Salvador, el país donde la presencia africana ha sido más invisibilizada, llegaron africanos víctimas de una migración forzosa desde 1565 para trabajar en las plantaciones de añil y caña de azúcar. A finales del siglo 19 llegaron a contabilizarse allí 3,300 personas de raza negra. Convertidos por la xenofobia racista en una mancha nacional y objeto de un proceso de ladinización, en el censo de 1930 apenas llegaban a 90. Aunque fue una reducción más ideológica que física, recibió un espaldarazo de la legislación migratoria que rigió en 1933-1959, mediante la cual quedó terminantemente prohibida no sólo la residencia, sino incluso el ingreso -así fuera sólo para el tránsito- de chinos, mongoles, negros, malayos, gitanos (húngaros) y de árabes, libaneses, sirios, palestinos, entre otros llamados “turcos”, ex-súbditos del imperio otomano.
La ley usó tres criterios para vedar el ingreso: sanitarios (rechazo de enfermos, lisiados, tarados, ancianos), policiales (rechazo de traficantes de drogas, convictos, proxenetas, tahúres, vagos, comunistas) y raciales, que es la categoría donde se ubica el rechazo a todas esas nacionalidades.
La ley de migración salvadoreña y su reglamento de 1959, vigente hasta la fecha, recoge el mismo espíritu que su predecesora con un artículo número 10 que reza así: “En ningún caso se permitirá el ingreso al territorio nacional, en calidad de residentes temporales o definitivos, a las personas siguientes: a) las que padezcan enfermedades contagiosas; b) las que profesen ideas anárquicas o contrarias a la democracia; c) quienes en alguna forma puedan poner en peligro la tranquilidad o la seguridad del Estado; y d) aquellas cuya presencia en el territorio nacional constituya un peligro al interés público, a juicio prudencial del Ministerio de Seguridad Pública y Justicia”. El inciso “b” fue derogado en 2005 por considerarse un atropello a la libertad ideológica. Los otros continúan vigentes.
No deja de producir perplejidad que El Salvador, un país con casi 2 millones de ciudadanos en Estados Unidos y cuya economía se sostiene a punta de remesas siga apegado a una legislación vigesimonónica implantada hace más de medio siglo. Para corregir este agujero negro la legislación se convierte en un embudo invertido -entrada angosta y salida ancha- mediante el decreto 655, “Ley especial para la protección y desarrollo de la persona migrante salvadoreña y su familia”, aprobada en 2011 por la Asamblea Legislativa. Para los salvadoreños que emigran o retornan, la ley de 2011. Y para los extranjeros, la ley de migración de 1959 y la de extranjería de 1986, ambas con algunas reformas a modo de parches correctivos.
En Honduras, una nueva ley migratoria entró en vigencia en 2004. Castiga con multas de hasta cinco salarios mínimos a las empresas de transporte que trasladen personas sin documentación migratoria y de hasta tres salarios mínimos a los indocumentados y a quienes les den empleo. El mismo espíritu aletea sobre la legislación migratoria guatemalteca. Durante el gobierno de Álvaro Arzú y mediante el decreto 95-98, el Congreso guatemalteco estableció 10 categorías de visa y diversas penalizaciones a la inmigración irregular, incluyendo multas de hasta 700 quetzales por ingresos no autorizados y de 50 quetzales por persona a quienes hospeden a migrantes irregulares.
(Foto: Flickr United Nations Photo. Licencia Creative Commons)
Presentando el rostro maquillado de lo políticamente correcto, los combates a la migración no autorizada también son promovidos, financiados y ejecutados por instancias supranacionales que buscan compensar las deficiencias del rechazo ejecutado por los Estados-nación.
Hay diversos programas en los que la seráfica intención de prevenir los delitos vinculados a la migración irregular se transforma en un reforzamiento del tratamiento policial y del enfoque de los flujos migratorios como un asunto de seguridad nacional.
Con financiamiento de la Unión Europea, varios organismos ejecutan el “Programa de prevención de la migración irregular en Mesoamérica”. Sus beneficiarios son México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá y República Dominicana. Sus objetivos: “promover y apoyar estrategias para la prevención de los delitos vinculados a la migración irregular” y “crear y fortalecer las capacidades humanas e institucionales para el enfrentamiento a los delitos vinculados a la migración”.
El segundo objetivo lo quieren alcanzar mediante la “capacitación a autoridades nacionales en el control de fronteras, identificación de documentos falsos, identificación de redes de traficantes y la necesidad de incluir salvaguardas de protección internacional en el caso de los refugiados”. El enfoque de seguridad nacional llegó para quedarse porque tiene quien lo pague y los buenos de la película están de su lado.
Los autores del Perfil migratorio de Nicaragua 2012 sostienen, con notorio desconocimiento de su objeto de estudio, que “esta migración (la de los africanos) se debe fundamentalmente a razones económicas”. Esta afirmación está en consonancia con los intereses de los organismos multilaterales de no asumir la responsabilidad que ameritan los detonantes de esta migración y las condiciones en que ocurre.
El ACNUR, la OIM y la OEA quieren poner coto a los delitos vinculados a la migración, pero es llamativo que sus campañas y sus declaraciones en la región no incluyan declaraciones públicas y campañas educativas -sobre todo entre los funcionarios de migración, que tanto las necesitan- para explicar los orígenes de esta migración. El tránsito de los africanos por la región aparece así entre una maraña de suposiciones y prejuicios. Se convierte en un evento cuya despolitización y descontextualización sirven de caldo de cultivo a su presentación como una ola amenazante, irracional, inexplicable y acaso portadora de los virus, taras extrañas y violencia que caracterizan las apariciones de África en la sección de noticias internacionales.
Expresiones como “tsunami humano” y “mar de personas”, que políticos y medios suelen emplear para referirse a esta migración, están en consonancia con la política nicaragüense que oficialmente se llama “muro de contención”. Igual podrían hablar de deslizamientos humanos y política de gaviones, de ríos de gente y programa diques…
Los africanos pasan por Centroamérica porque las maldiciones coloniales y neocoloniales siguen creando condiciones expulsoras. Todos los países de origen de esos migrantes han sido objetos de interés de la geopolítica de las grandes potencias, atizada por el emprendedurismo de inversionistas innovadores y la geofagia del gran capital.
Somalia y Etiopía fueron piezas en el ajedrez mundial de la guerra fría desde que en 1977 -en virtud de un golpe de Estado- el presidente de Somalia Mohamed Siad Barre decidió disputarle a Etiopía el desierto de Ogadén. Aunque al arrancar su mandato, Siad Barre había optado por el socialismo, Somalia se convirtió en un peón de Estados Unidos desde que el Kremlin, que inicialmente había apoyado a ambos bandos, se decantó por la junta revolucionaria etíope y llegaron allí armas soviéticas y soldados cubanos. A final de los años 80, Somalia llegó a ser el mayor receptor de ayuda extranjera estadounidense. La ayuda, en gran medida militar, creó condiciones tecnológicas para el surgir de luchas entre clanes, que han desestabilizado al país hasta la fecha. Su producto más acabado fue Al-Shabaab (La Juventud), una guerrilla islamista aliada de Al-Qaeda.
En 2007 Somalia fue coronada por Transparencia Internacional como el país más corrupto del planeta, lugar que ha conservado imbatible durante diez años y que sólo desde 2014 comparte con Corea del Norte. La corrupción se sumó a la sequía para producir la mayor hambruna que este país ha padecido desde su independencia. Ya en 2012 el periodista Jon Lee Anderson había escrito que “el número de personas que en Somalia dependen de la ayuda alimentaria internacional se ha triplicado desde 2007, pasando a una cifra estimada de 3 millones 600 mil personas”. Los señores de la guerra boicotean el ingreso de alimentos porque han declarado la guerra a Occidente y eso incluye a la ONU. Los alimentos llegan por avión y barco, y son distribuidos por trabajadores locales de ayuda humanitaria que los militantes del Shabaab asesinan sistemáticamente.
Sin menguar su condición de hervidero de corrupciones e inquinas entre clanes, ahora Somalia es el país de las jugosas oportunidades para inversionistas temerarios. La relativa confianza que inspira a las potencias occidentales el régimen de Hassan Sheikh Mohamud, con flamantes credenciales como ex-consultor y funcionario de la ONU, ha allanado el camino a los acaparadores de tierra. Somalia se encuentra entre los nueve países del África sub¬sahariana en cuyas tierras los inversionistas tienen clavados sus embelesados ojos. Los saudíes invitan a los ministros y jefes de Estado de Somalia a los foros donde discuten sus futuras inversiones. De momento Somalia sigue siendo más importante en la geopolítica de la lucha contra los integristas islámicos. Etiopía, su vecino e inveterado rival, le ha tomado la delantera en la gran subasta mundial de tierras.
(Foto: Flickr United Nations Photo. Licencia Creative Commons)
Después de décadas de oscurantismo y sometimiento a Su Magnánima Majestad Haile Selassie y tras un régimen comunista que casi extermina los bosques, Etiopía es hoy la meca de los nuevos inversionistas en agrocombustibles y alimentos. Hasta 2011 habían sido asignadas 1 millón de hectáreas y 3 millones más estaban en proceso de negociación, una superficie igual a la de Bélgica, explica el periodista Stefano Liberti.
Sólo la empresa alemana German Consor¬tium tiene 13 mil hectáreas en Etiopía para cultivar jatropha. The National Biodisel Corporation (alemana, israelí, estadounidense, tres eternos amienemigos) tiene 190 mil hectáreas. Los mayores acaparadores en ese país son la India Varun International con 600 mil hectáreas, Saudi Star Agricultural Development Plc. con 500 mil y la también India Karuturi Global Ltd. con 300 mil. Otros inversores en ese país en producción de agrocombustibles son empresas con sedes en Gran Bretaña (80 mil hectáreas), Malasia (31 mil), Dinamarca y los Emiratos Árabes Unidos.
Los saudíes, que no tienen problemas de combustible pero sí de alimentos, han hecho de Etiopía su huerto nacional. Por mandato expreso de su monarquía, sus empresas salieron a la cacería de tierras, donde cultivan arroz, trigo, maíz, palma, café, rosas, pimientos, remolacha y otros vegetales.
Es obvio que, como apuntan sus defensores, estas inversiones generan empleo. Pero descuartizan frágiles sistemas alimentarios. No hacen más que trasladar el problema alimentario desde quienes pueden pagar por su seguridad hacia quienes tienen mano de obra y tierras adecuadas pero no el capital.
El periodista Stefano Liberti lo sintetiza así: “Esos carnosos tomates, esos pimientos rojos, verdes y amarillos, esas berenjenas lisas como la piel de un niño no están destinados a los etíopes, sino a los más ricos consumidores de los países árabes del Golfo”. El gerente de la Jittu International remacha este punto: “Lo que producimos aquí es para la exportación. En veinticuatro horas podemos hacer llegar nuestros productos desde el campo al consumidor, en cualquier restaurante de Dubái”.
Todo es extranjero en ese enclave: el capital árabe, las semillas y el director-agrónomo que vinieron de Holanda, la estructura de los invernaderos diseñada por ingenieros españoles, los fertilizantes europeos y el sistema de riego computarizado que requiere hardware y software de diversos países industrializados.
No es posible establecer una correlación unívoca entre la migración y el acaparamiento de tierras. Pero es un hecho que los etíopes empezaron a transitar a través de Nicaragua en números notorios en 2007, año en que el Ministerio de Minas y Energía introdujo la producción de agrocombustible como una estrategia de desarrollo. La producción en sí está en sus comienzos.
En los primeros cuatro años se llevó a cabo la distribución de tierras y la siembra. La excepción era la fábrica de azúcar Fincha, que desde 1999 generaba 8 millones de litros de etanol de melaza. Desde entonces las plantaciones se han diversificado para producir combustible a partir de jatropha, aceite de palma y de ricino. Etiopía es un país que puede subastar 23 millones 305 mil 890 hectáreas aptas para cultivos de agrocarburantes.
Hasta 2011 habían sido asignadas entre 1 millón y medio y 2 millones. Tres millones adicionales serían alquiladas en los siguientes cinco años a un costo anual de entre 6.89 y 80 dólares. Las más atractivas son las 700 mil hectáreas que pueden ser irrigadas con aguas del río Awash. La carrera por hacerse con esas tierras ya empezó. Al gobierno le tiene sin cuidado que sus ciudadanos se estén manifestando contra una geofagia que pone en peligro su seguridad alimentaria.
En el extremo oeste de África, Ghana es uno de los destinos más prometedores de la producción de agrocombustibles. Son 10 regiones las que se dedican en ese país a la nueva panacea pa’salir de pobre. Ghana alquila 55 mil hectáreas a un consorcio de empresarios que incluye a brasileños, noruegos, holandeses, suecos, alemanes, chinos y británicos, todos hermanados por el cultivo de jatropha para producir biocarburantes. En ese país el José García-Carrión Group, de capital español, tiene 10 mil hectáreas para la producción de piña. Sólo la BioFuel? Africa Ltd. alquila 23,762 hectáreas en el norte de Ghana. Allí la jatropha compite con los alimentos.
La República Democrática del Congo, otro país emisor de los migrantes que atraviesan Centroamérica, concedió 8 millones y 2 millones 80 mil hectáreas a una empresa sudafricana y a una china (Zhongxing Telecommunications), en el primer caso para alimentos y en el segundo para agrocarburantes a partir de palma africana. La inversión China ha sido puesta en duda por algunas fuentes, pero otras la confirman y sostienen que el Estado congolés contribuyó con más de 10 millones de hectáreas a las 51-63 millones de hectáreas que en África se han negociado mediante 177 acuerdos. Oxfam Novib y la International Land Coalition han identificado más de 1,200 acuerdos (de intención y de inversión) entre 2000 y 2010, con un total de 80 millones de hectáreas arrendadas. Lo que sucede en el Congo es un caso extremo porque el área negociada representa casi la mitad del área apta para la agricultura.
En Senegal ya fueron negociadas 510 mil hectáreas, que representan el 6% del área de uso agropecuario. Esas tierras están concentradas en las áreas con mejor irrigación. Es el comienzo. Hace diez años un pastor luterano senegalés me dijo: “Mire Nigeria y Angola. Están en guerra perpetua. ¿Sabe por qué? Porque tienen petróleo y diamantes. Nosotros en Senegal no tenemos nada, por eso Occidente nos ignora y por eso tenemos paz”. Estas palabras fueron pronunciadas un año o dos antes de que los inversionistas descubrieran que, aunque pequeño, Senegal es un país mitad bosque y mitad agrícola. Y con otro factor imprescindible: un gobierno dispuesto a alquilar su país. La paz llegó a su fin. Ahora Senegal ha sido escenario de candentes revueltas en defensa de la seguridad alimentaria que el acaparamiento de tierras ha puesto en peligro.
(Foto: Flickr United Nations Photo. Licencia Creative Commons)
El acaparamiento de tierras se ha cebado sobre los países de donde provienen los migrantes africanos que transitan por Centroamérica. Y aunque, como en muchos fenómenos sociales, no sea posible establecer límpidas correlaciones unívocas, es imposible no atender al hecho de que ese acaparamiento está operando como una fuerza ciega expulsora, con la misma eficacia de los cercamientos -legitimados por las enclosures acts- en la Inglaterra de los siglos 18 y 19, pero como una fuerza sistémica, donde los villanos son invisibles, pues sólo nos es dado ver el último eslabón -las compañías que alquilan, siembran y producen- y no los primeros -los pensionistas, por ejemplo- ni los intermedios -los especuladores financieros-. Sin embargo, numerosos estudios han dado cuenta de los vasos comunicantes entre acaparamiento de tierras y seguridad alimentaria. Falta otro elemento para el trípode: la migración.
Los países donde la tierra cultivada no está al servicio de sus habitantes son aquellos de los que provienen los migrantes africanos que pasan por la región. Los “eventos” de ciudadanos de la República Democrática del Congo detenidos en México que apenas fueron uno en 2014 y ocho en 2015, saltaron a 1,982 en el primer semestre de 2016. La presencia de ciertas nacionalidades entre los detenidos por las migras del mundo se expande al ritmo y en la dirección de las inversiones en agrocombustibles. No es mera coincidencia que en ese país casi la mitad de las tierras cultivadas estén destinadas a esa industria o a la producción de alimentos para la exportación, aunque por supuesto, no es despreciable el control que Ruanda ejerce sobre los recursos mineros. Pero la novedad es el acaparamiento de tierras.
¿Cómo y cuándo empezó este acaparamiento? La producción de alimentos básicos no solía quitar el sueño a los países con un derroche de liquidez. Las condiciones cambiaron con la crisis alimentaria de 2007-2008. Si la crisis alarmó a los países centroamericanos, despertó una especie de terror atávico al hambre en los países árabes del Golfo, con dependencia extrema de alimentos importados.
Se percataron de que sus trillonarias reservas financieras serían menos que papel mojado en caso de una escasez mundial de alimentos. Tomaron como una muestra homeopática del futuro el bloqueo de las exportaciones por el que optaron algunos países productores de arroz y otros cultivos de consumo consuetudinario. Gigantes de la producción de alimentos, como India, Argentina, Ucrania y Vietnam, adoptaron medidas proteccionistas.
Con ese ominoso porvenir, ¿cómo podría Arabia Saudí alimentar a sus 26 millones de habitantes y menos aún a los 39 millones que tendrá en 2035? Cumbres y conciliábulos de ministros y jefes de Estado en Riad, Dubái y Abu Dhabi dieron por resultado la decisión de garantizar la seguridad alimentaria haciendo de algunos países africanos su huerto y su granero. Lo que no podían cultivar en el desierto, lo podían producir en África. Los inversionistas se interesaron en países que no habían reclamado su atención hasta que la crisis alimentaria de 2007-2008 disparó los precios de los productos de consumo diario y masivo, como el maíz, el trigo y el arroz. “El 60% de la tierra no cultivada del mundo está en África. África está destinada a crecer. Y nosotros tenemos que participar en ese crecimiento”, dijo Susan Payne, directora y fundadora de Emergent Asset Management, una empresa que ya arrienda y cultiva tierras en cinco países del África meridional.
Esta situación disparó la especulación con los alimentos. En un mundo donde jugar a la ruleta en las bolsas de valores ha sido el arte de birlibirloque para que el dinero eructe dinero y apile trillones sobre millones, no parecía necesario tener un polo a tierra. Los granos básicos, en muchas zonas del mundo, han sido un cultivo plebeyo, en manos de pequeños productores. La intervención de los grandes con su capital y sus gigantescos graneros, fue un disparo de salida para los cazadores de fortunas con escopeta de especulaciones. ¿Quién hubiera vaticinado hace unos años que la fiebre del oro del siglo 21 sería una carrera en pos del maíz, el arroz, el trigo, la caña de azúcar y los vegetales?
Invertir en stocks de alimentos y agrocombustibles se ha convertido en una de las actividades que más reditúan. Los petrodólares que fluyen hacia plantaciones en África son la mejor carta de recomendación. El hambre vende: el hecho de que China pueda convertirse en un futuro no tan lejano en un mercado de alta demanda (tiene el 20% de la población mundial y sólo el 7% de la tierra cultivable) le augura a este mercado y a su casino un dinámico porvenir.
Algunos consorcios de la producción de alimentos y agrocombustibles -sobre todo los del norte de Europa- dicen obrar con las mejores intenciones y pregonan las bondades de los agrocombustibles y la generación de empleo de sus inversiones. Pero la demanda de mano de obra no es muy alta y los salarios son bajos. Y es que no sólo la tierra está en rebaja. También la mano de obra. El capital corre en busca de más tierras y de mano de obra por menos.
En Ghana los trabajadores calificados de las plantaciones (mecánicos, supervisores, maquinistas) ganan entre 138 y 690 dólares al mes. Los obreros agrícolas ganan menos de 60 dólares mensuales. La Ethiopian Investment Agency,entidad gubernamental comisionada para promover las inversiones extranjeras, promociona así a su país: “Los costos de la mano de obra en Etiopía son más bajos que la media africana”. Por eso la Jittu International que allí, según sugiere, posee la finca más avanzada de toda África, paga diaramente 70 centavos de euro a los obreros etíopes. Estos salarios les son entregados en el papel celofán del discurso gerencial que encomia la quimera emprendedurista y justifica este expolio como el precio natural de la “transferencia tecnológica”. No hay tal transferencia ni gran generación de empleo. Lo que hay son desplazamientos, inseguridad alimentaria y disputas por las fuentes de agua.
La República Democrática del Congo, Etiopía, Ghana, Nige¬ria, Mali, Liberia, Madagascar, Senegal, Sudán, Tanzania y Zambia, por mencionar sólo los casos más extremos, son naciones cuyos territorios se alquilan por unos centavos a países y a hombres de negocios que ahora extienden sus dominios y adquieren áreas con las condiciones de clima o de suelos de las que carecen sus territorios “de partida”. El colonialismo tiene ahora la forma de una relación contractual entre dos pandillas de burócratas embutidos en sacos: los que efectivamente representan a los inversores y los que dicen representar a los ciudadanos del país en alquiler. Los ministros asisten a los foros a ofrecer sus tierras a menor precio. El periodista Stefano Liberti asistió a un encuentro entre mandatarios y potenciales inversionistas donde los presidentes competían entre sí como en un mercadito de verduras: hectáreas a seis euros, hectáreas a 70 centavos de euro, tierras gratuitas… ¿quién ofrece menos?
Etiopía se vende por entre 6 y 25 euros por hectárea, según la calidad del suelo y la localización. Como este precio le pareció astronómico a la empresa india Karuturi, negoció otro acuerdo con el gobierno etíope por las 400 mil hectáreas que cultiva: cero costo durante los primeros 6 años y 60 centavos de euro en los siguientes 84 años.
Los informes de Transparencia Internacional y el índice de Doing Business in a More Transparent World del Banco Mundial, que clasifica a los países por su nivel de transparencia y seguridad en las transacciones empresariales en firmas domésticas, nos posibilitan ver la coincidencia que existe entre países más corruptos y países que más están atrayendo la inversión extranjera. Los países más desaconsejados por el Banco Mundial para las firmas locales son los que más están captando inversores extranjeros en comestibles y combustibles amigables con el medio ambiente.
Se diría que los empresarios quieren jugar a “negocios extremos” si no supiéramos que, antes que la transparencia y una legislación justa y aplicada con rigor, los negocios prosperan cuando tienen las conexiones adecuadas. La intrépida inversionista Susan Payne sabe que sus inversiones son de alto riesgo y también sabe con quiénes hacer arreglos...
Los arrendamientos de tierras y la oferta de mano de obra con una legislación laboral flexible son una herramienta política. Son el nada críptico mensaje de los Presidentes de Repúblicas que salen a subasta ante la comunidad internacional para hacerles saber que ellos son imprescindibles. Según un veterano político etíope, si los jefes de Estado alquilan sus tierras, la comunidad internacional no tendrá nada que objetar a la falta de libertad de expresión, a la represión política y a los fraudes electorales. Incluso, la islamofobia hace mutis por el foro.
También Centroamérica ha estado en subasta. Tras la firma en Guatemala de los Acuerdos de Paz en 1996, el Banco Mundial le aconsejó a un obediente Presidente Álvaro Arzú la modernización del sector minero. Modernizar significa que ahora las empresas mineras son 100% propiedad de extranjeros, además de un bajón del impuesto sobre la renta de 58% a 31% e ingentes cantidades de agua gratuita para las empresas, en un país donde los ciudadanos comunes tienen que pagar hasta 140 dólares mensuales por el agua.
Honduras es el caso más emblemático de acaparamiento de tierras con la contrarreforma agraria que protagonizaron principalmente Miguel Facussé, René Morales Carazo y Reinaldo Canales cuando en 1990-1994 compraron para la plantación de palma africana 20,930, cerca de tres cuartos, de las 28,365 hectáreas que la reforma agraria de los años 60-70 adjudicó a familias campesinas.
La minería es la nueva industria que engulle tierras y agua. Las extensiones concedidas por el gobierno no son de momento tan descomunales como las de los países africanos, pero no causan menos destrozos en las aldeas afectadas. La empresa canadiense Aura Minerals, que opera en Honduras a través de Minerales de Occidente S.A., está tragándose la comunidad de Azacualpa, Copán, ocupando sus tierras y contaminando su medio ambiente. Las 800 concesiones mineras metálicas y no metálicas que ha concedido el gobierno hondureño desde los años 80 son el gran enclave tragatierras que ha transformado una república bananera en una república minera, sustituyendo el rubro productivo, pero con idénticos métodos y prebendas.
(Foto: Flickr United Nations Photo. Licencia Creative Commons)
Nicaragua también es candidata al acaparamiento de tierras. Un primer paso fueron las concesiones mineras concedidas durante el gobierno de la UNO en 1990-1997. El mayor paso es el más reciente: es imposible no ubicar entre esta bola de ofrecidos la abyecta concesión canalera de Nicaragua de 2013, que no traerá un canal, pero sí amenaza con ser un poderoso artefacto jurídico para redistribuir tierras. También hay casos de acaparamiento de agua: el de los arroceros que han dejado sin agua a los pobladores de Tisma y Malacatoya y han convertido esas zonas en una superficie lunar y en un nido de expulsiones.
El visionario Judson Hill, director ejecutivo de NGP-Global Adaptation Partners, señaló el nuevo El Dorado a los futuros inversionistas en una conferencia que en Ginebra organizó la agencia estadounidense Soyatech: “El agua es la próxima frontera. El agua será cada vez más escasa. El desarrollo de la agricultura tendrá cada vez más necesidades: hay que apuntar hacia ese sector”.
Hill es consciente de las dificultades, pues reconoce que esa mercancía “tiene un valor emotivo muy fuerte para la comunidad”. Pero el gran obstáculo a su juicio, el hecho de que el agua sea un bien público, está siendo removido por la tendencia hacia la privatización: “Quien logre asumir el control de las reservas hídricas, interceptando las tendencias de los Estados a delegar en manos privadas los servicios de la distribución, hará simplemente una montaña de dinero”.
Estas dinámicas son a la vez económicas, políticas y demográficas, si las simplificamos al mínimo. Son tejidos de fenómenos que conectan lugares y protagonistas que actúan en sitios distantes del planeta: inversores noruegos en agrocombustibles y saudíes en alimentos, la bolsa de Chicago donde se negocian las acciones ligadas a las inversiones en alimentos, pensionistas de Minnesota y Ottawa cuyos fondos de pensión fueron colocados en esa bolsa, agrónomos holandeses que dirigen las plantaciones e ingenieros españoles que diseñan el riego, propietarios de vehículos en Brasil que optan por el etanol en lugar de la gasolina, los gobiernos de Bush y Obama que incentivaron la producción de maíz para los agrocombustibles y los agricultores de Iowa que reciben los subsidios, consumidores de tomates y zanahorias etíopes en los Emiratos Árabes, obreros agrícolas en Ghana y Tanzania, activistas por la seguridad alimentaria en Senegal, campesinos congoleses que compiten por los recursos hídricos con las grandes plantaciones, entre muchos otros eslabones de esta cadena sin fin que enlaza acontecimientos y personas a primera vista inconexos, como en la película “Babel” de Alejandro González Iñárritu.
La complejidad que implican estos procesos y la maraña de sus protagonistas hace más difícil el rastreo de las causas de las expulsiones. Las responsabilidades son muy elusivas. Penden de hilos morales y políticos traslúcidos y demasiado largos para dar con el otro extremo. La conexión entre las políticas agrícolas y las expulsiones que desencadenan no es visible a primera vista porque siempre está envuelta en una nebulosa de promesas: empleo, transferencia tecnológica y compromiso con el medio ambiente.
Puede sonar rebuscado establecer la cadena causal que va desde unos jubilados en Estados Unidos y unos refugiados en Etiopía. Sin embargo, son nexos que existen y pueden ser establecidos. En el caso de los jubilados, la variable clave es la especulación con los fondos de pensiones¬ que, ante la crisis alimentaria de 2007 y el descalabro de otras inversiones, la vivienda, por ejemplo, hizo de las inversiones en comestibles la nueva fiebre del oro del siglo 21.¬
La socióloga holandesa Saskia Sassen sostiene que la lógica del mundo globalizado ha alcanzado unos niveles de complejidad sin precedentes, que distinguen los nuevos patrones de acumulación de sus antecesores. Los acuerdos legales y los inmensos abanicos de posibilidades que ofrecen los instrumentos financieros devienen en conexiones antes inimaginables. Un ejemplo es la política ambiental interestatal más “innovadora”: el comercio de carbono. Los países industrializados expanden su derecho a polucionar el planeta mediante el pago a otros países por el secuestro de carbono, entre otras formas, financiando sistemas de producción silvopastoriles.
En otro ámbito -el de los tapetes verdes de las finanzas-, esa complejidad de hiperlucro sin reposo se manifiesta en la expansión del rango de lo financializable: la posibilidad de embargar los medios de vida, la posibilidad de especular con grandes stocks de alimentos. Estos intercambios y esta capacidad de las finanzas de permear nuevos territorios son elementos nuevos de esta nueva complejidad.
En los dos casos -carbono y finanzas- también podríamos hablar, contra lo que Sassen sostiene, de una sobresimplificación, de una reducción de los procesos sociales y ambientales a lo cuantificable. De hecho, la investigadora brasileña Camila Moreno acaba de publicar un libro “Carbon Metrics and the New Colonial Equations”, donde critica el énfasis de la política ambiental internacional en las “mediciones de carbono”, donde la investigadora percibe una muestra más de la obsesión occidental por la medición y la contabilidad, las abstracciones poderosas e ilusorias (PIB, calorías, kilómetros, kilogramos y ahora toneladas de CO2), que parecen objetivas y confiables.
La conexión de esas complejidades, basadas en simplificaciones, con los desplazamientos de población obedece a dinámicas sistémicas. Por eso Sassen habla de expulsiones. Así pone en evidencia la articulación entre fenómenos que aparecen como inconexos y cuya vinculación sólo es percibida en un nivel más subterráneo, cuando trascendemos las categorías que nos son familiares y con las cuales hemos segmentado el mundo: economía capitalista, China comunista, África subsahariana, medio ambiente, finanzas…
El resultado consiste en que la característica prevalente de esta fase del capitalismo son las expulsiones: desalojos en Alemania, España, Hungría, Inglaterra y Estados Unidos de quienes no pueden pagar las hipotecas de sus viviendas, desplazamientos de campesinos en África y América Latina por los acaparamientos de tierras y la competencia y/o escasez de recursos hídricos, movilidad hacia nuevos territorios por contaminación del agua, abruptos cambios en los patrones de asentamiento humano por los desastres naturales asociados al cambio climático…
Los africanos que intentan atravesar Centroamérica son una más de las poblaciones afectadas por estas expulsiones que caracterizan la actual fase del capitalismo. El hecho de que algunos hayan sido expulsados del mejor de los mundos posibles -un mundo que busca combustibles menos contaminantes, unas empresas que ponen a producir tierras antes improductivas, unos inversores que buscan el mayor rendimiento para los fondos de pensiones- es sólo una muestra de que el infierno continua siendo empedrado con las mejores intenciones.
Por lo que a ellos toca, ya que la conciencia de sus expulsores está impoluta, van en busca de la meca de las bondades y de los criaderos de conciencias auto¬satis¬fechas. Por lo que a los centroamericanos nos corresponde, debemos saber que estos aspirantes al refugio no salieron de sus países sólo por el imán del sueño americano.
Las expulsiones, que también afectan a los países de nuestra región, nos hermanan con ellos y nos demandan solidaridad con aquellos a los que Aimé Césaire en “Cuaderno de un retorno al país natal” describió como “los que no han inventado ni la pólvora ni la brújula / los que nunca han sabido domar ni el vapor ni la electricidad/los que no han explorado ni los mares ni el cielo / pero conocen todos los rincones del país del dolor / los que de los viajes sólo saben los desarraigos”.
Quedan muchas interrogantes por responder: ¿Por qué llegan a Centroamérica sólo africanos de esas nacionalidades, cuando hay otros países en África que también están siendo afectados por el acaparamiento de tierras? ¿Qué peso tienen las decisiones de los expulsados? ¿Acaso la expulsión les niega toda elección? ¿Quién ganará la partida: las políticas anti-inmigrantes o la hospitalidad de los pobladores para quienes cristianismo y solidaridad no son palabras vacías ni artilugios demagógicos?
Y la pregunta que nos implica de forma más directa e ineludible: ¿Se multiplicarán aún más las migraciones de centroamericanos cuando la onda expansiva del acaparamiento de tierras extienda sus afectaciones en Centro-américa?
FECHAR
Comunique à redação erros de português, de informação ou técnicos encontrados nesta página:
Miles de migrantes africanos en nuestras fronteras - Instituto Humanitas Unisinos - IHU