12 Outubro 2019
João Bosco Penido Burnier. Brasil, †1976
Misionero jesuita, diez años dedicado a los bakairis y xavantes, mártir en el Mato Grosso, Brasil. Es asesinado por la policía, a los pies de Pedro Casaldáliga, cuando ambos protestaban por la tortura de dos mujeres, en Riberão Bonito, Mato Grosso, Brasil.
Encuentro indigenista
Como coordinador del Regional del CIMI, en el nordeste del Mato Grosso, el P. João Bosco vino a la Prelatura de São Félix, para acompañarnos en el Encuentro Indigenista anual de la Prelatura. Fue durante los días 4, 5 y 6 de octubre. En Santa Terezinha, MT. En aquella Santa Terezinha de los posseiros, de la Codeara y del P. Francisco Jentel...
Ya en su venida el Padre realizaba así un viejo sueño de infancia: ver el Araguaia, el gran Araguaia de las leyendas y narraciones, decía él. De São Félix a Santa Terezinha viajó en «voadeira», por el Beroká de los Karajá, durante unas seis horas. Bajo una lluvia imponente en el último trecho, en un verdadero bautismo de Araguaia.
El Encuentro fue en la vieja casa, en la vieja iglesia del «morro», herencia de los misioneros dominicos de la Prelatura de Conceição. Participamos, además de los miembros del Equipo Pastoral de la Prelatura directamente dedicados al servicio del Indio, otros miembros del mismo Equipo, y cuatro indios Tapirapé. (Y sus esposas y niños también nos acompañaron en la libre participación que es de derecho).
El Encuentro ventiló los temas de la Tierra, Escuela, Choque Cultural, Población Circundante, Turismo (sobre todo, el Hotel Flotante), atención a los Karajá, Comunicación entre los Tapirapé y los Karajá vecinos, Bautismo y vida cristiana...
En un clima de total simplicidad y realismo.
El P. João Bosco participó a sus anchas, expansivo, feliz. Contribuyendo con oportunas acotaciones. Siempre en aquella su actitud de mediación, pero también cada día más comprometido con la Causa Indígena, cada día más solidario con la misión del CIMI. (Preocupado con que el CIMI fuese acogido en las Misiones tales, con que el CIMI pudiese intervenir en tal área. Asumiendo el compromiso de concretar tema, lugar, fecha, clima para el Encuentro Regional del CIMI en el próximo año de 77...)
Se sintió feliz, sobre todo, y emocionado, en la visita a la aldea Tapirapé, una vez terminado el Encuentro. Fuimos para allá en el célebre «mondrongo» de las Prelaturas de la Amazonia Legal, enfrentando ramas y puentes frágiles, jugueteando con el grupo Tapirapé, sudando.
(Creo que el P. João Bosco vino a São Félix para expansionarse, para rezar, para morir. Fueron muy intensos aquellos últimos días suyos!)
Era el día 7 de octubre. Aquella noche de claro de luna -de ese claro de luna único que tenemos allí, en el sertão- hubo una charla magnífica con los hombres Tapirapé, según la costumbre de la tribu, echados o sentados sobre las esteras de paja, en los troncos. (La casa central la «takana», había sido quemada, este año, en homenaje ritual a uno de sus principales constructores, que había fallecido).
El P. João Bosco vibró con esa larga, sosegada, profunda conversación: el alma de la aldea aflorando, y el Bautismo, otra vez, y lo que sería ser cristiano sin dejar de ser indio, y la cultura de los indios y sus derechos... «fue una charla maravillosa, Pedro», repetía el P. João Bosco.
Aquella tarde y la mañana siguiente visitó la aldea, conversó, se mezcló familiarmente con los Tapirapé, recibió un collar de presente... Y celebramos, en la casa humilde, igual, de las Hermanitas, una Misa conmovedora: «Yo te bendigo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y las has manifestado a los pequeñuelos...». En el suelo, sobre las esteras de paja, antes de la comida, una Eucaristía de testimonio indígena total.
Ribeirão Bonito
El Padre y yo regresamos a São Félix el día 8. Y allí permaneció él conmigo un día más, porque yo necesitaba encaminar algunas providencias en la «curia». El día 11, a las 6 de la mañana, cogimos el «expresso» Xavante de la línea São Félix-Barra do Garças y a la una de la tarde llegamos a Ribeirão Bonito, un lugarejo, todavía área de la Prelatura, de mil y tantos habitantes.
Este fue el último viaje consciente del P. João Bosco. Por la carretera iba comparando la sierra, las haciendas, los hombres de la región, con la realidad, igual y diversa, del área de Diamantino. El P. João Bosco era muy observador, minucioso.
El poblado celebraba las fiestas de Nuestra Señora Aparecida, patrona del lugar. Yo iba a Ribeirão Bonito para acompañar al Pueblo en esas fechas. Y este año íbamos a decidir cómo construir la iglesia, pues el villarejo tiene apenas una chabola, semiabierta, de barro y paja, para sus celebraciones.
El P. João Bosco decidió pernoctar allí: conocería el personal del equipo que allí trabaja y conocería al Pueblo. Al día siguiente proseguiría su viaje hacia Barra, Cuiabá, Diamantino... y la lejana aldea de sus indios Bakairi.
Sólo que los planes de Dios eran otros.
Cuando llegamos a Ribeirão, en seguida nos sentimos tocados por un cierto clima de terror que flotaba sobre el lugar y sus alrededores. La muerte del soldado Félix, de la Policía Militar, muy tristemente conocido hacía cinco años, en la región, por sus arbitrariedades y hasta crímenes, y muerto en una última provocativa arbitrariedad, trajo al lugar un gran contingente de policías, y con ellos la represión arbitraria y hasta la tortura.
Así y todo, el Pueblo celebraba las fiestas de la Patrona. Aquella tarde el P. João Bosco acompañó al Pueblo, rezando y cantando, en la procesión al arroyo local (de ahí el nombre de «Ribeirão Bonito») en donde se bendijo el agua del Bautismo que iba a ser administrada al día siguiente. Y en esa procesión, providencialmente, fueron filmadas las últimas escenas de la vida del P. João Bosco.
Dos mujeres, sobre todo, doña Margarita y doña Santana, estaban sufriendo en la Comisaría, impotentes, y bajo torturas, esa represión inhumana: un día sin comer ni beber, de rodillas, brazos en cruz, agujas en la garganta y debajo de las uñas...
Eran más de las seis de la tarde, y sus gritos se oían desde la calle: «¡No me golpeen!» Decidí ir a la Comisaría. Para interceder por ellas. Un muchacho de la Misión quiso acompañarme. Temí por él y no se lo permití. El P. João Bosco, que estaba leyendo, rezando, como leyó y rezó mucho durante esos días que convivió con nosotros en la Prelatura, se empeñó en acompañarme.
La oscuridad que se acercaba, la arena en la calle, el terror perceptible en el aire, en el silencio, nos acompañaron.
Cuando llegábamos al terreno de la pequeña Comisaría local, cercado de alambre, el cabo Juraci salía. Posiblemente nos vio llegar. Volvió, pocos minutos después, con el cabo Messías y dos soldados; los tres últimos, de uniforme. En una camioneta del «Bracinho» -edecán de la Policía, según el calificativo del Pueblo del Ribeirão- dirigida en aquel momento por su hijo, de 12 años, Genivaldo Pedro Nunes.
La camioneta paró al lado de la Comisaría. Y los policías nos esperaron en hilera, con actitud agresiva. Pasamos la cerca de alambre que iba a ser también cerco de muerte. Yo me presenté como el obispo de São Félix, dando la mano a los soldados. El P. João Bosco se presentó también.
Y tuvimos aquel diálogo, de tal vez tres o cinco minutos. Sereno de nuestra parte; con insultos y amenazas, incluso de muerte, por parte de ellos. Cuando el P. João Bosco dijo a los policías que denunciaría a sus superiores las arbitrariedades que estaban practicando, el soldado Ezy Ramaltho Feitosa saltó hasta él -tres metros apenas- dándole una bofetada fortísima en el rostro. Inútilmente intenté cortar ahí el imposible diálogo: «João Bosco, vámonos...». El soldado, seguidamente, descargó también en el rostro del Padre un golpe de revólver y, en un segundo gesto fulminante, el tiro fatal, en el cráneo.
Sin un ay, el mártir -el mártir, sí- cayó, tieso; pensé que muerto. El aire se congeló, y la noche. Me incline sobre el herido, lo llamé, respondió. El cabo Juraci comentó, tal vez aliviado, tal vez irresponsable: «Fue un tiro para asustarle...». Y aún quiso explicarme el hecho, con triste superioridad de suboficial: «¡Soldado..!».
Pedí el coche, pedí que me ayudasen a cargar en él al herido. Dos de los policías, efectivamente, me ayudaron. Y el niño conductor y yo llevamos al Padre al dispensario que la Prelatura tiene en el lugar, a 300 metros apenas de la comisaría.
El Dr. Luis y la Hermana Beatriz, enfermera, ambos de nuestro equipo, intentaron hacer lo imposible. Y todos nosotros, allí presentes, y el pueblo, los hombres sobre todo, acompañamos, ansiosos, solidarios. El Pueblo comentaba con palabras gravísimas: «Si fuera uno de nosotros, uno esta acostumbrado, es cosa de cada día...; pero un Padre... ¡Esa policía se está hundiendo mucho!...».
Aquella noche, se suspendió el acto de la Novena, con Misa, a la Patrona, para mayor seguridad de todos, en primer lugar. Y se pidió al Pueblo que volviese a sus casas, para rezar, a esperar.
En la primera limpieza de la sangre, coagulada, en el parietal derecho, aparecieron hilachas de la masa encefálica. «Pronóstico reservado, Pedro...», me dijo, angustiado, el Dr. Luis.
¿Qué hacer? Salir de noche para un lugar con recursos, en ese caso significaría viajar unas 15 horas hasta Goiânia. La Policía, por otra parte, según el comentario del Pueblo, nos estaría esperando al acecho, en la carretera de Barra do Garças, que es también el camino de Goiânia.
Hasta las 10 de la noche, imaginábamos poder llamar, por la radio local, alguna avioneta, para la madrugada siguiente.
Agonía de mártir
Entre tanto, el P. João Bosco vivía, consciente y generoso, su agonía de mártir, fuerte, sufrido, en oblación. Invocó varias veces el nombre de Jesús. Ofreció varias veces su sufrimiento por los Indios, por el Pueblo. Por el Pueblo de nuestra Prelatura, por el Pueblo de su Prelatura de Diamantino. Se acordó del CIMI, de don Tomás Balduino, su presidente. Lamentó con nostalgia conmovedora: «Siento no haber tomado nota de lo que los indios (Tapirapé) conversaron...» Recibió la Unción, de mis manos, lúcido y fervoroso. En latín, porque él rezaba en latín su breviario, hasta el último día. Le recordé, una y otra vez, que al día siguiente era la fiesta de Nuestra Señora Aparecida, y él asentía y ofrecía de nuevo su dolor.
Apretaba mi mano, la mano del P. Máximo. Bromeó con éste, aún. Nunca quiso escupir en el suelo o en la pared -ni a pedido del médico-, siempre comedido en sus gestos.
Su última palabra inteligible fue la palabra de Pablo -«He acabado mi carrera»- o la palabra del propio Jesús -«¡Todo está consumado!»-. Intentó incorporarse y dijo, solemne: «¡Don Pedro, hemos acabado nuestra tarea!».
Después, ya más de las diez, noche y expectativa adentro, en una camioneta escoltada por un coche amigo, el médico, la Hermana y yo salimos, con el padre, bajo el suero, respirando él como un motor cansado, por la carretera de São Félix, por la desastrosa carretera del Xingú, en busca de un taxi aéreo de la «Taxi-Aéreo Goiás» que sabíamos pernoctaba en una hacienda. Fueron cuatro horas de mortal ansiedad. El P. João Bosco fue santificando, con el resto de su vida, ofrecida al viento de la noche y a Dios, aquellas carreteras, aquellas haciendas, donde tantas vidas humanas, anónimas, sufrieron y fueron sacrificadas. Fue aquel un vía-crucis de Redención por los caminos de la Amazonia Legal, por las tierras de los indios, de los posseiros, de los peones.
A las cinco de la madrugada, cuando la luz todavía intentaba delimitar el horizonte, volamos hacia Goiânia, hacia el Instituto Neurológico de la Avenida T. Todo era inútil, médicamente. El P. João Bosco estaba con el cerebro ya «muerto», en estado de vasoplegía.
La noticia corrió por Goiânia, por el País, por el extranjero. Don Fernando, la CNBB, los Padres Jesuitas, el CIMI, la familia Burnier, la Prensa...
Y todos sentimos en seguida que aquella vida inmolada se tornaba testimonio y conmoción. Era un misionero entre los indios quien moría, y moría para libertar de la tortura a dos pobres mujeres del Pueblo del interior.
Al otro día, la capilla ardiente y, sobre todo, la Misa, en la catedral de Goiânia, expresarían magníficamente ese valor de testimonio, ese martirio de Caridad y por la Justicia. Y esa comunión de la Iglesia del Centro Oeste (Mato Grosso y Goiás) y de tantos lugares del Brasil.
Diamantino y São Félix, particularmente, con Guiratinga -el triángulo misionero del Nordeste del Mato Grosso- quedábamos como sellados por una alianza de compromiso y de testimonio.
La vida nace de la muerte
En Diamantino, donde el P. João Bosco fue sepultado, por derecho incuestionable de Misión, el Pueblo participó de la Misa y del entierro con una fe expansiva victoriosa. Un editorialista de «O Estado de São Paulo» no iba a entender por qué se presentaban en la iglesia las camisas del Padre manchadas de sangre, ni por qué se traducía «remisión» por «Liberación» -que es para nosotros, una remisión plena-. El Pueblo es quien entiende de sus mártires... Tampoco entendía bien esa historia aquel terrateniente que comentaba, esa misma noche, en el hotel: «Esos padres... imaginan que... ¡Sólo tienen peones con ellos!..».
Un periodista lloró, en la Misa, cuando alguien dijo que «la Libertad se compra con la sangre y la Vida nace de la muerte». El sí que entendió.
Los padres Jesuitas divulgaron un óptimo documento que, entre otras lecciones de humildad y de compromiso, agradece a los indios, a los posseiros y a los peones, porque educaron al P. João Bosco en el Evangelio. Esos Jesuitas también entendieron.
Cuando enterrábamos, bajo el calor del Mato Grosso, casi al medio día, el cuerpo-semilla del P. João Bosco Penido Burnier, misionero y mártir, junto a la alambrada-símbolo de todas las cercas del Latifundio que oprimen el Pueblo de nuestra Amazonia- Dios puso una señal en el cielo: el arco iris ciñó de Gloria y de Paz la nube oscura que flotaba entre el sol y la tierra, en aquella hora.
El Pueblo planta la Cruz y derriba la cárcel
Como es de tradición en Brasil, el Pueblo de Ribeirão Bonito, Cascalheira y alrededores quiso celebrar la Misa del 7º. día por el querido difunto P. João. Convidaron a las otras comunidades de la Prelatura, con un folleto que presentaba dos manos traspasadas, con las sogas rompiéndose, las rejas al fondo y esta palabra de Jesús: «Ven, bendito de mi Padre, porque yo estaba preso y tú me visitaste».
La Misa fue el día 19 de octubre, en la choza-capilla del lugar; y los textos, los cantos y las expresiones espontáneas del Pueblo manifestaron muy al vivo lo que aquella Misa significaba:
«Estamos aquí hoy... para celebrar la pasión y muerte del P. João Bosco, en la esperanza y en la Fe de la Resurrección en Jesucristo.»
«Hemos venido también para manifestar nuestra unión y nuestro deseo de Liberación.»
«Que nuestra presencia sea una protesta silenciosa contra los opresores, los explotadores, representados por la policía, responsable de tantas injusticias y tanto sufrimiento del Pueblo.»
«Que esta celebración nos haga más conscientes de nuestra propia fuerza..., de que somos nosotros y sólo nosotros que conseguiremos nuestra liberación.»
«Que la sangre derramada por el P. João Bosco nos comprometa en esta jornada.»
Y cantaban: «Resucité, aleluya, y aún estoy con vosotros, aleluya!.»
Y luego: «¡GIoria a Cristo que saca a su Pueblo de la esclavitud!»
Se leyó también el Exodo (2, 23-25 y 3,7-10): los gritos del Pueblo que subían hasta Dios y la decisión que el Señor toma de liberarlo.
Y una Carta del Pueblo del lugar a los Cristianos:
«Hermanos, aquí en nuestro lugar, la Pasión y Muerte de Cristo se ha hecho presente y se ha renovado en el Padre João...
...Como le sucedió a Jesucristo, el P. João fue muerto porque defendía la verdad, la justicia y la libertad.
El era una espina en los pies de los poderosos y opresores. Por eso encontraron el modo de hacerlo callar: lo asesinaron.
Como decía Lourengo, indio Bororo, cuando asesinaron al P. Rodolfo, en Meruri: «Las armas son el argumento de los cobardes».
Esta muerte no es aislada. En otras partes del Brasil, obispos, sacerdotes, políticos, estudiantes, obreros y labradores son presos, torturados y muertos por la misma causa: la causa de la Justicia, la causa del Pueblo.
Pero la muerte no es el fin. La muerte es paso para la Vida. Y esta muerte nos hace despertar...
...Tenemos un compromiso. Un compromiso con nuestra liberación...
...Hay que tener fe y creer que todos somos personas, que todos somos iguales. No hay que tener miedo delante de la fuerza de los grandes. Nosotros somos fuertes. ¡EI Pueblo unido tiene a Dios consigo!»
Como Evangelio, se leyeron estos versículos de Juan (15,12-13; 18): «Dijo Jesús: Mi mandamiento es éste: amaos los unos a los otros como yo os he amado. El mayor amor que uno puede tener por sus amigos es dar la propia vida por ellos. Si el mundo os odia, recordad que primero me odió a mí. Coraje: Yo he vencido al mundo».
Después de las lecturas, el celebrante, P. Máximo Paredes, convidó al Pueblo a expresarse. Y el Pueblo habló; con una lucida pasión:
«Hay un gran silencio ahora, pero durante estos días no hemos vivido en silencio y paz delante de una muerte tan injusta».
«EI P. João murió en lugar nuestro, porque no tuvimos el coraje de ir juntos hasta allí».
«Es hora de saber de qué lado uno está: si del lado del Pueblo o del lado de los "tiburones"».
«Hemos despertado con esta muerte. No podemos seguir aguantando, apaleados como perros».
«Todos juntos somos fuertes».
«EI P. João murió porque defendía la libertad de dos mujeres del Pueblo. Es bueno recordar que por esta misma causa el obispo y el personal de la Misión son llamados comunistas y subversivos».
«Gente, luchamos por lo que es nuestro. No debemos tener miedo. Somos fuertes, juntos.»
«El P. João no murió, él continúa vivo entre nosotros».
Y luego cantaron: «Creemos, Señor, que has de salvar a tu Pueblo». Y, en el ofertorio: «Ofrecemos al Señor un mundo nuevo, el futuro de su Pueblo». Y, en la comunión: «No hay mayor prueba de amor que dar la vida por el hermano». Y, al final de la Misa:
«Somos un Pueblo de gente,
Somos el Pueblo de Dios,
Queremos tierra en la Tierra;
Ya tenemos tierra en el Cielo».
Después de la Misa, las mujeres que habían sido torturadas convidaron al Pueblo a rezar un rosario por el P. João y luego, siguiendo la costumbre cristiana del Pueblo, se llevó una gran Cruz, de madera de «candeia», incorruptible, al lugar del asesinato. En procesión, con velas encendidas y una lámpara de gas en las manos del celebrante, llenando la noche de destellos y de un religioso silencio de oración.
Llegando al lugar del martirio, se plantó, honda, la cruz. La inscripción de la tablilla decía elocuentemente: «Aquí el día 11-X-1976 fue asesinado por la policía el P. João Bosco, por defender la Libertad».
De pronto el silencio se rompió y el Pueblo volvió a expresarse, incisivo:
«Ellos pueden sacar esta cruz, pero nosotros no olvidaremos, pondremos otra».
«Esta cárcel sólo ha servido para prender y maltratar a gente pobre: posseiros y peones. Nunca se vio en ella un rico».
«Mañana, si un hermano nuestro es preso injustamente, ¿tendremos el coraje de venir aquí todos como hoy, para libertarlo?».
«La cruz representa nuestra liberación; esta cárcel representa la persecución, la tortura, el asesinato y todo lo que nos aterroriza».
«Entre la Cruz y la cárcel, es mejor echar la cárcel».
Varios de los presentes declararon que ya habían sido presos allí injustamente y que allí habían sido maltratados.
Fue entonces cuando el Pueblo -dice el relato de «Alvorada», el 21 de octubre de 1976-decidió abrir las puertas de la cárcel para que jamás nadie fuese allí preso y maltratado, injustamente. Y el Pueblo todo participó con mucha ira y sed de justicia.
Quien no podía destruir, animaba...
Todo el Pueblo, allí reunido, centenares de personas, participó en la destrucción, «con las manos, con palos, con piedras; fueron incluso a buscar hachas. Quien no podía acercarse, aplaudía y gritaba animando».
«¿Será eso violencia? (preguntó alguien y se respondió a sí mismo): Violencia es ellos matar al Padre y quemar nuestras casas».
Alguien, en el Brasil y en el exterior, ha calificado ese gesto del Pueblo del Ribeirão como de una pequeña «toma de la Bastilla». Muchos han vibrado con ese gesto. Porque eran muchedumbres del Pueblo, de los Pueblos, las que hablaban por medio del Pueblo del Ribeirão.
Conste que yo no estaba allí. Estaba en Goiânia y en Cuiabá, en los trámites de entierro, proceso, escritos, subsiguientes a la muerte del P. João Bosco. Supe de lo acontecido dos días después. Pero en la introducción del susodicho relato de «Alvorada» expreso bastante claramente mis sentimientos acerca del suceso:
«...El Pueblo ha hecho del P. João Bosco un mártir suyo. Y ha descubierto en la muerte generosa del misionero una señal del Evangelio de la Liberación...
...El Pueblo celebró la Eucaristía, plantó la Cruz y derribó la cárcel, todo en un solo gesto.
Se podrá discutir la táctica de los gestos del Pueblo. Sin embargo, cuanto menos tácticos, más espontáneos. Y acaso no tendrá el Pueblo sus gestos proféticos? Los gestos del Pueblo son la voz del Pueblo y la voz del Pueblo es la voz de Dios.
El juicio que hagamos de esos gestos y de esa voz dependerá de la distancia o de la proximidad en que vivamos del sufrimiento, de la angustia y de la Esperanza del Pueblo. Dependerá de la medida en que vivamos el Evangelio del Hijo de Dios encarnado en la hora y en la historia de un pueblo, dentro de la Historia de la Humanidad, y Muerto y Resucitado para transformar esa Historia en Misterio de Salvación».
«Sin odio al odio y sin miedo a la Libertad», añadía yo, «proseguiremos nuestro camino, seguros del Amor que nos amó hasta el fin».
Otros, sin embargo, se sintieron con miedo ante ese gesto de Libertad del Pueblo. Y se organizó una aparatosa represión que iba desde los interrogatorios formales hasta las insidias y las amenazas.
Lo de menos era hacer justicia. Todo el mundo sabe cómo los torturadores del Pueblo y el asesino del Padre se movieron a sus anchas y cómo, una vez presos, tres de ellos, Ezy incluido, huyeron de la prisión, después de arreglar sus maletas como quien prepara un viaje de vacaciones.
Ezy continúa libre y el proceso está encallado. Como está prácticamente encallado el proceso contra los asaltantes y asesinos de Meruri, del cual proceso han sido dispensados los verdaderos responsables: João Mineiro, José Antonio Miguez, Nonato Rocha. ¡Este incluso fue elegido alcalde, después, por el Partido del Gobierno...!
La Policía Federal que estuvo luego varios días en el Ribeirão, quería arrancar del Pueblo el falso testimonio de mi presencia e intervención allí, con ocasión de la Misa del 7.° día y la derribada de la cárcel. Pero el Pueblo -que se presentó voluntariamente y en masa, para declarar- tuvo una declaración invariable:
«Fuimos todos nosotros, fue el Pueblo»
Yo me acordé muchas veces, aquellos días, de la respuesta del Pueblo de Fuenteovejuna, en el drama clásico español:
-«¿Quién mató al Comendador?
-Fuenteovejuna, señor.
-Y quién es Fuenteovejuna?
-¡Todos a una!»
El Dr. Helio, presidente de la Investigación de la Policía Federal, quiso mostrar la gravedad del acontecimiento como un hecho de ámbito nacional. El Pueblo fue amenazado, entonces y después, muchas veces, en sus declaraciones, con la venida de batallones enteros, de paracaidistas incluso...
Supimos de la propia Nunciatura que el Presidente Geisel se había mostrado irritadísimo con lo sucedido en Ribeirão Bonito, en el derribo de la cárcel-comisaría, y que si se demostraba mi participación no habría fuerza que pudiese impedir mi expulsión del Brasil.
Tres policías, disfrazados de periodistas, pero mal disfrazados, quisieron cogerme por la palabra, en Goiânia, mientras yo grapaba las «AIvorada» que llevarían a los amigos del Brasil la noticia evangélica de aquella gesta popular. Ellos fueron los primeros en recibir, de mis manos, el relato, aún palpitante.
Surgió colectivamente una iniciativa, la mar de lógica. Había que construir la iglesia de Ribeirão Bonito allí donde fue martirizado el P. João Bosco.
La idea fue del Pueblo y todos la acogimos calurosamente. En Brasil y fuera de Brasil. Menos la Policía Militar del Mato Grosso.
Fue ella quien arrancó la tablilla de la Cruz. Ella quien arrancó la Cruz con la segunda tablilla, esta vez placa, de hierro. Y esa Cruz bendita ha pasado semanas echada en el suelo de la Comisaría provisoria de Ribeirão. Y el Pueblo ha visto cómo algunos policías la insultaban y hasta la escupían.
El día 15 de abril visité en Cuiabá al Coronel Geraldo de Oliveira e Silva, Comandante de la Policía Militar del Estado, para pedirle, en nombre del Pueblo, permiso para construir la iglesia en el lugar del martirio del P. João Bosco. El terreno es de la alcaldía. Y el alcalde de Barra do Garças, Sr. Wilmar, no tenía el menor inconveniente. La policía disfrutaba apenas derecho de «posse» o utilización de la Comisaría que el propio Pueblo había construido allí.
El Coronel Geraldo se cerró en banda, y negó rotundamente el tal permiso. Me dijo que toda la Corporación policial le presionaba en ese sentido: a no ceder. Que la Policía Militar del Estado había sido ofendida por muchos en la ciudad y en el País, por la Prensa sobre todo, a raíz de la muerte del P. João Bosco. Que él mismo había recibido innumerables cartas y telegramas llamándole «jefe de asesinos»... Era un problema de «afirmación de la Policía», subrayó, no aceptar que se construyera la iglesia en el lugar que el Pueblo quería. Yo siempre entendí que la única manera de la Policía recuperarse un poco, frente a la opinión pública, era precisamente aceptar. Pero ¡cada uno tiene su punto de mira...! No hubo modo. Y me limité a decirle, para terminar:
-Entonces, Sr. Coronel, el diálogo esta cerrado. Vamos a dejar ese asunto para Dios y para la Historia.
La iglesia, naturalmente, se construirá. En otro lugar, no importa. Lo que importa, en todo caso, es la Iglesia viva que se está construyendo sobre los fundamentos de la sangre mártir.
Un día el lugar del martirio del P. João Bosco Penido Burnier será respetado, también públicamente. Cuando las autoridades sean otras y estén de verdad al servicio del Pueblo... Aún veremos las flores y la gratitud crecer allí, en un monumento. La memoria de los santos recupera sus derechos, más tarde o más temprano. A la Historia me atengo.
Una muerte vivida. Un clamor continental
Quiero también recoger aquí unos fragmentos de la declaración que presté al periódico goiano «O Popular», el día 14 de octubre de 76. En ella, con palabras mías, reproduzco el pensamiento de muchos en torno a la muerte del P. João Bosco Penido Burnier:
«La muerte del P. João Bosco es un sacrificio más de la Iglesia misionera. Sacrificio en el sentido positivo, cristiano, de la palabra. Esta tampoco fue una muerte ni "morrida" ni matada, sino vivida. Una muerte asumida por el Evangelio y por el Pueblo...
...Esta muerte es también para mí una seña de la creciente oleada de la persecución contra la Iglesia del Pueblo, en toda esta América Latina. Ninguno de nosotros se siente muy lejos de la muerte, en esta hora.
En todo caso es una muerte-martirio, es decir, un testimonio y un compromiso de fe y de esperanza. Quien muere así da vida.
...Habremos de hacer que esa sangre del Padre João Bosco no sea inútil. La sangre siempre compromete.
...La opinión de varios sectores de la Iglesia y de la población en general... coincide en que no se puede minimizar el hecho considerándolo aislado o eventual. Muchos hechos semejantes están sucediendo en este País y en aquella región, concretamente, como también en toda América Latina.
Todos ellos, de un lado, cuando envuelven a personas de la Iglesia alcanzan a aquellos cristianos-obispos, sacerdotes o seglares comprometidos por el Evangelio con el Pueblo. De otro lado, todos esos hechos provienen de los poderes -de la política, del dinero, de las armas, del latifundio-interesados en mantener ese mismo Pueblo en la secular dominación.
El tiro podrá ser de un pistolero o de un soldado, pero ellos son apenas piezas de un sistema inhumano de prepotencia y opresión...
...La impunidad de esos sucesivos crímenes confirma esta opinión. Esos crímenes y esa impunidad mantienen, por ahora, el Pueblo en un clima de terror e impotencia. Sin embargo esos mismos crímenes y esa misma impunidad, un día, mañana, provocarán una reacción del propio Pueblo que -hipócritamente- los poderosos consideraran violenta, ilegal, subversiva.
Desde un ángulo de fe y de verdadero compromiso con el Pueblo, la persecución y el martirio no intimidan: esclarecen y confirman en la opción y comprometen más seriamente en la trayectoria . Toda esta sangre no es muda y se está transformando en un clamor continental por la Justicia y a favor de las justas reivindicaciones y adquisición de todos sus derechos por parte del pueblo indio, labrador, obrero».
-SEDOC, diciembre (1976)674-675
-También en: CASALDALIGA, Pedro, La muerte que da sentido a mi credo. Diario 1975-1977, Desclée de Brouwer, Bilbao 1978.